Ceguera conceptual




De invisible a visible: el escape de aire disuelto en agua

1.

Mi primera experiencia de un concepto –que no es lo mismo que mi primer concepto– fue la frustración de no entender uno, de no ver ahí más que una palabra, no un sentido (como para el ciego de nacimiento la palabra rojo). Volvemos al drama de una palabra huérfana de referencia. Pero esta vez, en lugar de una hipótesis de sentido o una averiguación astuta, habrá una certeza equivocada sobre una sinonimia (que es también la igualdad de una definición).
Clase de Ciencias Naturales, sexto grado (11 años). Para explicarnos el concepto de disolución, la maestra había puesto un terrón de azúcar en un vaso con agua. “Desaparece”, le discutí. Ella me corrigió: “No, no desaparece. Se disuelve”. Yo insistí, señalando el vaso y agregando sinónimos de desaparece (“deja de estar”, por ejemplo). Ella insistió, sin sinónimos, pero negando cada uno de los míos. Creo que también me pedía que no me dejara engañar por los sentidos (que era como decirme que mi capacidad de abstracción estaba verde).
No recuerdo cuándo pude entender por qué decir que en ese vaso con agua se había disuelto el azúcar no era lo mismo que decir que había desaparecido. Ahí mi comprensión no llegaba al cambio de identidad (o de estado de una identidad), sino sólo a su mera pérdida (se queda sin ninguna: el terrón dejó de ser) o extravío (no sabe dónde está la que tiene, qué se hizo de ese terrón de azúcar –que bien podría reaparecer, como en un truco de magia).

2.

Mi ceguera para con el pasaje de ser de un modo visible a ser de otro invisible hacía que no lo distinguiera del pasaje de estar a no estar de algo –un terrón de azúcar– que sólo podía concebir de un modo visible. El ojo desnudo era el único método de detección que manejaba. Pero tal vez no hacían falta detectores más sofisticados, como los instrumentos que extienden el alcance de nuestros sentidos. Tal vez con el sentido del gusto habría bastado: de haber probado el agua tal vez habría sido el comienzo de una bonita amistad con el concepto que me venía siendo esquivo. Pero tal vez no, porque un líquido endulzado no me era una novedad: todas las mañanas desayunaba leche con azúcar. Tal vez no me faltaba conocer, sino conceptualizar: discernir.
Lo cierto es que falló la intelección necesaria para llegar a darme una idea de qué era eso que confundía con (igualando a) otra cosa que conocía, como en una hipótesis fallida; para llegar a distinguir esos dos pasajes, ver sus conceptos como tramas específicas de solidaridades. Para que los sentidos puedan engañar, lo engañado tiene que ser un entendimiento, alguna inteligencia, la de una interpretación que no evitó alguna trampa, algún espejismo de identidad.
No me faltaba interpretar, que es pasar de un dato a otro, cosa que hacía cuando de los datos que me daban mis sentidos (en ese vaso ya no hay azúcar –a la vista) infería una desaparición, un pasar de estar a no estar. Lo que me faltaba era interpretar bien.

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