Sacha, el perro guardián





La rutina

Durante un mes de verano, tres veces por semana X iba a la casa de un amigo que estaba de vacaciones y les daba de comer a sus gatos. El departamento quedaba al fondo de un largo pasillo. Unos cuatro metros antes de llegar había otra puerta sobre la derecha, que en verano los vecinos siempre dejaban abierta. De ese departamento salía un pequeño pero ruidoso perro cada vez que X ponía la llave en la puerta de calle. Sacha (tal era su nombre) corría ladrando hacia X, se detenía a un metro, y a partir de ahí precedía su caminata manteniendo la distancia y los ladridos. Acompañaba a X hasta el territorio que protegía y desde ahí, fijo y tenso, lo veía abrir y cerrar tras sí la puerta del fondo. A esa altura los ladridos disminuían en densidad e intensidad; Sacha los mantenía en el aire, pero ahora más para recordar su función de perro guardián que para ejercerla.

El caso

Una vez, X puso las llaves en la puerta de calle y Sacha no salió. Al entrar, hizo todos los ruidos habituales que había hecho las otras veces: ruido de llaves que se chocan entre sí, de cerradura molestada, de puerta de hierro que se abre y que se cierra, etc. Caminó pisando fuerte, para anunciarse o como para dejar en claro (¿a quién?) que la ausencia de Sacha no se debía a ningún sigilo suyo. Poco después ya podía ver la puerta abierta de los vecinos y escuchaba como siempre el rumor de la TV, pero Sacha no aparecía. Mientras pasaba por su tramo de pasillo, X temió que lo atacara desde tan corta distancia. Pero lo superó y llegó hasta la puerta de su amigo sin oír ladrar.
Recién cuando la llave sonó en la cerradura Sacha salió de repente hecho una furia (en la escala que su tamaño le permitía). A la distancia de rutina, se dedicó a ladrarle a X con toda la energía de la que era capaz. Lo inusual de su vehemencia hizo que la dueña saliera a ver qué pasaba. Cuando la señora vio que el destinatario de la bravata era el habitual X, miró extrañada a Sacha, volvió a mirarlo a X (no fuera cosa que su primera visión la hubiera engañado), y otra vez al perro, sin saber qué pensar. Finalmente encontró para sí una explicación y la compartió con X: “¡Es que es un perro tan guardián...!”.

La especulación

Comparto la que encontré para mí. Sacha se relajó aquella vez en su función de perro guardián; simplemente, salió demasiado tarde, con sus áreas de vigilancia y de protección ya atravesadas por el visitante profesionalmente sospechado. Para sobrecompensar la falta, Sacha exageró su ferocidad. Su argucia parece sencilla, elemental, rudimentaria (no olvidemos que es un perro, después de todo). Pero le bastó para convencer a su dueña, que era el único ser de los que compusieron la escena a quien realmente le podía importar convencer.
Por su parte, tal vez la señora sintió más necesidad que convicción en ese trance de perplejidad y abrazó una creencia que le permitió no zozobrar, zafar de la no comprensión. O tal vez resolvió indulgentemente hacerse cómplice y lo que dijo no estuvo destinado a los oídos de X, sino a los de Sacha, como si en verdad le dijera: “Está bien, Sacha, podés volver a casa. No importa que no seas el perro guardián de otras épocas; también yo estoy envejeciendo.”

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