Otra alquimia con oro (Collage III)



Si como dijo el griego en el Cratilo
el nombre es arquetipo de la cosa,
en la palabra rosa está la rosa
y en la palabra Nilo, todo el Nilo
–¡¡ To  doel  Niii  lo !!

Primera estrofa de “El Golem”, de J. L. Borges, en versión adaptada por Leandro Sanz para cantito de hinchada (con la melodía de “Te quiero tanto”, de Sergio Denis).


1.

Recordemos el final de Boquitas pintadas, donde arden ardorosas cartas. La relación que el libro y la película tienen con esa cremación epistolar, que es una relación de significación, consistentemente funciona según un principio de diferenciación de roles o niveles, por el cual se evita que el libro o el celuloide sufran la quema que significan: lo que sucede en el juego no le sucede al juego. Cuando esto no pasa, tenemos una paradoja. Pero tanto esta transgresión del principio como la paradoja que da (o a la que expresa) deben ser corolarios de un argumento, no freaks de la lógica presentes por voluntad y gusto de quien los imagina; la mera postulación no es suficiente.
Un director aficionado a las sorpresas vanguardistas podría haber hecho que se quemara la película en esa última escena (gesto más radical que el mero mostrar la combustión del celuloide). Imaginarlo a Torre Nilson en esa situación o en ese gesto puede servir precisamente para ver, transgresión y absurdo mediante, cómo es la distancia constitutiva de esa relación, la separación sobre la que se funda una significación, y cómo a través de un plus de significación se genera la ilusión de que esa separación no existe o no debería existir. Esa ilusión es análoga a la confusión catártica entre actor y personaje o a la creencia de que hay una conexión íntima, tal vez mágica, entre el retrato que se pincha y el retratado que se odia.
Y es análoga, también, a la acepción más literal o exigente de la verdad como correspondencia.
*
Selecciono una parte de la respuesta de desparejo a mi respuesta (Parte I, Parte II) a su pregunta (“¿No debería Torre Nilson haber quemado el celuloide en esa última escena?”):

Había un objeto a ser representado que era la carta quemada y una representación que era la peli. Sí, en verdad, no se tendría que quemar la representación para representar un objeto quemado. Me olvidé de la retórica. Lo que media entre la representación y lo representado es lo que evita un segundo incendio. Llámele lo metafórico o lo que le guste. Es lo mismo que hace que el actor que protagoniza a Luis XVI siga con la cabeza pegada al cuerpo después de hacer una peli sobre la Revolución Francesa o lo que hace que después de hacer esa peli, puedas seguir consiguiendo actores para hacer una remake o cualquier otra peli donde los protagonistas mueran. Si no, todos las Pascuas estaríamos llorando no sólo la crucifixión de Cristo, sino además la de Robert Powell.
Pero, si es verdad lo que dice Bajtin respecto de que una carta sería un género primario que en este caso es absorbido por un género secundario que sería la peli, entonces tenemos que la carta no sería un objeto simplemente, sino, además, algo (ponga discurso, dispositivo, sistema o lo que le guste según la escuela que le parezca mejor) que representa a otra cosa que sería el verdadero objeto representado y que está mediado dos veces, por lo menos. Esa cosa primera sería el mensaje de la carta, los sentimientos del remitente en este caso. Lo que se quema es el soporte de eso que se representa, el papel. No se quema el “dispositivo” (sabrá disculpar) de representación, el conjunto de herramientas discursivas que permiten representar el mensaje bajo la forma del género epistolar. Si la película que representa la carta, está hecha en su materialidad más concreta o palpable por el celuloide, que es el soporte de esa imagen que representa esa carta que representa los sentimientos del remitente, entonces, no está mal que por equivalencia se queme el celuloide.
Pero si seguimos paveando, diría que lo que nos importa en la novela de Puig es cómo ese género resolvió la representación no de una carta quemada, sino del fuego quemándola. Los puntos suspensivos son los que representan el fuego. Torre Nilson lo que hizo no fue representar la novela, lo que hubiese equivalido a representar los puntos suspensivos, sino el fuego. En ese sentido, filmar fuego es lo correcto.
Pero vemos que entonces, la decisión puede entenderse como no seguir en la sucesión de la subordinación: la carta representa los sentimientos del remitente, la novela representa a la carta, que representa a los sentimientos del remitente, quemándose, la película representa a la novela, que representa a la carta, que representa los sentimientos del remitente, quemándose. Acá aparece una duda que no podría discernir. ¿Pensó Torre Nilson en la representación de la novela de la carta quemándose o pensó en cómo representar una carta quemándose? La respuesta de la filmación de llamas puede interpretarse en cualquiera de los dos sentidos. Tanto para el segundo caso, como para el primero, donde lo que sucedió fue algo parecido a la traducción: ¿cómo se dice en cine esto que en novela se dice con puntos suspensivos?


2.

