Un encuentro





I


Hay una acotación que ya es un lugar común. Los muchos que la hacen tal vez la hagan porque la encuentran ingeniosa o creen que además es sabia. Como si escucharan un pie, ni bien reconocen el dicho al que pueden acoplarla (copiando experiencia ajena, en general) ya se preparan para decir lo suyo con su mejor tono y timing, y para cuando les llega el turno se les nota la ansiedad acumulada. Me refiero a la acotación, siempre hecha con aire de originalidad, según la cual si no nos bañamos dos veces en el mismo río, no es sólo porque el río no es el mismo esas dos veces (ha corrido mucha agua bajo el puente), sino porque tampoco lo somos nosotros. En una fábula destinada a humanos, no sorprende que éstos prefieran identificarse con los personajes del drama antes que con sus locaciones; de ahí que hayan sustituido o acompañado el protagonismo del río con el del bañista.
Antes de la acotación, pensamos en un tipo desencantado o frustrado por la recién comprendida imposibilidad de volver, de reencontrar (en su caso, a un río, que no para de cambiar). Luego de la acotación, ya estamos pensando en un tipo que además no puede conservarse idéntico, que crece o envejece tan compulsivamente como cambia el río. En esta identificación de su suerte con la del río, el hombre se hace medida del cambio y la fábula se resigna a la escala humana.
Desde luego, las dos imágenes comulgan con la tesis del "todo cambia". Pero fuera de esa conquista antropocéntrica, no veo la ventaja dramática de agregarle estos procesos naturales (crecientes o menguantes) a aquella melancolía de saber que no hay repeticiones, regresos ni reencuentros cabales, sino apenas apariencias útiles, ilusiones naturalizadas. Ni siquiera armonizan bien con ella, como para que al menos les toleremos que redunden.
Podemos apreciar mejor las disonancias aludidas si atendemos el argumento que pretende explotarlas a su favor. Si el bañista se suma como imagen y evidencia del cambio, rol que deja de ser privativo del río, deja también de importar si el tipo se baña en un río correntoso, en una laguna o en un estanque; cualquiera de esas cosas va a ser tan distinta la segunda vez como el bañista que vuelve. Para el gremio de las aguas quietas y contenidas, a ese cambio suficiente el río le agrega innecesariamente la variación incesante de su ser, su renovación frenética, que es la ostentación de una espectacularidad que una laguna o un estanque no tienen.
Absurdamente, la imputación hace que el río, que antes de la acotación es el tiempo que fluye, sufra la acción del tiempo que fluye, que ahora no es el río sino el mismísimo tiempo que fluye, el personaje convocado para hacer de sí mismo, después de cambiársele el papel al actor que hacía de él, el río, que ahora hace de lo mismo que el bañista, de cosa afectada por el tiempo que fluye.
Pero hay algo atendible en el argumento de lagos, lagunas, esteros y estanques. La renovación sola no puede arrogarse ser todo el cambio; tal vez no es innecesaria y ostentosa, pero acaso tampoco sea suficiente para definir si el río es o no el mismo, al igual que el bañista con nuevas experiencias. Si a pesar de que se lo encuentra en el mismo lugar que la vez anterior, decimos que el río es otro porque sus aguas son otras, tal vez estamos confundiendo mismidad y alteridad con identidad y diferencia. El río es el mismo (es decir, es igual de identificable) que el de la vez anterior, sea o no idéntico al que era (es decir, sea o no igual de caracterizable, describible). Apuntalemos un poco estas distinciones.

