Como comodines



1.



Futurama, “Un cíclope a la medida” (S02E09).

«Heráclides Póntico refiere con admiración que Pitágoras recordaba haber sido Pirro y antes Euforbo y antes algún otro mortal; para recordar vicisitudes análogas yo no preciso recurrir a la muerte ni aun a la impostura.»

En “La lotería en Babilonia” (Jorge Luis Borges, Ficciones, Emecé, Buenos Aires, 1994, p. 84).


«Sabía que en un plazo infinito le ocurren a todo hombre todas las cosas. [...] Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres. Como Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy.»

En “El inmortal” (Jorge Luis Borges, El Aleph, Emecé, Buenos Aires, 1994, pp. 28 y 29).


«Un pintor nos prometió un cuadro.
Ahora, en New England, sé que ha muerto. [...]
Pensé en un lugar prefijado que la tela no ocupará.
Pensé después: si estuviera ahí, sería con el tiempo esa cosa más, una cosa, una de las vanidades o hábitos de mi casa; ahora es ilimitada, incesante, capaz de cualquier forma y cualquier color y no atada a ninguno.»

En “The unending gift” (Jorge Luis Borges, Nueva antología personal, Club Bruguera, Barcelona, 1980, p. 81).



Ese cuadro tiene vocación de comodín. Es “capaz de cualquier forma” porque no es –y entonces no está atado a– ninguna (si es cierto que se es algo renunciando a ser cualquier otra cosa). No es un transformista, como el impostor Alkazar, que tiene una “verdadera forma” debajo de las cinco que finge tener. El cuadro prometido no tiene una forma desde la que se pueda transformar: no es, salvo por alguna licencia retórica; sin sentidos figurados, sólo puede ser. A la inversa, Cornelio Agrippa, un inmortal, el transmigrador Pitágoras y un bimestral babilonio han sido (o pretenden terminar de ser) todo lo que se pueda ser: persiguen (o han alcanzado) el agotamiento de las variantes, el realizar todas las posibilidades. El cuadro prometido del pintor muerto no llegó (ni llegará) a realizar ninguna. Este cero es el reverso de aquel todo.
En la indeterminación pre-real que lo encierra es donde el cuadro puede soñar para siempre con cualquier forma, aprovechando que ya nunca llegará a existir para tener una. Volviendo a la distinción de Schopenhauer, puede desear ser todo, antes de querer ser algo, antes de arriesgar resolviendo ser algo y renunciando al resto, cosa que nunca sucederá. (Y parece que aun si se pudiera querer ser y ser no de cualquier forma sino de todas, apenas lograríamos “una fatigosa manera” de no ser.)
La potencialidad ilimitada que hace del cuadro un “unending gift” es un total de posibilidades no realizadas; las hiperrealidades del jardín de senderos que se bifurcan y de la Biblioteca de Babel son un total de posibilidades realizadas, en existencia.*
«No me parece inverosímil que en algún anaquel del universo haya un libro total;1
Lo repito: basta que un libro sea posible para que exista. Sólo está excluido lo imposible. Por ejemplo: ningún libro es también una escalera, aunque sin dudas hay libros que discuten y niegan y demuestran esa posibilidad y otros cuya estructura corresponde a la de una escalera.»


En esa reducción que hace Borges del universo posible de eventos a una novela (o del universo posible de libros a una biblioteca), lo posible no tiene que ordenarse para existir. No tiene que pasar por ese rito de iniciación que es realizarse, ahí donde posibles alternativos ya no podrán hacerlo, y engarzarse en uno o más hilos de acontecimientos, pasar a integrar una historia dejando a sus contradictores en el mundo de las hipótesis y fantasías sobre lo que pudo haber sido y no fue. En esta coexistencia universal de eventualidades, no hay dirección que no se tome, no hay cambio ni permanencia que no se adopte en cada turno de juego.

2.

