Dos distracciones



Pongamos a un voluntario en una caja que se mueva. En dos momentos diferentes, uno antes y el otro durante el viaje, nuestro voluntario no sabrá dónde está. Los efectos y las implicaciones de esas dos distracciones son el tema de lo que sigue.


I




La fantasía de ser amo de un genio-esclavo que cumpla nuestros deseos se cumple mecanizada en autómatas que hacen eso cuando trabajan para nosotros (el mantenimiento que les hacemos es reciprocidad: “al servicio del transporte vertical”, que está al servicio nuestro, para transportar personas y objetos a o desde sitios elevados tomando el camino más corto). Esta definición del funcionamiento de un ascensor necesita y presupone que no se haya cometido la única imposibilidad inscripta en sus requisitos de viaje, su único absurdo. O sea: necesita que haya en su reglamento una imposibilidad, para ser consistente, y que se la evite, para poder funcionar. Como en el epígrafe vemos un ascensor viajando, sabemos que se la evitó; nos queda ver qué posibilidad le impediría (y le habría impedido) viajar, funcionar.

Entre otras cosas, un ascensor es una máquina de cumplir deseos. El menú de lo deseable, mucho más reducido que el de un genio, lo da el tablero: puede cumplirnos el deseo de ir a cualquier piso de la lista, excepto necesariamente uno, que es aquel en el que estamos. Apretar PB estando en PB para el ascensor es una orden que no tiene sentido: un deseo que no puede cumplir porque ya está cumplido (en rigor, nunca existió la necesidad de cumplirse ese deseo ni de desearse ese itinerario); ya es una realidad, no una posibilidad. Lo que puede pasar va de lo que tiene sentido a lo que tiene alguna probabilidad de pasar, de ínfima a abrumadora. Apretar PB estando en PB ni siquiera alcanza ese piso de posibilidad.
Por una parte, esta lógica del ascensor, con esa exclusión o imposibilidad inscripta, es la misma que la del desear (o, más precisamente, de hacer que se cumplan los deseos como si fueran órdenes, para seguir con el simulacro de los vendedores). Cumplir un deseo es hacer pasar un evento de posible a real; por definición, ese pasaje no es posible cuando pretendemos partir de lo que debería ser su meta (lo real), como cuando confundimos el piso de destino con el de origen en el ascensor, que no responde. Por otra parte, la parálisis de algo diseñado y programado para ser movido es el indicador de un error nuestro, una falta grave de saber: por un momento, no sabemos dónde estamos y le damos al ascensor como destino del viaje el origen del viaje. En la confluencia de ambas partes, desear lo que se sabe o se cree que va a suceder, que sucede o que ha sucedido, tiene tanto sentido como en un ascensor el desear ir al piso en el que ya estamos. El ascensor y el discurso quedan igualmente inutilizables en esas condiciones, con esas jugadas contradictorias. Entre otras cosas, eso es no tener sentido: no producir un hecho nuevo, como el de ir a un destino, por ejemplo por no distinguirlo de uno conocido (o sea, por no reconocer), como con el punto de origen de ese ir.
Marcar PB estando en PB equivale a pedirle al genio de la lámpara que no me cumpla ningún deseo, siendo ése uno. La paradoja, la inconsistencia, es ante todo una imposibilidad de funcionamiento de un juego; en la contradicción no hay acción porque ése es su punto ciego, su acción imposible, su límite irrebasable.

Avancemos a los corolarios de esta primera distracción.
El efecto de todo deseo, cuando lo tiene, es una modificación del curso de las cosas, para suscitar una o para evitar otra (se puede desear realizar, evitar, revertir o revocar algo, según sea algo futuro, presente o pasado). Con el potencial de desear y hacernos cumplir los deseos, no nos limitamos a registrar el inventario de piezas y hechos cuya trama y secuencia forman el mundo y su devenir (en español, selector verbal en Modo Indicativo), sino que agregamos la posibilidad de incorporar nuevas piezas y nuevos hechos al inventario y la historia, o de alterar los que ya están (selector verbal en Modo Subjuntivo). Para eso, necesitamos saber cuáles no son nuevos, como el ascensor necesita saber dónde está. (En rigor, lo que el ascensor no nos ofrece como opción es transportarnos al piso donde registra estar, esté o no equivocado: si le hiciéramos “creer” que estamos en el piso 18 estando en PB, tampoco nos transportaría al piso 18.)
Insistamos. El que sabe o cree que ha ocurrido algo (dato de la posibilidad realizada), que está ocurriendo algo (evento actual y en curso), que ocurre algo de manera habitual o general (previsibilidad vigente), o que va a ocurrir algo (predicción adoptada), no va a ponerse a desear que haya ocurrido, esté ocurriendo, ocurra habitual o generalmente, o vaya a ocurrir exactamente eso. No se procura ni se desea lo mismo que se sabe o cree, sino aquello que no (o que se sabe o cree que no): lo que falta, no lo que hay. Cada evento que se sabe o cree es un evento ausente en el menú de los disponibles para ser deseados (ese menú es como la piel de Zapa, que se achica con cada deseo que cumple, con cada posible que realiza). En el mejor de los casos, esas ausencias nos ahorran padecer temores; en el peor, nos privan de tener esperanzas.*


