Engaños



1.

Uno puede confiar en algo porque lo sabe o porque, no sabiéndolo, al menos lo cree.*
En castellano ponemos el verbo en Modo Indicativo sólo cuando se da alguna de estas dos confianzas. Pero si no tenemos ni el conocimiento ni la creencia, pasamos al Modo Subjuntivo: No creo que la bataraza haya puesto un huevo. Por defecto, en Indicativo afirmamos lo que sabemos, y entonces es innecesario que explicitemos que eso es lo que hacemos al hablar: el saber La bataraza puso un huevo no necesita anunciarse con un Sé que... En cambio, para afirmar lo que no sabemos pero creemos, necesitamos explicitar que es una creencia lo que estamos sosteniendo –Creo que la bataraza puso un huevo–; de otro modo, no podríamos diferenciarla de un saber.
Esas confianzas deciden una voluntad; decidimos cursos de acción y sufrimos reacciones según en qué confiamos que hay, hubo o habrá (o pasa, pasó o pasará, o es, fue o será).
Ganarse una confianza de esas es estratégico en el juego social de las interacciones; puede lograr atraer lo deseado o desviar lo indeseado, por ejemplo. La confianza mínima es el objetivo de mínima, la suficiente para ser usada en una decisión; es el objetivo de hacer creer.
Una verdad no es necesario que me la hagan creer; puedo creerla solo. Si se van tomar el trabajo de hacerme creer algo, lo más probable es que sea una mentira. Si es una verdad, es más probable que yo crea que me quieren hacer creer algo a que realmente me lo quieran hacer creer. Pero sólo más probable, como sabe cualquiera que haya jugado al truco, por ejemplo, donde engañar con la verdad está entre las proezas más preciadas.

2.

En El chiste y su relación con el inconsciente (“3. Las intenciones del chiste”), como ejemplo de la clase de chistes que llamará “escépticos”, Freud cuenta este:
Dos judíos se encuentran en un vagón de un ferrocarril de Galitzia. «¿Adónde vas?» pregunta uno de ellos. «A Cracovia», responde el otro. «¿Ves lo mentiroso que eres? –salta indignado el primero–. Si dices que vas a Cracovia, es para hacerme creer que vas a Lemberg. Pero ahora sé que de verdad vas a Cracovia. Entonces, ¿para qué mientes?».

Acto seguido, lo comenta:
Esta graciosísima historieta, que demuestra un gran ingenio, actúa claramente por medio de la técnica del contrasentido. ¿De manera que el judío se ve acusado de mentiroso por haber dicho que va a Cracovia, término efectivo de su viaje? Este enérgico medio técnico –el contrasentido– se halla, sin embargo, apareado en este caso con una técnica distinta, la exposición antinómica, pues conforme a la no rebatida afirmación del primero, el segundo miente cuando dice la verdad y dice la verdad por medio de una mentira. El más serio contenido de este chiste es, sin embargo, la interrogación que abre sobre las condiciones de la verdad: señala nuevamente un problema y aprovecha la inseguridad de uno de nuestros usuales conceptos. ¿Decimos verdad cuando describimos las cosas tal como son, sin ocuparnos de cómo el que nos oye interpretará nuestras palabras? ¿O es ésta tan sólo una verdad jesuítica y la legítima veracidad consistirá más bien en tener en cuenta al que nos escucha y procurarle un fiel retrato de su propio conocimiento?

Compongamos un personaje para la ocasión. Siempre que miente, X finge, como todos. Pero además finge siempre que no miente: no puede decir algo cierto sin fingir estar mintiendo. En el primer caso, X nos quiere hacer creer que dice la verdad; en el segundo, que miente. En ambos, nos quiere hacer creer lo inverso de lo que debería (al menos, si suponemos o acordamos que uno no debe vender pescado podrido ni dejar de vender fresco).
El segundo es también el caso, por ejemplo, del judío del tren tal cual lo entiende el escéptico: un tipo que le quiere hacer creer que va a otro lado distinto del que le dice que va, que es al que realmente va. Si le imaginamos ese propósito, el mendaz estaría ocultando su destino con un truco de mayor evidencia aun que el de la carta robada.
Ésta se limitaba a no esconderse, a mimetizarse. Para la suspicacia del escéptico, el destino de ese viaje va más allá: se exhibe, es la respuesta ofrecida. Pero él cree adivinar que el otro está queriendo (intentando: fingiendo para) hacerle creer otra cosa que la que dice, que es la que debe creer. La sospecha se solidifica pronto en certidumbre y denuncia la maniobra con tono resolutivo y triunfal; llega a lo mismo que le dice su interlocutor, sí, pero habiéndolo desenmascarado. Para él, es como si un tal C se disfrazara de C para hacernos creer que debajo hay otro, cualquiera menos C, tal vez justo L (o necesariamente L, si las opciones son dos y el hombre o va a Cracovia o va a Lemberg).
Un desenmascaramiento más clásico es el que cree estar haciendo el que desconfía de los fueros humorísticos y denuncia la veracidad de lo que se dice en broma: Me decís que eso no (me) lo decís en serio, cuando en realidad sí; o también: Me decís que eso es en broma para que yo crea que es en broma, cuando en realidad es en serio (diseñada como el desenmascaramiento del escéptico, la situación se vería así: Me decís que es en serio para que yo crea que es en broma, cuando en realidad es en serio).

