Cuentas regresivas




1.

Hay límites más convencionales que otros. Consideremos el de la cuenta de una amenaza de castigo materno: “Te cuento hasta tres y si no venís...”. Ese número podría haber sido 2, como en el límite menos convencional que es la celebración del cumpleaños entero si uno festeja su medio cumpleaños (obviamente, ahí los hitos de la cuenta, en lugar de 1 y 2, serían 1/2 y 1). O podría haber sido 10, como en una de las versiones de hasta cuánto hay que contar antes de responder.
En todas estas cuentas progresivas, el límite es contingente: podría haber sido otro entero positivo. En cambio, en una cuenta regresiva, el número del límite no puede ser cualquiera: tiene que ser el cero (si fuese otro, sería como si esa madre en pleno ejercicio de autoridad y persuasión le dijera a su hijo: “Te cuento hasta tres: cinco, cuatro, ¡tres!”). Las cuentas regresivas pueden empezar de 10, de 7, de 5, etc., pero siempre terminan en 0. Es una convención universal, no como la del límite en 3 o la del límite en 10, que compiten por el mismo público. Pero a la vez (y en razón) de esa omnipresencia sin competencia en el universo de las cuentas regresivas, el cero es el límite de menor convencionalidad posible, el menos arbitrario, el más obvio para una cuenta regresiva, casi natural: ¿a dónde mejor que al origen para volver? El destino es incierto, y eso hace a la arbitrariedad de los límites de cuentas progresivas; el origen, no (o menos), y eso hace a la cuasi naturalidad del límite de toda cuenta regresiva, el cero, que pasó de ser partida a ser llegada.

1.1



And then there were none (1945), René Clair.

“Whisky de Dios”, Zambayonny (del DVD Salvando las distancias).

Hay cuentas regresivas para lanzar cohetes, para cruzar avenidas, para recibir años nuevos, para introducir películas, etc. Los resultados de una sucesión de restas presentan la forma de una cuenta regresiva, como la de los diez indiecitos del epígrafe, que en otra canción tuvieron mejor suerte. (En la película, la otra mini-representación de esa eliminación progresiva de acusados es un centro de mesa con indiecitos cuyo número se va actualizando muerte a muerte.)
Recordemos el entrenamiento simbólico de aquel niño freudiano que hace un simulacro de abandono y retorno maternos con un carretel de madera atado con un hilo. De un modo análogo, tal vez con las ficciones de cuentas regresivas –y más si son restas sucesivas– nos entrenamos para metabolizar mejor un apagamiento inexorable.
Desde ya, antes puede ocurrir el imponderable de un apagón repentino, una embestida de camello ciego. El hecho disruptivo, por inesperado, no tiene cuenta regresiva, que es un tiempo de espera; o la cuenta regresiva es una imaginación retrospectiva, como la que canta Zambayonny en “Whisky de Dios”. Como siempre es posible que la muerte sea una inminencia desconocida, como todo momento puede ser su víspera, como no hay instante que no sea frágil, «quién sabe si la cuenta regresiva empezó al gatillarte en esa foto cualquiera» o «cuando elegiste un pantalón de la vidriera» o «con aquel beso descuidado en la vereda», porque «no se sabe cuándo te están sacando la foto con la que mañana van a buscarte» ni «cuándo te estás comprando la ropa con la que mañana van a velarte» ni «cuándo estás saludando al pasar a alguien que ya nunca verás en tu vida». Dos series de incertidumbres en paralelo muestran tres rutinas de identidad truncadas: el último registro de una persona; la última actualización de sus signos sociales más ostensibles; su última interacción sociable.
El que no perece en el camino –el que no muere antes de lo esperado, que es morir antes de agotar su potencial– termina atestiguando y experimentando que el camino tiene un final no prematuro.

O tal vez ni siquiera atestiguando ni experimentando, si se define que toda muerte que llega antes de haber perdido uno la lucidez es prematura. En la que no lo es porque llega después, al sobreviviente no lo sobrevivió su capacidad de recordar quién es y reconocer a los otros y sus vínculos con cada uno, o le quedó muy disminuida, por lo que mal puede andar atestiguando o incluso registrando la experiencia (que entonces deja de ser tal).
Un final así lo imagino como un morirse dormido, en el mejor de los casos; en el peor, como un estar ido pero todavía sintiendo (o un sentir algo pero sin verle un sentido) o ya casi sin sentir, como sería Leonard Shelby, protagonista de Memento, si su percepción se viera tan menguada como su memoria: embotado y nebuloso, moviéndose a tientas y olvidando de dónde viene y qué iba a hacer –un anti Funes.