«...todos los libros, por diversos que sean, constan de elementos iguales: el espacio, el punto, la coma, las veintidós letras del alfabeto.»*
Como observó en una clase de análisis literario Nicolás Gómez Ivaldi, el título de uno de los libros, Axaxaxas mlö (rastreable en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”: «Surgió la luna sobre el río se dice hlör u fang axaxaxas mlö»), usa un signo más, uno no enumerado: no es lo mismo una “o” con diéresis que una sin; lo mismo vale para las otras vocales (en algunas lenguas, como el español) o para las otras letras, sean vocales o consonantes (recordemos que en la Biblioteca están todas las lenguas). En el primer caso, el número de «elementos iguales» se elevaría a 30; en el segundo, a 47. Errar es humano.

En “La Biblioteca de Babel” (Jorge Luis Borges, Ficciones, Emecé, Buenos Aires, 1994, p. 117).


El espacio se computa como un elemento más en el cálculo de combinaciones que llenan la Biblioteca. (Postdata del 22-10-2010: En el ya icónico mensaje «Estamos bien en el refugio los 33», los espacios aportan 6 de los 33 caracteres que contamos con morbo cabalístico –verosimiliza bastante esa cuenta el hecho de que habría sido la misma que habría llevado a cabo un celular si eso hubiese sido un SMS o un tweet.)
Pero el espacio es cualitativamente diferente de los otros 24 elementos. Las dos relaciones que lo distinguen y caracterizan son una diferencia y una similaridad con un comodín (el del chinchón, por ejemplo). A diferencia de un comodín, acá el espacio en blanco no puede hacer de cualquier letra o signo de puntuación, sino exactamente de ninguno. Pero al igual que un comodín, puede hacer juego con cualquier letra o signo de puntuación (con salvedades, para el naipe: no puede integrar un chinchón ni un juego donde ya esté el otro comodín).
Fuera de estas restricciones, un comodín puede hacer juego con cualquier carta porque puede ser (o hacerse pasar por) cualquier carta: siempre puede ser (y sólo puede ser) una carta que existe, no tengo y me falta. El espacio en blanco puede hacer juego con cualquier letra o signo de puntuación, pero por una razón (o con una circunstancia) inversa: no puede ser ninguna letra ni signo de puntuación, que así es como queda en blanco. Me interesa pensar cómo es que esta doble negación es significativa, por qué el vacío que genera hace juego con signos contantes y sonantes.

En conjunto, la composición del epígrafe es piramidal: el punto separa oraciones (del mismo párrafo o de distintos); la coma separa bloques dentro de una oración; dentro de cada bloque, las letras se juntan en palabras, que son los primeros bloques; y lo que hace el espacio es separar palabras, o sea, limitar y delimitar esos bloques primarios, esos rejuntes, pero de un modo particular: sin que importe qué combinaciones presenten.
Si eso importara, podría haber hasta tantos signos de separación como vecindades entre bloques, y en sus dos ordenamientos posibles. Habría un signo, por ejemplo, para la vecindad entre una o y una efe (se me ocurre un “ejemplo fácil”), y otro para la de una efe y una o (“off one”, por ejemplo, como en “Unfair terms are like the Hydra: cut off one head and others grow in its place”; o como en “We risk pursuing a particular point to a degree of accuracy that is unnecessary and thus cutting off one's nose to spite one's face”). Como eso no importa, hay un solo signo de separación para todas las vecindades posibles, lo que equivale a decir que la separación no necesita la explicitación de ningún signo, que ya esa falta relativa es suficientemente significativa. Veamos por qué.

3.


Si vemos los espacios como lugares vacantes, al modo de la foto del epígrafe, nos contentaremos con describir que un espacio puede albergar o bien una letra, o bien un signo de puntuación (espacios no vacíos) o bien ni una letra ni un signo de puntuación (espacios vacíos).
Pero si aceptamos que esta ausencia doble es significativa, podemos hablar del espacio (vacío o en blanco, ahora el único y sobreentendido) como una tercera clase de signo: la clase de los separadores. Se diferencia de la clase de las veintidós letras y de la clase de las dos puntuaciones en que es una clase unitaria: el único signo de separación que usamos es ese espacio vacío hecho por esa diferencia pura, por esa negación doble.

