Dos espejismos



1.

Una noción del espacio que nos rodea nos la da lo que vemos. Otra, lo que escuchamos. Otra, la asociación más habitual de lo que vemos con lo que escuchamos, que nos desorienta cuando se altera. Dos de esas alteraciones son temas de este ensayo.

Por alguna razón, de los cuatro recuerdos más recurrentes que tengo de la novela Lolita, de Vladimir Nabokov, los primeros dos son escuchas. Adelanto algunas diferencias entre ellas.
La escucha del segundo recuerdo es de un sonido único con su fuente aún divisable y un delay entre ambos. La escucha del primero es de una mezcla de sonidos esporádicamente distinguibles, pero cuyas fuentes ya no se divisan.
Evocadas en este orden, esas experiencias son variantes graduales de una misma sensación de anomalía, de una misma perplejidad: la lejanía que empequeñece o borra las imágenes no apaga ni disminuye los sonidos que se les asocian. (Si esto pasara con las sirenas y su canto, Ulises todavía estaría atado al mástil y los demás con los oídos tapados y remando, todavía con la inercia de creer y confiar que a mayor distancia menor volumen.)

2.

El tercer recuerdo del ranking es una especie de voz en off que está al final de esta cita (extraída, como todas las que haré acá, de la edición de Sur, Buenos Aires, 1959, con traducción de Enrique Tejedor, pseudónimo de Enrique Pe­zzoni):
   —...¿De veras no quieres venir conmigo? Dime eso tan solo.
   —No, querido, no.
   Nunca me había llamado querido antes.
   —No –dijo–, no puedo pensar siquiera en eso. Antes preferiría volver con Cue. Quiero decir...
   No encontró las palabras. Se las proporcioné mentalmente («Él me destrozó el corazón. Tú apenas me destruiste la vida»). (p. 229)

Como se ve, no hay acá sonido al aire (sino un pensamiento mudo) ni se habla de sonidos (sino de una jerarquía inesperada de secuelas emocionales, un orden de mérito sorprendente para basar una preferencia; en definitiva, otra contraintuición). “Oímos” lo que Lolita no; por la magia de la narración, accedemos en exclusiva al ambiente sonoro del interior de Humbert Humbert (imaginamos escuchar la frase, no leerla).
El cuarto recuerdo del podio no tiene ninguna escucha y tampoco habla de eso, sino (quizás) de un amor tan fiel y tenaz que con el cambio inevitable de la amada se volverá nostalgia:
Sabía que me había enamorado de Lolita para siempre; pero también sabía que ella no sería siempre Lolita. (p. 67)

En un pasaje hay un remotísimo “sí” a una invitación reiterada (una insistencia que no acorta distancia, cuyo fracaso dura lo que se tarda en aceptar que es “no”). En el otro está el saber de una futura Lolita que se aleja irreversiblemente de la que Humbert Humbert ama y de él.
Otras lejanías actúan en los dos sets acústicos de la serie. Y esta vez no serán metafóricas, sino largas distancias físicas, ejemplos de nociones espaciales que pueden darnos lo que escuchamos y/o lo que vemos, por nombrar sólo dos sentidos.

3.

Breve introducción al segundo recuerdo más recurrente de los dos más sensibles al oído. Camino al lago donde tiene lugar la escena, la señora Humbert ha revelado su plan de enviar a su hija Dolores Haze directamente del campamento de verano donde está a un internado lejano. Para evitarlo, Humbert Humbert ha resuelto que «la solución natural era eliminar a la señora Humbert». La primera oportunidad la ve inmediatamente, cuando están nadando solos y a la vista hay sólo dos posibles testigos, que están «bastante cerca para presenciar un accidente y bastante lejos para no observar un crimen». Son «el hombre de ley y el hombre de agua», y el primer espejismo audiovisual de la serie los tiene de protagonistas.
Ambos nadábamos lentamente en el trémulo resplandor del lago. En la orilla opuesta, a unos mil pasos (si es que puede uno caminar sobre el agua), pude distinguir las siluetas minúsculas de dos hombres que trabajaban como castores en la playa. Sabía exactamente quiénes eran: un policía retirado de origen polaco y el plomero retirado que poseía casi toda la madera a esa orilla del lago. Sabía también que estaban construyendo un embarcadero, sólo por la triste diversión que eso les deparaba. Los golpes que llegaban hasta nosotros parecían mucho más grandes que cuanto podríamos distinguir de los brazos y herramientas de esos enanos. En verdad, era como si el encargado de esos efectos sonoros trabajara a destiempo con el titiritero, sobre todo porque el pesado resonar de cada golpe diminuto se arrastraba más allá de su versión visual. (p. 73)