Para este tipo de finales puede que sirvan de entrenamiento simbólico las ficciones con cuentas regresivas actuales (o sea, que no necesitan que las revele el diario del lunes).

2.

Te suplico que me avises
si me vienes a buscar.
No es porque te tenga miedo,
sólo me quiero arreglar.

Charly García, en “Canción para mi muerte” (Sui Generis, Vida, 1972).


Otro entrenamiento simbólico para lo mismo puede ser la filosofía, al menos cuando se la define como una preparación para la muerte, como lo hace Platón en el Fedón (Biblioteca Filosófica, Obras completas de Platón, Tomo 5; traducción de Patricio de Azcárate):
—¿No sería una cosa ridícula, como dije al principio, que después de haber gastado un hombre toda su vida en prepararse para la muerte, se indignase y se aterrase al ver que la muerte llega? ¿No sería verdaderamente ridículo?
—¿Cómo no?
—Es cierto, por consiguiente, Simmias, que los verdaderos filósofos se ejercitan para la muerte, y que ésta no les parece de ninguna manera terrible. Piénsalo tú mismo. Si desprecian su cuerpo y desean vivir con su alma sola, ¿no es el mayor absurdo que, cuando llega este momento, tengan miedo, se aflijan y no marchen gustosos allí, donde esperan obtener los bienes por los que han suspirado durante toda su vida y que son la sabiduría y el verse libres del cuerpo, objeto de su desprecio?

El Sócrates de Platón parece intentar una reducción al absurdo de la posibilidad de que «después de haber gastado un hombre toda su vida en prepararse para la muerte, se indignase y se aterrase al ver que la muerte llega». Es absurdo pensar que eso es posible, ya que contradice lo que significa estar preparado.
De ahí infiere Sócrates que «los verdaderos filósofos se ejercitan para la muerte, y que ésta no les parece de ninguna manera terrible». Esa certificación de autenticidad viene a complicar las cosas. Si la ejercitación es exitosa, el tipo es un verdadero filósofo; si el tipo es un verdadero filósofo, la ejercitación no puede no ser exitosa. Pero si no lo es, es que el tipo no es un verdadero filósofo: el verdadero filósofo no falla. Un pánico de esos puede desenmascarar a más de uno, de acuerdo con la infalibilidad circular del argumento.
No para reforzar esa inferencia, sino para ampliar aquella reducción al absurdo, Sócrates ejemplifica una preparación para la muerte tal que sería «el mayor absurdo» que fallase: si creés que después de esto viene lo mejor, mal podés temerle al momento de darle la bienvenida (o lo deseás o lo temés). Si hablás de esa vida después de la muerte como hablarías de Veronika Zemanova si fueras de su club de fans, entonces actuá cuando llegue como actuarías si Vero te invitara a retozar en la realidad.
Imaginemos la pregunta retórica de Sócrates haciendo un reemplazo de visitas: “¿No sería una cosa ridícula, como dije al principio, que después de haber gastado un hombre toda su vida en prepararse para Vero, se indignase y se aterrase al ver que Vero llega? ¿No sería verdaderamente ridículo?”. Ahí me convence más.

3.


“Tiempo de partir”. Letra: Albérico Mansilla; música e interpretación: Eduardo Falú.

La preparación para la muerte (o sea, para la pérdida irrevocable de lo que atesoramos, de aquello a lo que estamos apegados, desde nuestros afectos a nuestra existencia, y para la pérdida de toda posibilidad de atesorar) puede darse con otros argumentos. El que habla en la letra de la canción y en la voz de Falú, para que pueda no importarle «el trance de partir», no se preparó despreciando su cuerpo ni deseando vivir con su alma sola, sino habiendo logrado «llenar cada minuto transcurrido con un claro vivir enamorado».
El hombre está satisfecho con lo vivido y encara sereno el mismo trance que aterra al falso y frustrado filósofo imaginado por Sócrates, que gastó toda su vida preparándose para que no le pasara eso.
Con el logro que le permite al hombre partir en paz (o incluso feliz) es coherente el corolario de que la vida, que es «la muerte demorada», fue «sólo un motivo para haber amado». Él lo hizo minuciosamente durante el «tiempo de amar», que ya ha vivido.
El que está viviendo ahora es el otro tiempo, el de «soledad, olvido y nada». (Las tres etapas de este segundo tiempo son pérdidas: del amor que lo había motivado y colmado tanto, del recuerdo de los otros y la memoria propia, y de la identidad y existencia.) Es «el corto tiempo que resta por vivir», la cuenta regresiva del «tiempo de partir», que «va señalando la urgencia de vivir como yo quiera» («si no pude encontrar la buena senda / prefiero equivocarme a mi manera»). Esta ética personal del trance es defendida en términos de un goce ansiado («el rigor del invierno justifica / el ansia de gozar la primavera»).
Justo cuando la canción termina de trazar la parábola de una vida, desde el amor a la nada, le monta al lado un ciclo natural, la «lenta agonía», muerte y renacer del día serrano. El montaje sugiere que la parábola puede ser la mitad de un círculo: de esa nada se puede «...regresar en el perfil de un niño / como ese amanecer que ha renacido», con el que recobra su perfil la serranía (a continuación de esa comparación vuelve el estribillo con la suerte cíclica del día, una especie de ave Fénix).
Este regreso metafórico es el tercer y último deseo póstumo del menú con que el hombre se despide; es el de una trascendencia biológica. Los tres son deseos de sobrevida o continuación laicas. En lugar de otro regreso o renacimiento, el primero y el segundo son permanencias, también en sentido figurado, y su anhelo común es dejar una huella: «Quiero quedarme, aún cuando me vaya, / en la memoria de quienes me han querido» (trascendencia afectiva) o «en los versos triviales que repita / con su cantar algún desconocido» (trascendencia artística).