Por muy diferente que sea el río de ahora al de antes, porque todas sus aguas cambiaron, la veleidad abundante está tan lejos de forzar o alcanzar una alteridad como la sobriedad de ninguna diferencia o de una ínfima. A la alteridad no se llega: se está o no se está, se es o no se es otro. No obstante serle inasible una alteridad lógica, esa novedad drástica es una imagen psicológicamente persuasiva, tal vez porque es una buena imagen de una alteridad psicológica. Por ejemplo, puedo decir que la que murió en el 2000 ya no era mi abuela: la demencia senil la había vaciado, la había despersonalizado, la había cambiado tanto que la había dejado casi irreconocible; ya estaba muy ida cuando se fue. En un caso así, la mismidad sólo puede tener un valor burocrático, y entonces esa lápida lleva el nombre y las fechas de mi abuela, pero todos sabemos que su personalidad se evaporó mucho antes.
La relación de mismidad lógica, más modestamente, es la continuidad de una entidad en el tiempo; es la sutura de su identidad a través de las distintas coordenadas de espacio y de tiempo que trazan su existencia (las une en una continuidad alguna forma de inteligencia, sean o no continuas en el mundo exterior); es el rastro de un viaje, la línea de presencias del historial de una presencia. La mismidad es la identidad como institución: San Lorenzo es el mismo club aunque su equipo del 2008 sea muy diferente al del 2001, con el que apenas comparte un Bernardo Romeo, que un año atrás volvió cambiado por seis de experiencias.
Pero la coexistencia y la mismidad no pueden combinarse (o sea, que dos sean uno), por mucho que lo fantaseemos en nuestros sueños o pesadillas, por mucho que lo planteemos o simbolicemos en nuestras artes cada vez que lo otro amenaza con convertirse en lo mismo. Para decirlo en términos informáticos, no puede ocurrir que haya dos paths idénticos: en un mismo instante, en una misma ubicación del disco rígido (nivel de creación y gestión de objetos) no puede haber dos identificadores idénticos, ya sea que identifiquen objetos idénticos o diferentes (nivel de composición y edición de objetos; por ejemplo, un documento de texto y una copia suya o un documento y una versión que esté desde mínimamente modificada; al margen, sabemos que los softwares no distinguen un objeto de su identificador, por la pregunta que nos hacen: “X ya existe; ¿desea reemplazarlo?”).
La identificación de un objeto y su composición son funciones independientes, aun cuando actúen asociadas para darle forma a nuestra idea de lo que es ser algo, tener o ser una identidad. En esa actuación, la relevancia de una función en desmedro de la otra revela si un objeto es concreto o abstracto. En los objetos concretos, enclavados en distintas coordenadas de tiempo y espacio, la identidad se guía por la función del nombre-ruta que los distingue y los ubica (en una unidad aislada o en red, para seguir en la virtualidad). Para la máquina y para la lógica, dos objetos con diferentes direcciones no pueden ser el mismo objeto, aun si sus composiciones (sus letras, sus pixeles, sus kilobytes) coinciden en un 100%; esta redundancia no afecta a la lógica, como lo haría el dilema insoluble de ubicar dos objetos usando una sola ruta del disco rígido (nombre incluido).
Esta imposibilidad de asignación y designación múltiples está en la base de la mismidad lógica en el dominio de las identidades concretas. Pero si me interesa, por ejemplo, leer el ensayo "Encuentros entre intensidades opuestas", que con ese nombre u otro copié en tres lugares diferentes del disco, la identidad pasa a ser abstracta: mínimamente, hago abstracción de sus soportes cuando no distingo entre las tres copias del ensayo, que entonces digo que es el mismo en tres archivos diferentes (como se dice que el Quijote es la misma novela en miles de volúmenes concretos dispersados por el mundo).
La relación de identidad entre dos objetos se hace de mismidad gracias a esa abstracción de lo que los hace alteridades. Esta mismidad de abstracciones produce réplicas, clones y dobles, juegos de reflejos, figuras todas de una relación en la que prima la composición de la cosa, no su dirección de existencia espacio-temporal. Y cuando esa función prima, a la otra se le pide o se le espera que además de asignar y designar describa o refiera a ella: la práctica es entonces hacer identificadores que también sepan definir, categorizar o caracterizar lo identificado.
Pero se trata de tareas adicionales, tareas que puede pero no tiene que cumplir un nombre o una dirección. Así, por ejemplo, cada vez que en un blog se crea una entrada, su título pasa a formar parte de la dirección URL de la página independiente en que se puede leer aislada la entrada; si en una edición ulterior se le cambia el título, la URL mantiene el original: la dirección pierde el rol descriptivo sin perder el de identificación.

Recapitulemos. La mismidad instantánea y sincrónica entre dos objetos concretos es imposible, la alteridad es necesaria; la identidad y la diferencia son contingentes. Este Heráclito (o quien aspire a que la diferencia de composición agote el cambio) pretende que esa necesidad de la alteridad, por la fuerza de una diferencia compositiva, se extienda a la aventura o diacronía de un mismo individuo, río o bañista.
Pero sea la diferencia que es o la alteridad que pretende ser, algún cambio hay con el retorno al río que se renueva sin cesar. Entre las implicaciones y las aplicaciones de ese cambio heracliteano, despunta una imagen de lo que es un encuentro. Se la entrevé en el reverso del desencuentro (entre hombre y río) que ilustra el aforismo en su interpretación minimalista. Del otro lado del reencuentro ilusorio está el encuentro sosamente real, su diseño conceptual básico.

II

“...ya tengo en mi poder la grabación que viene escapando misteriosa e inexplicablemente a tu poder. Ergo, la juntada puede ser en cualquier lado que podamos ambos, idealmente en el mismo momento.”

De Hernán, en un mail.


Sin el menor ánimo de explicarlo, el chiste de Hernán consiste en fingir ideal (hay mérito en lograrlo) lo que es necesario (es requisito tenerlo); en este caso, la simultaneidad de dos presencias en el mismo sitio, ideal/necesaria para un encuentro. Como puede verse, se trata de una definición de lo que es un encuentro, pieza que viene de ser por igual el objetivo de la necesidad y de la idealidad involucradas en el fingimiento humorístico que canjea una por otra. Y en general, para el objetivo de ser, consistir o acontecer, es necesario —y no opcional, como es lo ideal— cumplir con la definición de la cosa.
Si el atajo nos dejó insatisfechos (o demasiado pronto satisfechos), todavía podemos derivar razones hasta llegar a una versión implícita de esa necesidad y a una versión abreviada de esa definición.
Empiezo a creer que a Heráclito le tocó diseñar la idea de un encuentro. Si nadie se baña dos veces en el mismo río, el mismo lado en distintos momentos son dos lados. Aplicado el devenir al lugar, la simultaneidad de las presencias en el mismo sitio no es acá ni ideal ni necesaria para un encuentro, sino que ya viene presupuesta: sólo son posibles los encuentros en el mismo lado, a secas. Porque la única manera que tenemos Hernán y yo de encontrarnos en un lado específico, dada esa inestabilidad constitutiva de todo lado y de toda cosa, es visitando ese lado al mismo tiempo; sólo en el sitio de nuestro encuentro podemos encontrarnos los dos con el mismo lado, al que inmediatamente desobjetivamos hasta convertirlo en lugar, en locación de un encuentro entre dos sujetos. Con esa metamorfosis se termina de formar la escena de un encuentro: un escenario y en él dos (o más) personajes hacen la simultaneidad deseada. Heráclito posa orgulloso al lado del cuadro.


Nota

Lectura de “Un encuentro” en Medias y Sombreros #3, a las 2:14 am del 12 de octubre de 2008 (si mi oído no me engaña, el temblor de las manos no pasó a la voz):



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