Hay dos problemas en esa asociación imagen-sonido. Uno es la caricaturesca desproporción entre los «golpes que llegaban hasta nosotros» y los «brazos y herramientas de esos enanos» que los producían. El otro es la desincronización con que se asociaban. Humbert Humbert, el narrador, resume mejor la doble anomalía en el final de la cita: «el pesado resonar de cada golpe diminuto se arrastraba más allá de su versión visual». Y hay también un agravante de origen: todo esto tiene lugar en razón de una «triste diversión», un entretenimiento o pasatiempo con ambiciones ingenieriles (en presentación castoril).
Tal vez el problema de una desincronización así de notoria en una asociación así de grotesca entre imagen y sonido es que ese ex policía y ese ex plomero tienen doble presencia: están ahí donde suenan y ahí donde se dejan ver, que extrañamente no son la misma coordenada de lugar y tiempo. Como la irrupción imprevista de lo fantástico o lo maravilloso en una historia, esa bilocación cambia el género de la escena. La escena realista de dos que se dejan ver y oír haciendo un embarcadero es deformada (se desnaturaliza) y desarticulada (se deshumaniza) en una caricatura de lo siniestro o de lo absurdo.
Un desfase de esos puede hacer que suene (peor si grita) alguien que acaba de callar y mantiene la boca cerrada y los labios quietos. La falla se hace o se revela mecánica y artificiosa, «como si el encargado de esos efectos sonoros trabajara a destiempo con el titiritero». Sufrimos un sabotaje a nuestra familiaridad; la molestia del desajuste es la decepción de nuestros hábitos: imagen y sonido no acostumbran desacoplarse en nuestras interacciones con otros.

4.

El recuerdo más volvedor que tengo de Lolita es la parte final de una escena eminentemente acústica. Humbert Humbert ha matado a Quilty, se ha subido a su auto, ha manejado por el carril izquierdo de una carretera «en pleno campo» y con escaso tránsito, ha pasado una luz roja en una zona más poblada, lo han empezado a seguir, le han atravesado dos coches para frenarlo, los ha esquivado saliendo de la carretera y subiendo por una pendiente «cubierta de hierba», donde se ha detenido. Mientras espera que vengan a llevárselo, evoca «un último espejismo de asombro y desamparo».*
Casualmente, en la escena del espejismo anterior hay una evocación anticipada que hace las veces de percepción: «...yo observaba, con la rigurosa lucidez de una meditación (es decir, tratando de ver las cosas como recordaría haberlas visto), la vítrea blancura de su cara mojada...» (p. 74).

