El agravante



1.

La cosa empieza en la realidad y se continúa en mi imaginación.
El tren que me traía de vuelta a Floresta había llegado a la estación Caballito. Cuando arrancó lo hizo marcha atrás, con la lentitud propia de un arranque. Hasta ahí, uno divaga que el tren está tomando carrera o algo por el estilo, mientras espera que frene y se rectifique. Sin embargo, su actitud se prolongó en el tiempo; es cierto que el tren no aceleró, pero el plazo en que ese movimiento lerdo nos resulta simpático o tolerable ya se había vencido. La marcha pesada y trabajosa ya había incumplido su promesa de cesar y dejaba aun más lejos la de corregir el rumbo. La velocidad del retroceso ya no iba a ser menguante; se había vuelto sostenida, obstinada. En fin: la máquina parecía resuelta a volver a Once. La brillante sordidez de esa regresión se vio opacada —en mi imaginación, lo admito— por la sordidez de un detalle suyo: la lentitud con que se cumplía.
La gran mayoría de los que viajan desde Once a esa hora de la noche está volviendo de algún trabajo; nunca se desea y disfruta menos la situación de viaje que ahí, donde la mera llegada al lugar de descanso cobra un valor absoluto, excluyente. El cansancio, que es visible, los vuelve más vulnerables al fastidio, pero también les resta lucidez para defenderse de él. La estrategia se hace tosca y las prioridades de combate se alteran. Empieza a haber entonces pasajeros que se asoman por las ventanillas para gritarle al maquinista que acelere, resignados a repetir Once para llegar a Haedo. La injusticia agravada se conserva intacta en la segunda línea de combate, detrás del agravante.

2.

Cuando vimos venir el tren, hacía ya mucho que lo esperábamos en el andén de Caballito. Entre aliviados e indignados, nos acercamos como siempre al borde y ocupamos nuestros lugares para el abordaje. Pero esta vez el tren volvió a arrancar sin abrir las puertas, y no para adelante; empezó a retroceder lentamente, aunque sin interrumpirse. (Si colabora el cansancio suficiente, la frustración que se siente por la reversión de un suceso trivial y rutinario puede ser tan intensa como la que se siente por la no realización de un deseo intenso.)
La corrección del rumbo y del comportamiento (el regreso del tren, la apertura de puertas, la continuación del viaje al Oeste) pasó de ser un deseo de mínima a ser uno de máxima. Para los menos quebrados, el nuevo deseo de mínima era que el tren se detuviera, o al menos que aminorase la marcha regresiva; para los más, que la acelerase, resignados a que repitiera Once para subirse a la vuelta y llegar a Haedo (un Al mal trago darle prisa agravado). En este rango el agravante solapa el daño.

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