La locura del acomodador



      «Instalados irremediablemente en la consistencia, podemos pensar sobre la inconsistencia, pero no inconsistentemente; podemos formular la acción inconsistente, pero no podemos perpetrarla; podemos superar una inconsistencia, pero no podemos resolver la contradicción que la suscita. Pensar o realizar una contradicción con nuestra lógica de tautologías es un despropósito semejante al de intentar señalar un rincón oscuro con el haz de luz de una linterna.»

      Antepenúltimo parágrafo de El juego del sentido.

1. Los fuegos fatuos

La locura del acomodador empezó cuando dio en creer que oscuridades corporizadas (no cuerpos en la oscuridad) lo desafiaban en el cine a que las señalara con su linterna. En la transición oscura que lleva al comienzo de la función y de la ilusión, los espectadores nos distraíamos viendo cómo el acomodador perseguía algo apuntando con su linterna en direcciones paranoicas. A veces se quedaba mirando el brazo de una butaca que se había quedado iluminando, con una expresión cansada, de frustración o decepción.
No escuchábamos las voces infantiles y burlonas que él escuchaba, pero lo veíamos claramente escuchar esas voces. Los tiempos de sus diálogos fantasmales eran perfectos. Debemos confesar que su alucinación llegó a ser tan poderosa que por un momento nos hizo dudar a cada uno si no sufríamos de una sordera selectiva y solitaria (en el siguiente grado de poderío se habría vuelto colectiva, y el acomodador habría alcanzado el rango de excepción lúcida del grupo, de visionario). Él, entonces, escuchaba y nos contaba.
Las oscuridades le prometían dejar de hablarle y de desafiarlo si él capturaba alguna con su linterna (decía que le canturreaban “Agarraaaame, agarraaaamee”). A veces ya no nos contaba lo que hablaban, porque se quedaba atorado en alguna discusión de la que de pronto nos veíamos asistiendo a una mitad, como una media charla telefónica. Así, por la mitad que escuchábamos y por lo que él nos contaba después, pudimos reconstruir algunos de esos diálogos. Eran de este estilo:
—¿Estuve cerca?
—¿Importa? No me alcanzaste.
—La próxima te alcanzo.
—Eso dijiste la anterior.
—Eso no prueba nada. Puedo alcanzarte la próxima.
—No, no prueba que no lo puedas lograr. Pero también es posible que se trate solamente de una esperanza que tiene de resistente lo que tiene de negadora.
—Un mal cálculo persistente, en todo caso. Acercar me acerco, cada vez. Me equivoco en cuánto, cada vez, y entonces no acierto cuándo y dónde iluminar. Pero un historial de errores no me condena a que la próxima iluminada no te acierte, a vos o a alguna.
—Eso depende de a qué se deba ese historial. Si compraste una fábrica de errores no vas a hacer otra cosa.
—Si es que la compré. Ahora probame que la compré.
—No hay apuro. Antes me debés tu prueba de que podés llegar por sucesivas aproximaciones —concediéndote que las consigas— a apuntarme con tu linterna, es decir, que tu predicción de “La próxima te alcanzo” puede ser certera alguna vez. En todo caso, esto habría que haberlo discutido antes, y no lo hicimos. Entraste directamente a discutir cuánto te habías acercado, cuánto podrías acercarte la próxima vez, según la evolución de tus marcas, y finalmente cuánto se acerca la probabilidad de acertar.
—Acepto que no estuvo, no que se lo necesitara. Estaba presupuesto en discutir qué probabilidades de ser certera tenía mi predicción.
—Pero con esa presuposición tan económica estabas presuponiendo que tu acierto era probable en algún grado, que sólo restaba saber cuál. Eso es sabotaje contra el otro competidor, casualmente el caso adverso a tus esperanzas y tentativas, al sentido de toda tu acción; me refiero a la opción “La predicción no puede ser certera”. La pregunta capciosa hace que no califique para la competencia donde se espera que mida fuerzas con la opción opuesta, y encima y entonces se la declara perdedora. Como en un pliego de licitación hecho a medida, en la competencia “Qué tan cerca voy estando de acertar mi predicción de La próxima te alcanzo”, el único que puede participar y ganar es el contradictor que en la previa dice “La predicción puede ser certera”. El otro participante no podría evitar cometer una inconsistencia: si digo que la predicción no puede ser certera, no tiene sentido preguntarme si te acercás y por cuánto a tu primera captura.
—Aun aceptando todo eso, el argumento descubre a un tramposo, no a un perdedor, ni hay por qué pensar que la víctima de mi trampa sea un ganador malogrado. Puedo llegar a admitir que la competencia estuvo viciada; pero no que se le arregle el resultado inverso al que obtuvo la trampa. Si se premia con el puesto a la opción que desfavorecí, o de ese modo se me castiga, nada de eso tiene fuerza argumental: el que yo haya hecho trampa en contra de “La predicción no puede ser certera”, no demuestra que el puesto deba ser para ella, o sea, que la predicción no puede ser certera. ¿En qué se apoyaría una imposibilidad de mi éxito predictivo, de mi primera captura de una oscuridad corporizada?
—En que en vez de que sea difícil pero cada vez más probable lograrlo (según tus méritos), es directamente imposible (y cada vez igual de vano intentarlo). Suponés que lo que te separa de una captura es más práctica, en lugar de una imposibilidad lógica, conceptual, que en este caso a su vez ilustra la imposibilidad de perpetrar una contradicción con nuestro juego de tautologías.
—¿Qué contradicción, qué imposibilidad?