4.


Esto no significa que esa clase unitaria de separadores sea la única que pueda haber. La homogeneidad del vacío puede ser relevada por la de un signo de separación igual de específico pero positivo, pero por no más de uno: por caso, el punto alto (“·”) en el modo de visualización de un documento de texto en el que se muestran los caracteres no imprimibles.
Resumiendo y reiterando, eso es ser lo más inespecífico posible: para separar cualquier combinación de vecindades no puede recurrirse a más de 1 signo de separación (un separador para todas, no tantos como colindancias); sí a menos, o sea, a ningún signo manifiesto.
De los dos valores, la economía de Ockham aconseja el segundo: ¿a qué introducir en el juego un signo de separación si dice tanto como lo que ya diría su ausencia, el mero vacío o espacio en blanco? (Esto también vale para los signos de interrogación en los carteles donde debería haber un nombre de calle; como observó Luz, lo mismo habría sido dejarlos sin nada, que con eso ya se significaba que faltaba pintarles o definirles el nombre a esas calles de Londres.)

5.

«Más pequeños y más simples que las bacterias, los virus no están vivos. Cuando están aislados son inertes e inofensivos. Pero introdúcelos en un anfitrión adecuado y empiezan inmediatamente a actuar, cobran vida.»

Bill Bryson, Una breve historia de casi todo, Del Nuevo Extremo, Buenos Aires, 2007; p. 378.


Para terminar, ajustemos la caracterización de un comodín viendo algunas otras cosas que se comportan igual.
Hay cuerpos celestes que emiten luz, como las estrellas, y cuerpos opacos, que sólo la reflejan (como la luna o los planetas). Sustituyamos luz por información de persona, tiempo, aspecto y modo y de un lado tendremos las formas conjugadas de un verbo castellano, que la emiten, y del otro las infinitivas, que la reflejan.
El infinitivo y el gerundio de un verbo, por ejemplo, adoptan la información que da el verbo conjugado con el que se relacionan: el sujeto (que pueden tomar del sujeto del verbo, como en “Quiero [yo] tomar [yo] un licuado”, o de su destinatario, como en “Te recomiendo [a vos] dormir [vos]”); la orientación temporal (eso identifica el tiempo verbal); el aspecto del evento (perfectivo o imperfectivo: evento acabado o en desarrollo –sea en un presente, en un pasado o en un futuro–); la modalidad enunciativa (aseverativa, conjetural o concesiva, hipotética); y el tipo de acto verbal desarrollado (los derivados del saber y los derivados del desear, para apurar una división básica entre los modos Indicativo y Subjuntivo). El canto de “X está cantando” es presente y está abierto, y su sujeto es el mismo X del conjugado está; con la misma agencia, el canto de “X estuvo cantando” es pasado y está cerrado. La vuelta de “Me gustaría volver a Londres” (que presupone un “...si pudiera”) es tan hipotética como el gusto que provoca. La misma vuelta se convierte en pasada y aseverada si debe “reflejar” un gusto pasado que se afirma (no que se supone o se imagina), como en “Me gustó viajar a Londres”.
Es impreciso decir que estas formas opacas son modal, temporal y agencialmente indefinidas (e incluso indeterminadas, que es mejor); más preciso creo que es decir que “reflejan” la modalidad, temporalidad y agencia del verbo conjugado con que se vinculan. No tienen ninguna y pueden asumir cualquiera, como un comodín puede hacer de cualquier carta gracias a que no es ninguna definida (o sea, a que no emite información de número y palo, en el mazo español).
Los infinitivos y gerundios y los comodines sólo son indefinidos antes (o fuera) de la relación con las formas verbales y las cartas que emiten la información que ellos reflejan, como un virus es inerte sólo antes (o fuera) de la relación con el organismo que lo hospeda.

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