El flashback nos transporta a un día, «poco después de la desaparición de Lo», en el que Humbert Humbert también debió detener su auto, pero «en el espectro de un viejo camino montañés» y obligado por «un acceso de abominables náuseas». Luego de vomitar, va a descansar «contra una piedra que corría entre el precipicio y la carretera».
A medida que me acercaba al abismo amistoso adquiría conciencia de una melodiosa unidad de sonidos que subía, como vapor, de una pequeña ciudad minera tendida a mis pies, en un pliegue del valle. Se divisaba la geometría de las calles, entre manzanas de tejados grises y rojos, y los verdes penachos de los árboles, y un arroyo sinuoso y el rico centelleo mineral del vaciadero de la ciudad, y más allá de ella, caminos que se entrecruzaban sobre la absurda manta formada por campos pálidos y oscuros, y más allá de todo eso, grandes montañas arboladas. Pero aún más luminosos que todos esos colores apaciblemente alegres –pues hay colores y sombras que parecen divertirse en buena compañía–, más brillantes y soñadores para el oído que los ojos era esa vaporosa vibración de sonidos acumulados que no cesaban un solo instante, mientras se elevaban hasta el labio de granito junto al cual me secaba la boca manchada. Y pronto comprendí que todos esos sonidos tenían una misma naturaleza, que eran los únicos sonidos provenientes de las calles de la ciudad transparente, en cuyas casas permanecían las mujeres esperando a los hombres. ¡Lector! Lo que oía no era sino la melodía de los niños que jugaban, no era sino eso. Y tan límpido era el aire, que dentro de ese vapor de voces mezcladas, majestuosas y minúsculas, remotas y mágicamente cercanas, francas y divinamente enigmáticas, podía oír de cuando en cuando, como liberado, un estallido de risa viviente casi articulado, o el bote de una pelota, o el tintineo de un vagón de juguete, pero en realidad todo estaba demasiado lejos para distinguir un movimiento determinado en las calles apenas esbozadas. Me quedé escuchando esa vibración musical desde mi suave pendiente, esos estallidos de gritos aislados, con una especie de tímido murmullo como fondo. Y entonces supe que lo más punzante no era la ausencia de Lolita a mi lado, sino la ausencia de su voz en ese concierto. (pp. 252, 253)

A pesar de la distancia a la que está de sus fuentes, Humbert Humbert puede percibir con claridad esta mezcla de voces infantiles y ruidos lúdicos que se elevan desde las calles (e incluso distinguir algunos), como antes pudo percibir aquel ruido homogéneo que se propagaba por el lago. Con la ensenada y el valle haciendo de caja de resonancia, la diferencia está en la visibilidad de la fuente que permiten tener una y otra lejanía (sea por longitud, por orientación o por ambas). Los martillazos del embarcadero aún se dejan divisar y distinguir. En cambio, aunque Humbert Humbert «podía oír de cuando en cuando, como liberado, un estallido de risa viviente casi articulado, o el bote de una pelota, o el tintineo de un vagón de juguete», no podía ver al niño o niña que reía ni la pelota que rebotaba ni el vagón de juguete que tintineaba (nótese el orden descendente de los tamaños) porque «en realidad todo estaba demasiado lejos para distinguir un movimiento determinado en las calles apenas esbozadas». Donde antes había títeres desincronizados ahora hay fantasmas ubicuos, vaporosos espíritus cantantes y sonantes.
Como si estuviera compensando esta ceguera, Humbert Humbert es más minucioso en la descripción de la «vibración musical» que lo cautiva. La mezcla está hecha de duplas de rasgos opuestos: las voces son «minúsculas», «remotas» y «enigmáticas», pero también «majestuosas», «mágicamente cercanas» y «francas». La primera dupla combina un rasgo físico con otro moral en la celebración de esas voces infantiles. La segunda alude a la extrañeza de percibirlas, a la “magia” de su cercanía pese a lo remoto de su fuente. La tercera muestra las vicisitudes del juego de distinguirlas.*
En la escena del lago, Humbert Humbert cuenta por qué en un juego similar con su esposa estaría perdido:
Charlotte, que no advirtió la falsedad de todas las convenciones cotidianas y normas de conducta, de todos los alimentos y los libros y las personas que prefería, era capaz de distinguir en seguida una entonación falsa en cuanto dijera yo para tratar de retener a Lo. Era como un músico que es un individuo vulgar y odioso en la vida corriente, desprovisto de tacto y gusto, pero que oye una nota falsa con destreza diabólica.” (71)

El juego es similar, en vez de idéntico, por una diferencia de distancias y, por lo tanto, también de perspectivas: distinguir voces y ruidos de fuentes lejanas es un zoom out; un zoom in, la «destreza diabólica» de «distinguir en seguida una entonación falsa» en la voz de un interlocutor (así de cerca está la fuente).