2.1

Quienes no «desprecian su cuerpo» ni «desean vivir con su alma sola» son inmunes al argumento que Sócrates le da a Simmias contra el miedo a la muerte y su correlato (o síntoma), el deseo de más tiempo de vida. Para quienes sí, es absurdo que «no marchen gustosos allí, donde esperan obtener los bienes por los que han suspirado durante toda su vida» (tantos beneficios hacen necesario dar una razón –kármica, pecaminosa, etc.– para no abreviar suspiros y adelantar el viaje).
Mientras todavía son socráticos y platónicos, cuatro siglos antes de Cristo, esos bienes «son la sabiduría y el verse libres del cuerpo, objeto de su desprecio». Cuando el argumento se cristianiza, los bienes son la vida eterna en convivencia o unión con Dios en el paraíso, «y el verse libres del cuerpo, objeto de su desprecio», gracias a haber alcanzado una existencia inversa a la que tenía: inmaterial, imperecedera e incorruptible.*
Espíritus, almas y fantasmas no ocupan lugar, por lo que el cielo puede ser todo lo chico que se quiera, e incluso podría ni siquiera tener lugar (insumo que no está entre los de esas inmaterialidades, de las que podemos volver a preguntarnos cuántas caben en la cabeza de un alfiler).


2.2

De ocurrir, la indignación y el terror ante la llegada de la muerte sería algo «verdaderamente ridículo» sólo si damos por cierto que es posible que haya (y que efectivamente hubo) una preparación para que eso no ocurriera. Si no, podría ser simplemente evidencia de una imposible, nula o mala preparación: en los dos últimos casos, según por cuánto falle (o sea, cuánto se aterre «al ver que la muerte llega») el que malgastó su vida preparándose así para evitarlo; en el primer caso, según qué grado de sentido de existencia esté sosteniendo e impulsando a esa preparación (que resultará imposible en un grado cero, improbable en uno bajo y muy probable en uno muy alto).

2.3

La muerte para la que se prepara el filósofo que lo es de verdad, el ideal de Sócrates, es una muerte inexorable, no una sorpresiva (como la de un accidente, por ejemplo); es la que llega «después de haber gastado un hombre toda su vida». El tema general es la finitud personal de la que tienen conocimiento –siempre por experiencia ajena– los especímenes de Homo Sapiens; en particular, una finitud menguante, no una truncada (no se prepara uno para una sorpresa, por definición, salvo que la no preparación de una distracción sea una preparación).
Las cuentas regresivas nos entrenan en lo mismo; son el tiempo de una preparación. Si algo uno sabe con una cuenta regresiva es que se va acercando a un final, y por cuánto y a qué velocidad.

Cuanto más alejados del momento actual estén nuestros recuerdos y expectativas, más abstractos serán. La mayor actividad tiene lugar en las inmediaciones de nuestra experiencia. En la medida en que se pueda experimentar el fin del experimentar, la muerte se experimenta como peligro, o sea, como inminencia, no como posibilidad inevitable. No es una experiencia el mero saber que me voy a morir; sí, saber que me estoy por morir, o saber la fecha o la causa de mi muerte.*


Es la diferencia entre creerme en una cuenta progresiva y saberme en una regresiva.
Una cuenta progresiva es una suma que mira al pasado: es lo que llevo acumulado (en años de vida, en minutos de una carrera, en pesos, etcétera). Una cuenta regresiva es una resta que mira al futuro: es lo que me queda por gastar. (Una cuenta así está implicada en la metáfora de los últimos cartuchos o tiros.)
Si la “V” es de “viaje”, “V9” no significa el noveno viaje hecho (no se registra un pasado), sino los viajes que me quedaban en la subtepass recién estrenada y en el futuro. Una semana después, “V1” me avisó que me quedaba 1 viaje y “V0” que no me quedaba ninguno.

