X rendirá un examen. Como será mañana, aún no sabés cómo le irá (ni podés saberlo, por mucho que puedas creer, suponer, conjeturar, imaginar, etc., que es lo único que podés hacer con algo futuro). Hay dos posibilidades: o le irá bien o le irá mal. Deseás una de estas dos posibilidades, según quieras u odies a X.
X rindió su examen hoy a la mañana. Es el mediodía y todavía no sabés cómo le fue. Hay dos posibilidades: o aprobó o no aprobó. Deseás una de estas dos posibilidades, según quieras u odies a X.
Ayer X estaba mal (porque no aprobó un examen, por ejemplo); como no volvieron a comunicarse, todavía no sabés si ahora está mejor, peor o igual. Deseás una de estas tres posibilidades, según quieras u odies a X.
No sabés cómo le irá a X, cómo le fue o cómo está: no sabés cuál de las n posibilidades de cada caso se dará, se dio o se da. Ese no saber es un requisito del desear tal o cual posibilidad.
Conclusión gramatical: tenemos subjuntivo de deseo porque tenemos subjuntivo de posibilidad.
2.
X está en un micro a Mendoza y le agarra la duda de si apagó o no el ventilador al salir de su casa. Hay dos posibilidades: o lo apagó o no lo apagó. Temés una de esas dos posibilidades: temés que no lo haya apagado. La otra posibilidad la deseás (“Ojalá lo haya apagado”). Lo mismo teme y desea X, pero con infinitivos, en vez de verbos conjugados en subjuntivo.
Además de significar algo, un verbo es un sistema o estructura de roles. Uno de esos es el rol sujeto, asumido por tal o cual "actor". La conjugación verbal es diacrítica. Por eso es necesaria en estos dos casos:
1) cuando hay sólo 1 rol de sujeto y necesitamos distinguir al actor que lo asume del resto que no: “X –no A o B o C...– no apagó el ventilador”;
2) cuando hay 2 roles sujeto imbricados y no los asume un mismo actor; esta diferencia se marca conjugando el segundo verbo en algún combo de persona y número distinto al combo del primero, y en Modo Subjuntivo, por ser una posibilidad, y en Pretérito Perfecto, por ser una posibilidad de algo pasado: “Temés [vos] que no haya apagado [X] el ventilador”.
En cambio, si el rol de sujeto del primer verbo y el rol de sujeto del segundo son asumidos por el mismo actor, no hay necesidad de diferenciarlo de nadie y en vez de conjugar el segundo verbo usamos su infinitivo (compuesto, en este caso): “X teme no haber apagado el ventilador” (y, si es coherente, desea haberlo apagado). X protagoniza tanto la repulsión o la atracción como aquello que las motiva.
Así como los planetas y sus satélites no emiten luz propia, sino que reflejan la del sol, infinitivos (y también gerundios) no emiten información de quién y cuándo, sino que reflejan la del verbo conjugado del que dependen.
3.
El temor está más cerca de la reacción; el deseo, de la iniciativa. El temor es conservador; firma por el empate. El deseo es expansivo, juega para ganar. No elegís qué temer, como elegís qué desear. Sin que lo quieras, vas a temer que esté pasando, vaya a pasar o haya pasado algo que te resulta amenazante y, por lo tanto, te repele. En cambio, sólo si querés vas a desear (o esperar o anhelar) que esté pasando, vaya a pasar o haya pasado algo que te resulta prometedor y, por lo tanto, te atrae.
Más simple: se temen posibilidades desfavorables y se desean posibilidades favorables. Las evaluamos a favor o en contra según nuestros intereses y seguridad, y esas evaluaciones son la diferencia entre las posibilidades deseadas y las temidas.
Quiere la coherencia que no temas lo mismo que deseás y que no desees lo mismo que temés. Vos, coherente y obediente, deseás –ponele– que X apruebe o haya aprobado el examen y/o temés que no; temés que X esté peor que ayer y/o deseás que esté mejor (que esté igual lo temés o lo deseás según con qué expectativas vengas); temés que X no haya apagado el ventilador y/o deseás que sí. La coherencia es esta coreografía de atracciones y repulsiones.