La preferencia de lo acústico sobre lo visual prepara la de tener a Lolita integrando esa concordia sonora sobre el tenerla haciéndole compañía. Humbert Humbert no la prefiere ahí donde él está (cerca, «a mi lado»), sino ahí donde él está reconfortándose, a saber: en la armonía de voces y ruidos de «niños que jugaban», sonidos concertados (“concierto” traduce a un literal “concord”, no a un metafórico “concert”) que contrastan con (y tal vez compensan) el revoltijo doblemente visceral en que se encuentra Humbert Humbert «después de arrojar las entrañas mismas», «poco después de la desaparición de Lo» (romántica y escatológica asociación de vacíos).
Pero Lolita no está ahí, y la frustración de esa preferencia hace «punzante» «la ausencia de su voz en ese concierto», que le ha ganado a «la ausencia de Lolita a mi lado» en el concurso de punzar más. Pero para llegar a discernir qué es «lo más punzante» y con ello detectar dónde reside el vacío dejado por Lolita, Humbert Humbert hizo un recorrido, que empezó placentero y termina doloroso (como el de Ulises, atado al mástil, con el canto de las sirenas). Repasémoslo, para terminar.
Con su acercamiento al «abismo amistoso», Humbert Humbert empieza apenas “adquiriendo conciencia” de una «melodiosa unidad de sonidos que subía, como vapor». Luego la pondera (es más luminosa, brillante y soñadora «para el oído») y la prefiere a «todos esos colores apaciblemente alegres», a la vez que la conoce mejor y la ubica junto a él (ahora es «esa vaporosa vibración de sonidos acumulados que no cesaban un solo instante, mientras se elevaban hasta el labio de granito junto al cual me secaba la boca manchada»). Luego la entiende («Y pronto comprendí que todos esos sonidos tenían una misma naturaleza, que eran los únicos sonidos provenientes de las calles de la ciudad transparente, en cuyas casas permanecían las mujeres esperando a los hombres») y la identifica («¡Lector! Lo que oía no era sino la melodía de los niños que jugaban, no era sino eso»). Luego la analiza, la discierne por dentro (ahora es «ese vapor de voces mezcladas, majestuosas y minúsculas, remotas y mágicamente cercanas, francas y divinamente enigmáticas»). Luego se detiene a escucharla, la contempla, y tal vez nunca la precisión con que la describe es mayor: «Me quedé escuchando esa vibración musical desde mi suave pendiente, esos estallidos de gritos aislados, con una especie de tímido murmullo como fondo». En un punto de esa contemplación deleitada, Humbert Humbert la sabe irremediablemente incompleta y sufre con lo que venía disfrutando: «Y entonces supe que lo más punzante no era la ausencia de Lolita a mi lado, sino la ausencia de su voz en ese concierto». O termina de identificar aquello de lo que se venía reconfortando.

Hay 2 comentarios:

Alejandrina
3 de noviembre de 2013, 12:50

Un viejo amigo, cuyo nombre reservo, me hablaba a menudo de esa cita casi final de Lolita ("la ausencia de su voz en el concierto"),que siempre recuerdo en la versión oral del tal amigo. Hoy, buceando para citar el texto exacto sin tener que recorrer estantes, constato divertida la presencia de tu voz en el concierto, oh, Humbert Humbert... Besos, Aleja


el Zambullista
4 de noviembre de 2013, 3:02

Respuesta a Alejandrina:

Seguramente la versión oral del tal amigo difería de esta porque era la del subtitulado en español de la Lolita que dirigió Adrian Lyne en 1997:

Lo que oí entonces era la
melodía de los niños jugando.


1220
02:11:33,701 --> 02:11:35,701
Nada más que eso.

1221
02:11:38,076 --> 02:11:41,242
Y supe que esa cosa
profunda y desesperante...


1222
02:11:41,410 --> 02:11:44,543
no era la ausencia de Lolita a mi lado...

1223
02:11:45,910 --> 02:11:49,451
sino la ausencia de su voz en aquel coro.”

Si la constatación fue así como contás, además de divertido yo habría quedado asombradísimo por la casualidad, teniendo en cuenta la enormidad del coro.
Como sea, me alegro haber sido útil, aunque sea en el ahorro de una recorrida por estantes (uso el mismo atajo).
Besos.