Como puede verse, la lucidez que él no tenía la tenían sus oscuridades. (A veces nos cuidan nuestros fantasmas.) Esto era lo más que el acomodador llegaba a acercarse a comprender el despropósito de sus intentos; pero en este punto siempre algo pasaba y todo se diluía. Su concentración tampoco era óptima: durante todo el debate, cada vez que el acomodador escuchaba a la oscuridad que le razonaba, aprovechaba para orientarse e intentaba asestarle un rayo de su linterna; la fugitiva infalible ni siquiera le protestaba la deslealtad.
Las discusiones, con todo, no fueron vanas. Es cierto que en ninguna el acomodador alcanzó la persuasión, pero la fuerza acumulada y machacante de todas lo fue preparando para lo que finalmente ocurrió, cuando tuvo de pronto la epifanía de estar persiguiendo un imposible; vio por primera vez el contrasentido de señalar una oscuridad con la luz de su linterna. No fue convencido por algún argumento de las oscuridades, insisto; la corriente de varios lo indujo hacia ahí sin que lo notara, dirigió su atención hacia ese pensamiento que ninguno pudo hacerle deducir, y entonces entendió la fatuidad de esos fulgores.
El resto se precipitó en cadena: de inmediato abandonó la creencia de poder acercarse a su primera iluminación certera, junto con la creencia en la existencia de los blancos que su linterna abandonaba. Así, las oscuridades burlonas se desrealizaron como dioses caídos en desuso. Para todos, incluido él, fue como si el acomodador se hubiese curado.

