Luis XVI




          “Pensé... en el luis cuya efigie delató, cerca de Varennes, al fugitivo Luis XVI.”
          Del cuento “El Zahir”, de Jorge Luis Borges

No me mueve el afán revisionista de negarle el mérito de la captura de Luis XVI a esa moneda. Pero tengo razones para creer (o para imaginar) que su delación necesitó de ciertas condiciones para suceder.

No es extraño que nos resulte difícil reconocer a una persona que sólo hemos visto antes en una foto. Por caso, eliminemos dos circunstancias que disminuirían la dificultad: el aviso de que allí conoceremos a alguien que alguna vez hemos visto fotografiado y el hecho de disponer de la foto al momento de la búsqueda. Por un lado, no es lo mismo comparar la imagen precisa de una percepción actual con la imagen simplificada de un recuerdo, que comparar dos percepciones casi simultáneas (la de la persona que se mueve en frente de nosotros y la de su imagen fijada en un papel). Por otro lado, el estado de alerta en que nos pondría el aviso le restaría espontaneidad al encuentro; la expectativa nos aguza los sentidos, y en casos de alta necesidad puede resultar alucinatoria.
Alguna vez atribuí esa dificultad de reconocimiento al siguiente hecho. De una persona de trato cotidiano no guardamos una única imagen (la última o la primera, por ejemplo), sino una mezcla de todas las percepciones que de ella hemos tenido; o mejor aun: una imagen ‘promedio’ de las numerosísimas percepciones. Cierto es que las imágenes promediadas no tienen igual peso; las percepciones marcadas por algún afecto o desagrado participan con mayor volumen que las neutras (las del desinterés o la rutina, por ejemplo). Según esta idea, la probabilidad de identificación de una persona es proporcional a la precisión con que esté hecho su promedio. De aquella persona del ejemplo no poseo un promedio, sino una única imagen (la de su foto). Esa imagen es escasa, insuficiente, pero no es falsa: seguramente será similar a una de las tantas que durante el encuentro producirá mi percepción. Pero valerme de ella para reconocer a la persona en cuestión es tan difícil como distinguir un médano de otro por la imagen fiel de uno de sus granos de arena (permítaseme la exageración).
Sin embargo, hay una condición que facilita la cosa. Puedo reconocer a una persona cuyo rostro he visto únicamente en un retrato si la capto en la misma pose que tenía en el retrato. Imaginemos que eso sucedió con Luis XVI. Su efigie en la moneda lo mostraba de perfil, y de perfil lo mostró a sus captores el carruaje en que viajaba. En ese caso, Francia le debería la detención del rey fugitivo al diseño de ese vehículo no menos que a la moneda ilustrada.
Prolonguemos la conjetura. Es probable que la visión de perfil haya sido la primera que tuvieron de Luis XVI los hombres que lo descubrieron. Y si no fue así, tanto más les habrá costado reconocerlo. La primera imagen percibida es, siquiera por un instante, la única imagen que tenemos del individuo en cuestión. Si por alguna razón o por casualidad coincide con la única representación que disponemos de esa imagen, la asociación entre ambas es casi inmediata; si no coincide, la identificación se dificulta. Si el rey, además de disfrazarse de súbdito, hubiese condescendido a ser cochero, tal vez no habría sido reconocido: antes de mostrar su perfil delator, habría ofrecido a las miradas ángulos de su cara no registrados.

Imaginemos un relato cuyo narrador sea el propio Luis XVI. Él ha pensado en todo lo anterior camino a Varennes. Sabe que su perfil lo denunciará; para escamotearlo o siquiera para demorar su entrega a la visión de los republicanos, considera la alternativa de conducir el carruaje. Razones políticas lo han llevado a desertar del poder; razones morales lo llevan a rechazar la solución. Un rey exiliado, piensa, sigue siendo rey –sigue mereciendo el trono–; pero un rey que acepta rebajarse a cochero, aun haciéndolo para salvar su vida, pierde su dignidad y su derecho natural a la corona. Ha tolerado disfrazar su cuerpo de súbdito; patético y grandilocuente, se jura a sí mismo que no tolerará disfrazar también su alma. Inflamado por estos pensamientos, Luis XVI llega a necesitar e incluso a anhelar en secreto (o tal vez sin siquiera saberlo) el reconocimiento de sus perseguidores. Acaso por eso tampoco corrige el diseño del carruaje inclinando su cabeza para evitar el perfil. Se acercan a Varennes y sucede lo previsible, pero también lo deseado.

Hay 1 comentario:

chicoverde
29 de septiembre de 2008, 1:07

Una distinción: la dificultad para reconocer al Enrique XVI disfrazado de cochero no descansaría en que la percepción de frente fuera más temprana, si no en que las percepciones frontales serían más numerosas que las de perfil.
La persistencia del frente de Luis XVI para quien lo viera venir contrastada con la instantanea de su perfecto perfil al pasar efectivamente a su lado desplazan hacia la primera imagen el promedio de identificaciones visuales. O algo asi ¿no?

Pedir acuerdo en que la primera y la ultima percepcion son las mas persistentes es innecesario entonces para la argumentacion porque con lo concedido antes sobre los "promedios" en la percepcion visual ya alcanza.

Disculpame la impertinencia, no lo digo en tono de payada, pero es dificil seguirte siempre y quiero ver si puedo correrte un poco.


lixpsxi