4.
El saber da por realizada una posibilidad, y pasamos del subjuntivo al indicativo. Son los datos. Por ejemplo, te enterás que X no aprobó el examen, pero que está mejor que ayer, y que había apagado el ventilador. Esas ya no son posibilidades en tu menú de deseos o temores ni en el suyo.
Las únicas que pueden seguir siéndolo son las futuras: no podés dar por realizado el examen de mañana. Por eso, además de no saber, no podés saber si a X le irá bien o le irá mal. No se trata de averiguar cómo se resolvió un duelo de posibilidades, sino de esperar que se resuelva. El tiempo dirá.
Ante las posibilidades victoriosas (a.k.a. hechos), sólo te queda reaccionar a su realización: te entristece que X no haya aprobado, te alegra que esté mejor que ayer, te alivia que haya apagado el ventilador cuando salió de viaje. Parece que el hecho de que las posibilidades y todo lo que las tenga de insumo vayan siempre en subjuntivo no implica que todo lo que esté en subjuntivo sea una posibilidad o alguno de sus derivados.
Pero implicado o no, puede estar muy cerca de ser así: ya están en subjuntivo el establecer posibilidades (“Puede que X no haya apagado el ventilador”), el temer las desfavorables (“Temés que no lo haya apagado”) y el desear las favorables (“Ojalá lo haya apagado”); pedidos y recomendaciones presuponen deseos (para uno mismo y para otros, respectivamente), que presuponen posibilidades.
El hecho o dato ante el que reaccionás emocionalmente no es el único que puede estar en subjuntivo. También lo están el hecho desmentido (“Es falso / no es cierto / niego que X haya aprobado”) y el hecho descreído (“No creo que X haya aprobado, como decís”). Simétricamente, sus opuestos están en indicativo: el hecho afirmado (“X aprobó”) o reafirmado (“Es cierto que X aprobó") y el hecho creído (“Creo que X aprobó”).
Y también va en subjuntivo otra reacción ante el hecho conocido o creído: la de fantasear uno diferente al que sabemos o creemos que causó, causa o causará un hecho que, por alguna razón, nos gustaría evitar o cambiar.
El anti-hecho (o contrafáctico) que juega de causa fantaseada se conjuga en Modo Subjuntivo (en Pretérito Imperfecto, si la causa es presente o futura; en Pretérito Pluscuamperfecto, si es pasada); el anti-hecho que juega de consecuencia fantaseada suele ir en Modo Indicativo (en Condicional Simple, si la consecuencia es presente o futura; en Condicional Compuesto, si es pasada). Ejemplos:
“Si X estudiara más para mañana, aprobaría el examen” (las creencias o certidumbres que se invierten fantaseando: no estudiará más → no aprobará);
“Si X hubiera estudiado más, habría aprobado y ahora no te preguntarías cómo está” (los hechos o certezas que se invierten fantaseando: no estudió más → no aprobó y te preguntás cómo está).
Hay un dibujo de Quino que en una época frecuenté mucho por razones de trabajo (estaba en un cuadernillo de español para extranjeros). Desde entonces tengo pendiente dedicarle un ensayo con la idea inicial de este título y con las que el análisis haga aparecer. Así que hoy voy a cumplir de nuevo con una antigua deuda interna, que es como responder a un pedido espaciado pero recurrente: “Hablá de mí”.
El dibujo está en el libro Ni arte ni parte (Quino, Ediciones DE LA FLOR, 1982):
2.
Para la igualdad entre la imagen del paisaje descripto verbalmente y la imagen de la pintura que traduce esas palabras se necesitan tres miradas y cuatro perfecciones. De las miradas hablaremos en esta sección y de las perfecciones en la siguiente.
Las miradas son la del relator, la del pintor y la nuestra. Vemos el mismo paisaje que ve el relator y no ve el pintor y vemos el cuadro que ve el pintor y no ve el relator. Los comparamos y los damos por iguales.
Gracias a una llamada desde un teléfono público, hemos asistido a un teléfono no roto. Ellos no, sólo nosotros: como no ven lo que el otro ve, ni el relator ni el pintor pueden saber en ese momento que lo improbabilísimo está sucediendo (tampoco Pierre Menard debería poder, ya que se impidió releer el Quijote de Cervantes para hacer el suyo).