¿Pero qué sucede cuando las certidumbres fallan y nos vemos arrojados a una incertidumbre súbita para el resto del viaje, o cuando directamente nos descubrimos necesitados y carentes de una certidumbre con la que prepararnos para un cambio inminente? Hasta ahora hemos hablado de los cambios que, vía deseos e intervenciones, podemos hacer o desechar para mejor adaptarnos a nuestro medio. Ahora vamos a hablar de los cambios del medio a los que necesitamos adaptarnos.


II




El que se desplaza por sus propios medios (ya sea que camine, corra, salte, gatee, repte, nade o trepe) tiene una relación tan íntima con los cambios de inercia que experimenta, que sabe o cree decidirlos y administrarlos, en el ejercicio de lo que llama libre albedrío o voluntad. Si va al kiosko, mantiene una caminata dos cuadras y la detiene frente a su destino, no que la caminata se detiene y él se entera, temprano o tarde para prepararse para el cambio de inercia. En cambio, ése puede ser el caso del que es transportado por un medio al que debe comandar (un triciclo, una bicicleta, un bote, un auto, un avión, un ascensor).

La última luz no evanescente que llenó ese interior fue la del palier de la Planta Baja, cuando dejé abierta la puerta del ascensor para poder ver qué botón marcar. La oscuridad interrumpida por destellos no impide que sepa por qué piso voy, porque el indicador luminoso del tablero funciona, e incluso es más visible en esa oscuridad. Pero entonces mi mirada está siempre detrás de la pantalla por la que veo lo que filmo. En el movimiento de cámara que hago paso en un momento por el tablero luminoso y veo que vamos por el piso 13 y luego 14, vuelvo al techo espasmódico y luego a la abertura de la puerta del ascensor, por donde veo pasar hacia abajo sucesivos pasillos con ventanas de una columna de vecinos. ¿Cuántos pisos hubo entre volver a filmar el techo y pasar a filmar el paisaje del viaje? A esos pisos debo sumarles los que llevo filmados y restarle el resultado a 18, si quiero prever la llegada para poder disponer mi cuerpo al cambio de inercia de esa detención, como hacemos normalmente cuando vamos mirando en el tablero por qué piso vamos.
La incertidumbre es sufrir una falta de saber, no meramente tenerla; es la tensión entre el desenlace o la continuación que deseamos que suceda y el desenlace o la continuación que no sabemos cómo será (ya sea porque no preexista a su suceso –imposibilidad existencial– o porque preexista, como en un “está escrito”, pero no sepamos leer su lenguaje –imposibilidad cognitiva–). Si quiero saber y no sé cuál es ese número a sumar de pisos no registrados entre el último mostrado por el tablero y el primero filmado, puedo creer que el próximo piso puede ser el último, aunque vaya ya por la tercera o incluso cuarta desmentida y renovación de expectativas, que no es un gasto menor de energías. O puedo resignarme a procesar el cambio de inercia tarde, una vez producido, gastando mucha energía en el breve tiempo de una urgencia (la energía contenida y liberada por un shock, que a esa escala es poco ruidoso).