2. Repercusiones

La reacción de la gente estuvo dividida. Algunos pensaban que el acomodador no había vuelto indemne de la locura, que tal vez se mantenía latente. Otros, por el contrario, pensaban que la cordura recuperada había salido fortalecida, siguiendo el aforismo de Nietzsche; las cicatrices eran mera estética o legajo. (Argumentaban en paralelo: consideremos un tipo —decían— que pudo resucitar y otro que nunca tuvo que morir hasta el momento; si tuviéramos que apostar por uno de ellos para ver cuál puede ser inmortal, elegiríamos al que mostró que la muerte no le estropeó esa posibilidad —lo cual no es nada definitivo—, no al que todavía no mostró nada, al que todavía no se batió con la muerte —lo cual tampoco es nada definitivo, pero es más débil—.)
Otros dijeron que la cura les causaba cierta desilusión. Para ellos el acomodador había sido un héroe que se mantuvo inmune a la contradicción, que no la vio o la atravesó o la vio desnuda, sin los poderes que la esconden en su centro inalcanzable, etc., entre otras ropas finas del hecho desnudo de que no supo reconocerla. Todo esto hasta que se curó o lo curaron (tal vez con algún complot de los agentes de nuestra lógica de tautologías), y la contradicción lo sumó a sus detractores (para que la contradicción haga eso, debe estar siendo manipulada por una tautología del sistema).
Otros invirtieron el paraíso, que pasó de perdido a encontrado. Trazaron un extraño paralelismo cruzado, un quiasmo de actos y consecuencias: así como Adán y Eva alcanzaron con la fruta prohibida el conocimiento del bien y del mal que los vistió para siempre, el acomodador alcanzó con la cura el conocimiento del bien y del mal lógicos, el discernimiento de la contradicción, que volvió a vestir de una censura sensata. En esta corriente de opinión se celebraba pragmáticamente lo mismo que se lamentaba idílicamente en la anterior.
Otros, finalmente, celebramos la recuperación del acomodador prescindiendo de ese pase de manos mitológico. No hay locura que no blinde a su víctima con unas hipótesis sobre el mundo que le podrán resultar ruinosas al momento de entrar en acción. Interactuar con el medio confundiendo una imposibilidad con una dificultad, por ejemplo, sobre la que encima se erige el ideal de superarla, es una rutina perfecta para producir fracasos quiméricos y fuegos fatuos, como los que agitaban en el cine al acomodador burlado. Esa confusión lo acercaba al Quijote, que ve gigantes en molinos de viento, pero sobre todo a los personajes de la tragedia kafkiana, que se consumen esperando o intentando un imposible (recordemos al Joseph K de El proceso y su miniatura campesina del relato incrustado “Ante la ley”; o al mensajero imperial que se abre camino y el súbdito remoto que espera su mensaje, en “Un mensaje imperial”).
En todo caso, no es bueno manejarse con datos como los que manejaba el acomodador. A despecho de aquellos románticos de la locura, cuando el acomodador llegó a ver que una contradicción hacía imposible y vana esa cacería de sombras en la oscuridad, perdió en literatura lo que ganó en adaptación al medio, al revés que el trastornado Alonso Quijano.

3. Epílogo: la lógica y la adaptación al medio



Fragmento del documental de la BBC (2004) "El camino de la vida" ("Journey of Life"), episodio 1, "Océanos de vida" ("Seas of Life").
El argumento del duelo entre el acomodador y sus perseguidas supone una locura más peligrosa que la de alucinar esas sombras parlantes en la oscuridad o escuchar voces. Y es más peligrosa porque consiste en no ver tan luego una contradicción, cuya detección y elusión es la ley primera de cualquiera que necesite tener una idea de lo que se le acerca cuando se mueve hacia algún lado en un medio simbólico, en un universo de nociones. No registrar una contradicción es por regla menos adaptativo que registrarla; la desventaja puede incluso costarnos la vida, como colgar la dama le puede costar la partida a un ajedrecista mediocre o distraído. Lo más probable es que nos hubiéramos extinguido si hubiésemos utilizado como herramienta básica para la elaboración de imágenes o hipótesis sobre el mundo con el que interactuamos una lógica que, en lugar de descartar las que son contradictorias, no las viera o incluso las adoptara (una lógica inversa, en la que la contradicción fuera la ley y la tautología su deformación monstruosa). Por muy ajena que parezca a la idea de evolución, la lógica también es tributaria de una adaptación de la especie al medio y sus exigencias, no menos que el cerebro que la usa y formula.

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