Además de por mantener inalterable el mensaje, el teléfono no roto de Quino se diferencia de la tradicional ronda de susurros al oído por la mayor variedad de sensores y transmisores: lo que se recibe viendo se transmite hablando (dando a escuchar) y lo que se recibe escuchando no se transmite hablando –como se haría en la ronda de secretos–, sino pintando (dando a ver).
Es más parecido al Teléfono Descompuesto de Gartic Phone, que es de letras y se combina con el Pictionary: ahí lo que se recibe leyendo se transmite dibujando (dando a ver) y lo que se recibe viendo se transmite escribiendo (dando a leer). La noche de invierno y cuarentena del 14 de junio del año pasado me conecté por Zoom con Eva, Diego y Luni y estuvimos jugando un rato largo y feliz.
Incluso con sólo cuatro participantes, las distancias semánticas entre dos escritos y entre dos dibujos –para no andar comparando peras con manzanas– pueden ser ya muy grandes (gif 1), además de todavía nula o corta (distancia entre escritos y distancia entre dibujos del gif 2, respectivamente):
1
2
Como la distancia semántica entre nuestros dibujos no es grande, un quinto participante podría verbalizar el de Luni otra vez como «Hora de dormir». Dos o más escritos con una distancia semántica nula son el mismo escrito; dos o más dibujos, no. El mío y el de Luni “traducen” el mismo texto siendo muy distintos.
Que dos o más imágenes transmitan lo mismo es mucho más fácil a que sean la misma o idénticas. Para eso, la distancia nula entre ellas tendría que ser visual, no semántica; esa nada debería verse, no leerse. Hay que ser, además de parecer.
Volvamos a la historieta. Desde afuera, podemos ver simultáneo lo sucesivo, abarcar con una sola mirada las tres viñetas verticales; pero la experiencia de caer en el chiste no es simultánea, es sucesiva: la tenés sólo recorriéndolas de arriba abajo con tres miradas.
Los tramos del recorrido del paisaje también son tres: de los ojos del relator a su lengua, de su lengua al oído del pintor, y del oído del pintor a los ojos de cualquiera, empezando por los nuestros. Estos tres tristes tramos se cubren con dos pasos (→), uno por participante, que también son dos operaciones: convertir una imagen en una descripción y esa descripción en una imagen. Si fuera un gif tendría la secuencia
que es un enroque de la secuencia igualmente exitosa de este otro gif de aquella noche:
Es como si un cuento en castellano (no “La cita”, por ahora) fuera traducido al inglés y el resultado fuera traducido al castellano y nos diera el mismo cuento, palabra por palabra.
¿Qué podría ser menos probable?
Que una segunda traducción al castellano –de la versión de una segunda traducción al inglés– generase el mismo escrito que había generado la primera traducción al castellano, que era idéntico al original. Y así siguiendo.
Que un segundo pintor hiciera un cuadro idéntico al del primer pintor (que a su vez era idéntico al paisaje) a partir de la descripción de un segundo relator. Y así siguiendo.
La tridentidad castellana y la tridentidad visual son posibles aun si difieren las dos versiones escritas en inglés o las dos descripciones orales. Posibles, pero también más improbables: ¿quién esperaría que un error de transmisión fuera cancelado por uno de recepción y de esa carambola resultara una tercera instancia idéntica (de un tercer texto castellano o de una tercera imagen pueblerina)? Sería como si un amigo tocara por error en el portero eléctrico el departamento de mis vecinos medianeros pero yo atendiera pensando que es para mí.
