El canto de las sirenas



1.



“El último peaje”, Zambayonny
(del DVD Salvando las distancias)

La gigantografía de Araceli impone a los ojos del automovilista una atracción fatal similar a la que el canto de las sirenas impone al oído de los navegantes. Contra la diferencia de medios y sensores se recorta la similitud de situaciones (arrobados que se desvían hacia una muerte segura) y la equivalencia funcional entre esa imagen y ese sonido arrobadores (ambos culturales, ambos artificios, ambos ardides para lograr un desvío de atención, que termina en otro de rumbo).
Lo que sigue trata sobre el relato de Ulises y las sirenas, que se cuenta en el Canto XII de la Odisea.

El poder de influir en el otro, tal vez hasta dominarlo –hechizándolo, por ejemplo–, se vuelve una cuestión auditiva, en vez de ocular (como en los poderes de control hipnótico) o táctil (como en toques paralizantes o caricias sedantes) o gustativa (como en degustaciones mortales o catastróficas o narcóticas) u olfativa (como en aromas subyugantes).
Pero además de voces arrobadoras (sonidos), el canto tiene letra (sentidos): además de gustar, quiere convencer; además de ir al oído, quiere llegar al cerebro. Ulises acusa recibo por partida doble, por un qué y por un cómo fue el decir de las sirenas (seres híbridos de poderes híbridos), que logran a la vez persuadirlo y seducirlo: «Esto dijeron con su hermosa voz. Sintióse mi corazón con ganas de oírlas;...», dice Ulises en el momento de mayor exposición a (y menor distancia con) las sirenas, promediando la historia. En el momento de menor exposición y mayor distancia, momento de no escucha en el que se vuelven innecesarios los servicios del truco y el truco, el desglose se repite: hay una «voz» que cautiva y un «canto» que convence, una y otro desactivados por la distancia a la que somos sordos. Es el final del episodio: «Cuando dejamos atrás a las sirenas y ni su voz ni su canto se oían ya, quitáronse mis fieles compañeros la cera con que había yo tapado sus oídos y me soltaron las ligaduras».
Si las sirenas recurren a la fuerza de una persuasión (y encima engañosa, como veremos enseguida), será porque sumarla a la fuerza de seducción de sus voces es útil, tal vez incluso necesario. Luego, esa belleza no es absoluta, y puede que tampoco suficiente. Redundo: si las sirenas chamuyan, o es porque hacen cosas superfluas o es porque necesitan algo más que su encanto vocal para demorar y atraer a los navegantes.

2.

En la perdición que elabora otra cultura, una serpiente instiga sin mentir. Las sirenas lo hacen mintiendo: para convencerlo, le aseguran a Ulises que todos los que oyen «la suave voz que fluye de nuestra boca» se van «después de recrearse con ella, sabiendo más que antes» («...pues sabemos cuántas fatigas padecieron en la vasta Troya argivos y teucros, por la voluntad de los dioses, y conocemos también todo cuanto ocurre en la fértil tierra»). Ulises fue avisado por Circe que nadie sale vivo de la experiencia de esa recreación y de esas revelaciones: no hay retorno posible para el auditorio de las sirenas, que, en palabras de la hechicera,
encantan a cuantos hombres van a su encuentro. Aquel que imprudentemente se acerca a ellas y oye su voz, ya no vuelve a ver a su esposa ni a sus hijos pequeñuelos rodeándole, llenos de júbilo, cuando torna a sus hogares; sino que lo hechizan las sirenas con el sonoro canto, sentadas en una pradera y teniendo a su alrededor enorme montón de huesos de hombres putrefactos cuya piel se va consumiendo.
La magnitud del daño irrevocable la da la pérdida de la escena con la que más sueña el zarandeado por una odisea (y más cuanto mayores incertidumbres haya debido sortear): el sosegado y sedentario goce de verse rodeado de esposa e hijos, felices de su retorno al hogar. Lo disuasiva que quiere ser esa dulce visión para evitar tentaciones fatales ya no podrá serlo la visión macabra a la que lleva el canto, si la primera no funciona (una y otra comparten roles –rodear y ser rodeado– y oponen valores –los hijos llenos de júbilo contrastan con los hombres putrefactos–). Una medida de la fuerza de ese hechizo sonoro la da el hecho de que no lo deshaga el espectáculo de las cantoras rodeadas de cadáveres en descomposición; es como si ese canto encegueciera.

3.

La orden de que lo desaten para satisfacer aquellas ganas la da Ulises, atado al mástil, a pura gestualidad muda y retenida:
...y moví las cejas, mandando a los compañeros que me desatasen; pero todos se inclinaron y se pusieron a remar. Y, levantándose al punto Perimedes y Euríloco, atáronme con nuevos lazos, que me sujetaban más reciamente.
Pero para protegerse de la pérdida transitoria de cordura, de la fuerza de voluntad vuelta contra sí en el impulso irrefrenable a entregarse, Ulises pierde también el mando durante el trance que lo tiene privado de su libertad de movimiento. Mejor dicho: lo ejerce en diferido, desde las disposiciones preparatorias que ahora cumplen sus fieles confidentes Perimedes y Euríloco, reforzando las ataduras, y los demás, poniéndose a remar.
Desde antes y fuera de la situación, Ulises dio una meta-orden, una orden sobre (y contra) una orden, a la que condiciona: si en aquel momento les ordeno desatarme, desde este les ordeno que me aten más. (En Memento, algo similar –y también para condicionarse– hace consigo mismo Leonard Shelby –que no pierde la razón pero sí la memoria– cuando escribe «No creas sus mentiras» en la foto de Teddy y en un papel anota la patente de su auto para tatuársela como “FACT 6” –así termina la película– y preparar su cacería –así empieza–.)