Exagerada al máximo, la concepción de la verdad como correspondencia pretende que entre el dicho y el hecho no haya ningún trecho. De esta definición (o de esa exageración) está hablando Vicente Fatone (página 111 de su manual de secundario Lógica e introducción a la filosofía) cuando matiza:
Pienso “Eso es oro”; y hay, ahí, algo que es oro. Habría una conformidad, o adecuación, total, si mi pensamiento también fuese oro, o si ese oro fuese también pensamiento. No se trata, pues, en esta definición de la verdad, de una correspondencia absoluta entre el pensamiento y su objeto, entre el pensamiento y el ser.
Y, podemos entender o agregar, entre el nombre y la cosa nombrada: la correspondencia tiene contraindicado ser absoluta en la definición de verdad que la use, pero también en la designación, en la relación entre el nombrar y lo nombrado. Lo que esperamos de la verdad es lo que esperamos del nombre de las cosas: una conexión confiable, que podamos reputar de sólida, firme y, bajo los efectos más álgidos del entusiasmo, definitiva. ¿Y qué más confiable que la identificación absoluta?
Pero estas fantasías de anular la separación se tienen inmersos y cautivos en ella; son prueba de nuestra residencia. La distancia entre el lenguaje y las cosas es constitutiva de la designación y de la significación, que a su vez lo son de arbitrajes veritativos (¿es lo que dice ser?; ¿hace lo que dice hacer?). En razón de la misma distancia, por ejemplo, nadie esperaría que la expresión dulce de leche fuera ella misma dulce o láctea; lo suyo es significar algo, no serlo.
Tal vez en compensación, jugamos a superar esa distancia insuperable cuando elegimos nombres según el sentido o el destino que deseamos que tenga (la existencia de) aquello a lo que le estamos poniendo un nombre. Lo que alguna hinchada alguna vez cantará, con ese énfasis apoteótico del coro final, es la apoteosis de esa fusión utópica:
...en la palabra rosa está la rosa
y en la palabra Nilo, todo el Nilo
–¡¡ To  doel  Niii  lo !!
La distancia que define y limita la designación y la significación es también la misma que define y limita la representación artística y el poder de artificios afines. Mientras lo realista no logre conventirse en real, como la estatua de Pigmalión, seguirá siendo ilusionismo (más poderoso cuanto más parezca conventirse en real, pero siempre ilusionismo).

2.1

Veamos un argumento (...) que haga autológica la relación entre la significación y lo significado (la misma expectativa, pero frustrada, actúa en el chiste de “Todo junto va separado y separado va todo junto”).
En el gag del pizarrón que abre “Barting Over” (episodio 11 de la temporada 14 de Los Simpsons), Bart escribe “No debo” y destruye el pizarrón con un hacha (por única vez) en lugar de escribir (varias veces) “destruir el pizarrón con un hacha”. La primera parte del signo de una prohibición, la parte que comunica este matiz deóntico, es verbal (pone palabras en lugar de cosas: “I WILL NOT”, en el original gritón); la segunda, que comunica la acción prohibida, es factual (pone cosas en lugar de palabras).
En el arte de poner palabras en lugar de palabras, el traductor de lo escrito en el pizarrón tal vez haya optado por un mal menor. El doblaje en español latino no es “No debo”, como escribí de memoria en el comentario 3 de “Ilusiones intelectivas (Parte I)” y mantuve en su transcripción acá, sino “No voy a”. Por un lado, lo que se lee repetido siete veces es el comienzo de una expresión de futuro, no de deber (aunque el sentido sea ése, como en el futuro de algunos de los diez mandamientos). Por otro lado, el carácter de (auto)mandato que tiene la frase a repetir haría preferible, en lugar de la perífrasis, el futuro morfológico (un “No destruiré...”, por ejemplo), con el inconveniente insalvable de que el verbo a conjugar corresponde a una acción que se hace y no se dice (detalle que es esencial al chiste).
El hachazo transgrede la prohibición a la vez que la completa. Si el lenguaje no se pudiera separar de las cosas, a toda prohibición le pasaría lo mismo, ya que en lugar de una emisión verbal (escrita, oral o por señas) se realizaría el acto que se quiere prohibir.

3.


Imaginemos que dos monjes se reparten la tarea alquímica de alcanzar «una conformidad, o adecuación, total» o «una correspondencia absoluta entre el pensamiento y su objeto». El monje X se sienta frente a un lingote de oro (para que ninguna forma más especial lo distraiga) y dedica sus horas a meditar que su pensamiento sobre el oro es oro; el monje Z, que ese oro es pensamiento. (Si meditan sentados frente al mismo lingote, el duelo es directo y el cuadro gana en dramatismo.)
La buena noticia es que cualquiera de los dos que llegue primero a su meta cumplirá con la correspondencia pretendida; la mala es que podría llegar sólo uno de ellos o ninguno. Sólo uno, porque si el pensamiento es oro, el oro ya no puede ser pensamiento, y viceversa; luego, al menos uno de los dos monjes medita al pedo. O ninguno, porque debería resultarle igual de imposible a X materializar su pensamiento como a Z desmaterializar un lingote. (Parece que al oro no hay alquimia que lo pueda.)

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