La leyenda de la Septuaginta dice que (6×12=) 72 traductores de la Biblia, trabajando por separado durante los mismos 72 días, coincidieron letra a letra en sus 72 traducciones griegas. Tan improbable es esa coincidencia que suena verosímil atribuírsela a Dios, dictado del Espíritu Santo mediante. Borges registra el reverso de ese milagro en la reseña “Una versión inglesa de los cantares más antiguos del mundo” (Textos cautivos, Tusquets, Barcelona, 1986, página 279):
«Hacia 1916 resolví entregarme al estudio de las literaturas orientales. Al recorrer con entusiasmo y credulidad la versión inglesa de cierto filósofo chino, di con este memorable pasaje: “A un condenado a muerte no le importa bordear un precipicio, porque ha renunciado a la vida”. En ese punto el traductor colocó un asterisco y me advirtió que su interpretación era preferible a la de otro sinólogo rival que traducía de esta manera: “Los sirvientes destruyen las obras de arte, para no tener que juzgar sus bellezas y sus defectos”. Entonces, como Paolo y Francesca, dejé de leer. Un misterioso escepticismo se había deslizado en mi alma.»
La distancia entre esas dos versiones inglesas (traducidas al castellano) es similar a la que hay entre «king kong» y «Acidez en la ciudad» (a la distribución de la riqueza no le fue mejor). La única diferencia es que no son traducciones encadenadas, sino independientes.
A veces no tardamos nada en desviarnos, a veces tardamos más, pero a la corta o a la larga sucede; conservar la línea recta es tan utópico como alcanzar la del horizonte, salvo en milagros y en chistes y otras ficciones.
En la ronda de susurros al oído, la gracia es ver cómo empezó y cómo terminó el mensaje: dos viñetas para asombrarnos y reírnos de qué tan diferente quedó, cuán monstruosa, bizarra e incalculable fue su transformación.
En el Teléfono Descompuesto de Gartic Phone, la gracia está en ver el viaje entero, paso a paso, su trayectoria imprevisible, su errancia ebria, un cadáver exquisito bajo la forma de un gif plagado de desvíos y desvíos de desvíos.
Las sinuosidades sin timón ni rumbo de un teléfono roto son el retrato gracioso –la caricatura– de cómo fracasamos intentando precisamente lo contrario: preservar sin cambios un original hasta conseguir que en su final esté su principio (redondo como anillo de María Estuardo).
Esa trayectoria es recta –la más previsible– en los tres tipos de teléfonos no rotos que imagino: de menor a mayor improbabilidad, en el primero son idénticos todos los escritos; en el segundo, todas las imágenes; en el tercero, todos los escritos y todas las imágenes. El tamaño de esos todos importa, porque cuanto más larga es una no descomposición, más extraordinaria resulta.
Como también son inesperadas y sorprendentes, como también descolocan inofensivamente, también tienen su gracia esas cadenas conservadoras. Sólo que la tienen vía la ilusión de consumar una súper hazaña colectiva o un milagro probabilístico. En cambio, la vía humorística de un teléfono roto es la exhibición realista de lo lejos que quedamos de eso. Conclusión: al humor cualquier colectivo lo deja bien.
Para darnos una idea más cabal de lo extraordinario del cuadro idéntico al paisaje relatado, pensemos qué nos pasaría si en un gif viéramos que un dibujo es exactamente igual a otro anterior (si no es el inmediato, cuanto más alejado esté en la cadena, más rara será la coincidencia plena).
Todo bien con los dos «Hora de dormir», pero más increíble hubiera sido que el dibujo de Luni fuera idéntico al mío. Todo bien con los dos «Banana con dulce de leche», pero imaginá que un cuarto participante y segundo dibujante coincidiera pixel a pixel con el dibujo de Luni.
Ahora imaginá que esa coincidencia extraordinaria se repitiera 72 veces, por ejemplo, como si fuera el gif de un loop configurado para detenerse ahí. La coincidencia sería cada vez más extraordinaria pero menos sorpresiva (¿quién no la esperaría ya desde la sexta o séptima vez?). La combinación puede ser hipnótica.
3.
En el chiste de Quino, el teléfono no se rompe/descompone gracias a cuatro “perfecciones”. Habrá tiempo para relativizarlas más que entre comillas, casi hasta la desmentida, pero ahora es momento de enumerarlas:
1) El relator capta a la perfección ese paisaje.
2) Además, lo transmite a la perfección.
3) Del otro lado, el pintor capta a la perfección lo que le transmite el relator.
4) Como además lo plasma a la perfección, terminamos viendo en su tela lo que vimos mientras el relator lo describía (y que volvemos a mirar): lo reconocemos.