Menos indiscriminadas son las expectativas de una certidumbre, aunque no por eso infalibles. En el mejor de los casos, si la certidumbre no yerra, el costo energético del cambio de inercia programado es el menor posible: mi cuerpo estuvo bien preparado para recibirlo, como el del que sabe a qué velocidad y en qué dirección bajarse del subte o del tren aún en movimiento.
Si la certidumbre yerra, o bien el ascensor paró antes de lo que esperaba (se llama sorpresa) o bien paró después (en castellano la frustración de esa expectativa desincronizada no tiene nombre). Como sea, el gasto ya no puede ser mínimo: acaba de desperdiciarse una preparación, anticipada o superada por la realidad externa del ascensor. Y si el viaje sigue hay que gastar otra preparación o resignarse a absorber el impacto tarde. No ocurre lo que espero que ocurra en el momento en que espero que ocurra (tampoco antes): estimé mal el tiempo restante y el ascensor no paró cuando yo esperaba porque íbamos por el piso 17 (al menos; y peor cuanto más lejos del 18). Tardo en dejar de esperar que ocurra ahí la llegada lo que tardo en empezar a procesar lo que efectivamente ha ocurrido; mi cuerpo se queda armado para un cambio que no fue.
Diseccionemos la situación. En un primer momento, el cambio de inercia no llega cuando lo espero. En un segundo momento, llega en un turno sobre el que no tenía mayores expectativas que sobre cualquier otro ulterior, no siendo por su proximidad al turno al que apuntó mi certidumbre errada. Esto equivale a decir que la certidumbre no se derrumba de golpe: languidece, se diluye. Los restos de la confianza y la expectativa en el turno que no fue los hereda el que le sigue, no uno más alejado; y lo mismo vale para el heredero. La frustración hizo que todo turno posterior se volviera sospechoso, con el máximo de expectativas en el inmediato de turno. Cada turno (cada piso) que pasa sin ser el del cambio de inercia alarga el error, agrega una medida más al pifie de aquella certidumbre.
En el primer momento recibimos de repente la mala noticia de haber estado desincronizados con nuestro medio (desadaptados). En el segundo, la buena de no haber pagado por ello un precio alto.


III


En los corolarios de las dos distracciones, vuelvo a interesarme en la red conceptual que forman saberes, creencias y deseos (y las acciones basadas en deseos que tenemos para nosotros o para otros).
El saber algo nos exime de creerlo y nos impide no creerlo: si sé que las cortinas son verdes, no necesito creer que son verdes (en certeza, creer es más débil que saber...) ni puedo no creer que son verdes (...y no creer –descreer– es más débil que creer). Para decirlo de otra forma: la creencia de que sucede, ha sucedido o sucederá X es superflua para quien sabe que sucede, ha sucedido o sucederá X; y su negación o carencia es contradictoria con ese saber. Si , no puedo no creer ni necesito creer. O también, si se prefiere: hay una imposibilidad por innecesidad (no tiene sentido creer lo que sé porque nadie necesita una dosis de confianza menor a la que ya tiene por saber...) y una imposibilidad por inconsistencia lógica (...ni tiene sentido no creerlo porque me contradigo cuando me declaro escéptico de lo mismo que afirmo saber).
Si no sé, puedo o creer o no creer. Tener una creencia implica no tener un conocimiento: si creo, es porque no sé. Pero no a la inversa: no tener un conocimiento no implica tener en su lugar una creencia, porque puedo no saber y tampoco creer; tener la creencia es una opción, junto con no tenerla. Si no la tengo, además de no tener el conocimiento, entonces esa doble carencia o es algo que comunico en mi acto de lenguaje (expreso un descreimiento, manifiesto una desconfianza en un hecho: no confío que sea cierto = no creo que sea así) o es algo que mi acto de lenguaje implica (por ejemplo, desear que llegue a pasar, esté pasando o haya pasado X implica que ni sabemos ni creemos que llegue a pasar, esté pasando o haya pasado X).
Detengámonos en el último caso y su ejemplo. La asimetría entre el creer y el no saber se reedita ahora entre la negación de ambos y el desear. Por un lado, si deseo, es que no sé ni creo, pero no a la inversa: puedo no saber ni creer y, en lugar de desear, limitarme a expresar –con un no creo que– esa insuficiencia para arriesgar algo, esa carencia doble de certeza por conocimiento y de confianza por creencia. Por otro lado, si sé o creo que X, no voy a desear que X; pero no a la inversa: puedo no desear que X porque me es imposible (si sé o creo que X, que todavía es algo que puedo decir) o porque me es indiferente, aunque no sepa ni crea que X (simplemente, no digo nada: ni una expresión de conocimiento o de creencia ni una expresión de deseo o una que implique deseo –como pedir u ordenar, donde lo deseado es para mí, o como recomendar o aconsejar, donde lo deseado es para otro).

Con los saberes y las creencias componemos un simulador de interacción con el medio. El deseo es la instancia más básica –o más remota– de una intervención en el medio, algo más que hacerle descripciones, retratos, relatos, predicciones, etc., o sea, algo más que observar y recabar información (hacer inteligencia) para guardarla o comunicarla. La instancia más cercana de una intervención en el medio es un hacer que pase algo (...hacer ir al ascensor al piso 18); la siguiente, un pedirlo u ordenarlo (...apretar el botón para...); al fondo, un desearlo (experimentar el impulso de...). Más allá –o más acá–, un saber que ése no es el caso (que no estamos ya en el piso 18) y un saber cómo hacer para que lo sea (registrar que necesitamos apretar el botón para hacer ir al ascensor al piso 18).

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