4.

No sabemos qué contestaría uno de esos putrefactos si lo resucitáramos y le preguntáramos si el canto de las sirenas valía tanto. Pero ya parece dar una respuesta a eso el Ulises que no se suicida ni se lamenta por haber sobrevivido. En todo caso, esas abstenciones no hablan de ese canto tan bien como se podría.
Cuanto más supere la felicidad de escuchar el canto de las sirenas a la infelicidad de pagarlo con la vida, más reincidentes habrá entre los melómanos resucitados. En el caso límite no habría ningún arrepentido: todos dirían “Lo volvería a hacer”, “Pagaría de nuevo”, “Mozo, otra vuelta”. Sólo un detalle enlutaría tanta felicidad suicida: a partir de cierto grado de crecimiento, el turismo letal al recital de las sirenas empezaría a diezmar la población, con chances de extinguirla. En el caso límite, las sirenas no volverían a cantar, eternamente silenciadas a causa de su propia eficacia (otras que son víctimas de su éxito).

5.

El canto de las sirenas mata a todo aquel que lo escucha, pero no hace que todos lo escuchen; no es omnipresente: su jurisdicción es el universo de oyentes cercanos. La cercanía delatora se mide por lo audible de las voces propias:
Hicimos andar la nave muy rápidamente y, al hallarnos tan cerca de la orilla que allá pudieran llegar nuestras voces, no se les encubrió a las sirenas que la ligera embarcación navegaba a poca distancia y empezaron un sonoro canto.
De ahí que el canto dirigido a Ulises, aparte de sonoro, consista en una invitación zalamera a detener la nave y acercarse, además de la promesa mentirosa de que atravesará vivo esa experiencia (y con más conocimiento del que traía). Como sea, el poder de las sirenas no es todo lo grande que podría.
Y podría también ser menor. La proximidad que requiere el hechizo ya es una primera limitación de su mortandad. Podría haber una segunda limitación, pero se ve bloqueada por la otra circunstancia del caso: el espectáculo de las sirenas impacta por ser letal, pero más impacta por serlo de un modo indiscriminado, para todo aquel que lo escuche. Es el mismo modo indiscriminado que tiene la muerte para esperar a todo aquel que viva; para un mortal común, sobrevivir a esa escucha y volver del inframundo son excepciones afines. («¡Oh desdichados, que viviendo aún, bajasteis a la morada de Hades, y habréis muerto dos veces cuando los demás hombres mueren una sola», les dice Circe a Ulises y los suyos. Otro de esos regresados fue Orfeo, cuyo canto superior determinó que las sirenas se arrojaran al mar para morir o se convirtieran en piedras, como Esfinge preguntona aniquilada en su primera derrota, con la primera respuesta correcta que se le cruza.)

Imaginemos que se volviera específico el poder mortífero de las sirenas; el cambio le activaría aquella segunda limitación. El impacto sería menor si en ese universo de oyentes cercanos el canto fuera así de fatalmente atractivo sólo para algunos (no importa si son mayoría o minoría o incluso uno solo; alcanza con que no sean todos). Ya no estaríamos expuestos todos los oyentes cercanos, sino, por ejemplo, sólo los que además tienen paladar para ese canto (si se me perdona la sinestesia). Y ese canto ya no sería como el verso de Zuhair (el del destino como un camello ciego), que toca a todos y «que nadie elude». Existiría alguna inmunidad –y no habría sobreviviente que no la tuviera.
Sin esa infalibilidad, marca registrada de la muerte, ya no nos sucedería ver a cualquier oyente con el mismo grado y velocidad de empatía, ya no nos sentiríamos inmediatamente identificados, interpelados por su situación (casi como habiendo aceptado –sin recordar cuándo ni cómo– la invitación de ponernos en sus zapatos). Discriminada según preferencias y afinidades, la identificación ganaría en selectividad lo que perdería en universalidad.

6.

El precio de esa inmunidad sería la incapacidad para (o la renuncia a) una experiencia extraordinaria y placentera (tanto que no nos importe no sobrevivir a esa felicidad). Quien lo pagase estaría privilegiando durar a arder, canjeando tiempo por intensidad, eludiendo el reviente. Es el precio que Ulises logra no pagar con la astucia de poner cera en los oídos de los remeros y hacerse atar al mástil.
Pero si es cierto que no paga con su vida, también lo es que el truco para conseguirlo termina dándole menos de lo que promete, e incluso lo contrario: «así podrás deleitarte escuchando a las sirenas», le ha asegurado Circe y ha quedado como la gracia de la estratagema. Pero Ulises no parece deleitado durante el trance, sino más bien desesperado por librarse de las ataduras que le impiden una entrega absoluta a ese deleite supremo.
La desesperación es proporcional al deleite, y ambos son acumulativos. En un principio, hasta que hace señas con las cejas, Ulises puede que esté en un goce tal que lo haya sustraído de su condición de atado. La volvió a tener presente con las ganas de acercarse a las sirenas, que lo habrían usado de abono humano de su «florido prado».
Con el primer deseo y la primera necesidad insatisfechos empieza una ansiedad y, si la frustración se alarga y agrava, se suma una angustia progresiva: la de serle invariablemente imposible lo que le es cada vez más deseable y necesitado. Para empeorar el cuadro, Ulises –si la desesperación le deja alguna lucidez– es consciente de que los remeros no cesan de alejarlo de la orilla adonde viene urgiéndole cada vez más arrimarse.
Con acumulaciones tan veloces conviene apurarse en salir de su zona de influencia, a riesgo de hacerlo tarde; con tiempo suficiente, el deleite retaceado puede hacer enloquecer.

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