Las perfecciones son dos capturas y dos mudanzas, las cuatro sin pérdida de información (a lo Funes). Y si no son perfectas, al menos son suficientes para decir que el paisaje de la calle y el del cuadro son el mismo, sin importar si son o no idénticos.
Eso solo ya implica que el retrato difiere tanto del modelo como diferiría si, en vez de oírlo, el retratista lo estuviera viendo. De hecho, parte del chiste es la percepción sinestésica del pintor, que parece ver el relato que escucha.
Hay un quiebre lógico con un efecto humorístico; los quiebres análogos de Escher en obras como Cascada o Belvedere tienen un efecto estético.
A esa posible diferencia ínfima por imperfección se agrega otra, que es realista: no es la misma la nitidez del paisaje visto sin otra mediación que la vista (en parte en la primera viñeta, del todo en la segunda) que la nitidez del paisaje que vemos representado en la tela.
Es la diferencia que algunas obras de René Magritte anulan cuando los cuadros ahí representados se solapan con los paisajes que representan, como si fueran ventanas abiertas o limpísimas; muestro dos donde los caballetes están precisamente delante de ventanas:
La condición humana (1935)
Euclidean walks (1955)
Un solapamiento similar se daría si coincidieran siempre y al mismo ritmo las imágenes del sueño de X y las imágenes de la película que se está perdiendo por haberse quedado dormido. Dada esa coincidencia estricta, el director de la película El sueño no necesita filmar dos escenas idénticas, sino una y comentarla, decir que es la segunda o algo así.
Análogamente, Magritte pudo pintar un solo paisaje y simular dos, uno en la tela y el otro detrás y alrededor de la tela; Quino, en cambio, tuvo que dibujar dos: el que vemos junto con el relator, del otro lado de la calle, y el que vemos junto con el pintor, en la tela (lejos del otro, no delante).
4.
¿Quién asiste a quién? ¿El pintor asiste al relator convirtiendo su descripción verbal en un cuadro? (La gestual sólo la vemos nosotros.) ¿El relator asiste al pintor describiéndole un paisaje? (De modo similar, Carlos Argentino Daneri usa el aleph de su casa –que la modernidad demolerá– para «versificar toda la redondez del planeta».)
Sin buscarle la quinta pata al gato, es la segunda opción. ¿O alguien al ver el chiste de Quino habrá pensado que los cuadros acumulados contra una pared del atelier, quizás resultado de otras colaboraciones, pertenecían al relator y no al pintor? Podríamos suponer que el relator todavía no pasó a retirarlos, tal vez porque está en un viaje (del que esas serían sus "fotos"). Pero ya sería suponer mucho. Cuenta la leyenda que quien se apoya demasiado en supuestos recibe la visita del barbero Ockham.
Entonces: si no la complicamos, parte del chiste es que el paisajista tiene un asistente y trabaja sin moverse del taller. De haberlo conocido, Carlos Argentino Daneri hubiera emprendido con este bohemio modernicida otra «vindicación del hombre moderno», para quien «el acto de viajar era inútil» porque todo lo resolvía «en su gabinete de estudio, como si dijéramos en la torre albarrana de una ciudad, provisto de teléfonos...».
A veces no sólo somos eso de lo que funcionamos, sino también lo contrario. El pintor es no moderno por lo que pinta (puede que también por cómo pinta, con qué estilo) y es moderno por lo que hace para pintar (o sea, por su modo de producción, si le creemos a Daneri). Esta convivencia de rasgos opuestos referidos a cosas distintas es la chance que tiene un modernicida moderno de parecer pero no ser una contradicción.
Un homicida humano suena análogo pero es lo opuesto, como obligar a algo es lo opuesto de prohibirlo (y hacer ambas jugadas a la vez es hacer una paradoja): un homicidano puede no ser humano; un modernicidano puede ser moderno —salvo a la manera del pintor, por ejemplo.
