Improvisaciones (Canon a dos letras)




Solar (Miles Davis) + Extension (Keith Jarrett). Keith Jarrett Trio, Live at Open Theater East.



Un pianista en plena improvisación, supongamos, se deja llevar por su sentido armónico o melódico y no premedita su próxima nota o fraseo. Se percata de su decisión una vez que ha percibido su acción, casi como cualquier otro espectador de su improvisación. Imaginemos que yo hiciera lo mismo ahora que escribo. Imaginemos que los trazos de la birome que forman palabras y frases no fueran dictados por la inteligencia, no estuvieran a su servicio y expresión. Imaginemos que percibo el viaje de la birome al deslizarse por el papel dibujando letras y levantándose y dejando espacio antes de volver a posarse e iniciar un nuevo dibujo inteligible (un signo: una palabra, cualquier cosa que signifique o que esté al servicio de esa significación –como es el caso de un acento o una coma o punto, que son instrucciones de lectura). Y de percibir ese viaje trato de estudiarlo: de preverlo, de adivinarlo, de sacarle el dibujo, de figurarme sus evoluciones, tal vez de catalogarlas y clasificarlas. Y entonces, supongamos, empiezo a escribir abandonado de todo gobierno de la inteligencia, sólo estimulado por cierto incipiente sentido de la armonía o el juego entre dibujos, entre los dibujos correlacionados con los movimientos que hace la mano al trazar, que tienen su ritmo y su aventura variada, según pausas y precipitaciones y correcciones o sobreescritos. Acordemos que el único repertorio de dibujos sea el de las palabras. Ya no escribo; ahora las palabras que voy trazando son las huellas que deja una danza. Y entonces sólo puedo saber en medio de qué palabra (de qué gestación de su dibujo) estoy, pero no cuál es la próxima, ni retener cuál fue siquiera la anterior. Esto, visto desde el punto de vista de la inteligencia, que sólo percibe signos inteligibles: palabras. O sea, si veo palabras, no sé cuál viene ni cuál pasó; pero si lo que veo es una danza que deja un dibujo impreso, puedo acaso saber cuál es esa danza, conocer sus evoluciones. De hecho, eso mismo es la condición para que se dé el caso de que yo trace palabras movido sólo por la danza de mi mano haciendo palabras, sin cuidarme que lo que digo tenga sentido, ni siquiera que esas palabras formen frases. Porque ya si hay frases no es razonable sostener la inocencia de la inteligencia, como todavía lo es si sólo hay palabras sueltas, libres, despreocupadas de su asociación funcional con algún sentido. La inteligencia puede caber en una frase, no en una palabra. La inteligencia se manifiesta en la edificación de murales, no en la mera ostentación de sus ladrillos o cerámicos. Puede haber un criterio de composición (y un arte correlativo) distinto al de la inteligencia que va armando frases, cuya respiración es la frase y no la palabra, que se sabe con otra misión cumplida recién cuando cierra una frase y puede leer lo escrito, como quien sale a la superficie a tomar aire. Pero la frase, el hecho de que un grupo de palabras se confabulen para decir algo, eso sólo puede ser obra de la inteligencia. Sería una extraordinaria casualidad que justo hoy, en este escrito, por ejemplo, se registrara una coincidencia (y aun dos, tres, o tantas como frases tenga este divague) entre lo que una inteligencia podría haber dictado que se escribiera y lo que una danza de la mano en el papel trazó dejándose llevar por cierta armonía de los viajes por la hoja, que incluyen las evoluciones de la punta según los trazos y la pastosidad de la tinta y la presión sobre el papel, etc. Por supuesto, no es que sea imposible; es sólo altísimamente improbable.

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