3.

Lo que en nuestro X es una definición de personaje, una condición que rige su comportamiento, en el mentiroso que alucina o que desenmascara el escéptico es un recurso de ocasión, una salida al paso para evitar dar un dato (y con la originalidad de no evitar decirlo ni ofrecerlo, en vez de disimularlo).
Si lo alucina en lugar de desenmascararlo, en esa primera vuelta de tuerca (o pirueta hermenéutica) empieza el delirio paranoico del escéptico profesional.

4.

Con el remate que tiene, el chiste puede serlo tanto por lo retorcido de un mentiroso (que «miente cuando dice la verdad y dice la verdad por medio de una mentira») como por lo retorcido de un desconfiado (que está convencido de que le mienten incluso cuando le dicen la verdad). Si bien Freud se inclina por la primera gracia (el remate es una «no rebatida afirmación»), en la oración siguiente procura superar el dilema pasando a otro mayor: «¿Decimos verdad cuando describimos las cosas tal como son, sin ocuparnos de cómo el que nos oye interpretará nuestras palabras? ¿O es ésta tan sólo una verdad jesuítica y la legítima veracidad consistirá más bien en tener en cuenta al que nos escucha y procurarle un fiel retrato de su propio conocimiento?».
Para ser más precisos, no es que Freud haya dejado de creer que hay un mentiroso extremo en lugar de un desconfiado extremo; pero ha pasado de la «antinomia» que entrelaza dos términos antitéticos (verdad/mentira) al análisis que sugiere distinguir dos nociones de verdad, la «jesuítica» y la «legítima». Hecha la distinción, el «enérgico medio técnico –el contrasentido–» debería perder fuerza: los términos asociados dejan de ser inasociables y de chocar contradictoriamente.

5.

“Yo no te voy a decir una cosa por otra”, escucho en el colectivo que le dice un padre a su hijo recién ennoviado como introducción a una frontalidad inminente. Si se cambia “decir” por “hacer creer”, quedan incluidos los casos como el del mentiroso que «miente cuando dice la verdad y dice la verdad por medio de una mentira». Y si acá se hace la sustitución de “miente” por “hace creer (una cosa por otra)”, la paradoja se disipa: “hace creer una cosa por otra [que va a Lemberg en lugar de ir a Cracovia] cuando dice la verdad [que va a Cracovia] y dice la verdad [que va a Cracovia] haciendo creer una cosa por otra [que va a Lemberg en lugar de ir a Cracovia]”.

6.

En el mentir es posible distinguir un intento (fingir) de un logro (hacer creer). La correspondencia entre el dicho y el hecho (la «verdad jesuítica») puede ser una herramienta del mentir, pero no es la mentira misma. La mentira es un uso que se hace de esa herramienta, que siempre es el uso –de una correspondencia o de una incorrespondencia– para hacer creer una cosa por otra. Y si en lugar de un hacer creer hay un creer una cosa por otra, en vez de un engañar hay un engañarse o un ser engañado.

Así como levantarme es levantarme yo solo, sin que nadie me levante, ni otro ni yo a mí mismo, engañarse es engañarse uno solo, sin que nadie lo engañe, ni otro ni uno mismo. En la escena de un engañarse no hay un agente y responsable del engaño: las dos posibilidades del rol –u otro o uno mismo– están bloqueadas. Lo que queda es alguien de quien se puede decir que experimenta el engaño, que está engañado, pero no cómo llegó ahí, si se puso a sí mismo en ese estado o si lo puso otro.
Si lo hubiera puesto ahí otro, en lugar de un engañarse tendríamos un ser engañado (por ese otro). ¿Pudo haberse puesto a sí mismo ahí? Forma parte del engaño el no ser advertido, disimulo difícil de lograr cuando el engañador es el mismo que el engañado: si yo, el engañador, sé que hay un engaño, yo, el presunto engañado por mí mismo, no puedo no saberlo (puedo negarlo u olvidarlo después, no durante). Luego, si sé que me estoy engañando a mí mismo, es que no lo estaré haciendo muy bien, aun cuando lo esté haciendo lo mejor que pueda (o sea, al máximo de lo que la lógica me deja, lo que no impide que psicológicamente pueda ser suficiente). No es algo que dependa de mis capacidades: simplemente no se puede ser el cazador y la presa en la misma cacería (si «la lucha es de igual a igual contra uno mismo, eso es» empatar, que no es cualquier forma de demorarse).

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