En un programa de radio, una vez Elizabeth Vernaci leyó un relato donde se comparaba la posesión del tiempo con la del dinero: así como no tenemos el dinero que hemos gastado, sino el que tenemos para gastar, no tenemos los años que hemos vivido, sino los que tenemos para vivir. Tener es este tener para, que es disponer, no ya haber dispuesto. En este punto, saber o no saber lo que tenemos condiciona cómo vivimos.

2.4

Cementerio inactivo del antiguo pueblo minero de Incahuasi, hoy en ruinas (sudoeste del Salar del Hombre Muerto, noreste del departamento de Antofagasta de la Sierra, Catamarca, República Argentina).
Cementerio activo del pueblo de Antofagasta de la Sierra (Catamarca, República Argentina) al 10 de enero de 2010.

Si ese terror ante la visita de la muerte es signo de la mala o nula preparación para recibirla que ha hecho uno, el espacio vacante de un cementerio activo es signo de la preparación para la muerte de sus miembros que hace una comunidad, que a la vez es signo de sus previsiones de crecimiento (es decir, signo de su vitalidad).
Redundo. Es tan esperable que una comunidad no se prepare para su propia muerte como que se prepare para la de sus integrantes. Esta preparación excluye aquella: sólo una comunidad que se prepara para crecer puede ocuparse de actualizar la capacidad de su cementerio, de mantenerla proporcional a su tamaño demográfico. (Todo esto proyectando una mortandad al ritmo actual y previendo n años para llenarlo; o sea, todo esto asumiendo que no se hizo ese espacio nuevo para completarlo en los próximos días u horas, como pasaría en una peste —hoy pandemia).

4.

Uno de los recortes de diario que siempre lamento no haber guardado contaba esta historia o una parecida (el recuerdo edita). A una mujer le diagnostican cáncer. Le amputan una pierna para detenerlo, sin éxito. Le amputan la otra. También uno de sus brazos, si no los dos. Su médico la declara desahuciada y le da no recuerdo cuánto más de vida. La mujer va a un psicólogo para prepararse para morir, para aceptar sin quebrarse demasiado esa cuenta regresiva prematura.
A esa altura se descubre que su oncólogo y cirujano era en realidad un tipo que se había escapado de un neuropsiquiátrico; por una falla en los controles del hospital pudo hacerse pasar por médico no sé cuántos meses o años. La mujer no tiene ni ha tenido nunca cáncer; su salud siempre fue normal.
El sabor de una ilusión de revocación de una condena no tarda en mezclarse con el de las amputaciones innecesarias. La desmentida es la revocación de un discurso; no alcanza a ser la de un hecho: las mutilaciones, hechas en razón de lo desmentido, no son revocables. Hasta ese momento la mujer se ha preparado para partir; ahora debe prepararse para no partir, para aceptar la vida (es una permanencia volviendo de una despedida). La señora de dos cuentas regresivas (y en sentidos opuestos) cambia de psicólogo.

4.1

Un simulacro de vuelo es una preparación para un vuelo real. Una preparación para lo que sea es un simulacro de inmersión en esa situación, que cuanto más poderoso más inadvertido se vuelve. Es como si esa alma socrática viajara sola de la situación en la que está, donde quedará el cuerpo carcelario, a la situación en la que se imagina estar. Si ese viaje se tiene por definitivo, como el de la muerte (y no el del sueño, por ejemplo), la preparación hace una mudanza imaginaria absoluta, sin reservas.
Si se revela de pronto que la situación para la que nos venimos preparando no es inminente ni cercana, no es fácil salir de la inmersión conceptual de esa preparación. La mujer tiene entonces que hacer una contrapreparación, una preparación para vivir, que es la inercia de donde había salido a fuerza de prepararse para morir.
La idea de que la mujer tiene que desandar lo andado, de que su nuevo psicólogo debe, de algún modo, desdecir al anterior cuando la prepara para afrontar la situación opuesta, nos parece lógica porque no suponemos que una misma preparación pueda servir para aceptar que vamos a vivir y para aceptar que vamos a morir. Es bueno tener disponibles las dos habilidades, como las de acelerar y desacelerar; las dos en uso, no parece.

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