Si en vez de la segunda opción fuera la primera, con el artista como lugarteniente del dictante, las performances de ambos estarían igualmente en sus máximos. Pero si no son opciones discernibles por sus intensidades, el relator parecerá pintar a través del pintor tanto como el pintor parecerá ver a través del relator. Veamos dos tomas de la primera apariencia:
Toma 1
Con su dedo, el relator dibuja en el aire lo que va describiendo, pero su pincel efector es el pintor, que también es zurdo.
Toma 2
El pintor es un amanuense que toma el dictado del relator, que es quien define el recorte y el tema del cuadro (por propia iniciativa o a pedido). Recorta la silueta de la edificación antigua incrustada entre edificios modernos y crea un cuadro de tema aldeano —pintor mediante.
En la segunda apariencia el que hace eso es el pintor, relator mediante. Quien sea que lo haga, el recorte no lo logra sólo encuadrando, sino también "borrando" (más precisamente, omitiendo): al frente, el lateral de un edificio lindante y una señalización vial; al fondo, otro edificio, con su antena y su tanque de agua. Es una purga de las modernidades que quedaron atrapadas en el encuadre.
También borra (omite) a 5 personas y 1 perro, pero eso podría venir predeterminado: por ejemplo, si estuviera estipulado que el relator sólo dictase imágenes de cosas quietas (convenientemente duraderas), no de seres que se desplazan (inconvenientemente fugaces).
Es como una foto de alta exposición, donde las imágenes nítidas son de cosas o personas que repitieron durante todo ese tiempo su posición. En la otra punta, personas, autos o animales que cruzan el cuadro sin detenerse no repiten nunca su posición y no se ven en la foto.
Entre lo nítido y lo invisible (100 y 0% de opacidad, respectivamente), hay formas fantasmales y difusas pero reconocibles (desde una opacidad baja pero suficiente hasta una alta pero no tanto como para darnos un inconsistente fantasma nítido).
Un ejemplo son las formas tenues –casi hasta la transparencia total– que deja una milonga mediana en un salón grande (1); otro, las formas menos tenues, algunas bastante definidas, que deja un baile chico en un living chico (2) o un baile multitudinario en un espacio grande (3), dos casos en los que es más fácil repetir ubicación y postura:
1
2
3
En definitiva, son cuerpos danzantes que lograron un espesor suficiente como para ser visibles, hecho de la suficiente superposición de capturas iguales o parecidas en los 15 o 30 segundos que duró la exposición.
En la escena que muestran las dos primeras viñetas hay 13 seres semovientes. A la izquierda de uno de ellos, el relator, hay seis seres estancados, como secuestrados en una espera, todos humanos. A la derecha hay otros seis, cinco humanos y uno canino, que están en movimiento (5) o en pausa (1), pero libres para hacer una cosa o la otra (incluso el perro, si sigue a su ama tanto porque quiere como porque debe –si no se lo exigieran lo exigiría).
Los seis de la derecha están dentro del área del encuadre y recorte, pero no están en la tela. ¿Por qué? O fueron omitidos por el relator, si sólo dicta lo que no se mueve, o fueron omitidos por el pintor, que habría tenido que disfrazarlos de aldeanos para que no se vieran anacrónicos y delataran el truco. Pero igual de decisiva para crear la ilusión de aldea antigua fue la omisión de algo no semoviente. Tanto, que merece una sección propia; pero no será la que viene ni la otra. Paciencia.
5.
En la segunda apariencia, ¿el pintor decide el recorte (y con eso el tema del cuadro) filtrando la edificación moderna de la descripción exhaustiva que escucha en su atelier? ¿El relator ofrece un menú, y que el pintor tome lo que necesite para hablar de lo que quiere?
No parece. Es más probable que Quino haya dibujado con detalles y rellenos lo que el relator describe (la arquitectura antigua) y con meros contornos vacíos –dos apenas sombreados– lo que el relator deja sin describir (la arquitectura moderna). Es otra manera de hacer foco en algo y desenfocar el resto.
Pero acá esa ordenadora dualidad algo/resto está complicada, porque Quino dibuja dos focos de planos distintos, uno a cada lado de la calle: un foco interno, para la mirada del relator (ocupa una sexta parte de la primera viñeta y casi la mitad de la segunda); otro externo, para nuestra mirada.
Primero hacemos foco en la cabina inducidos por la fila, que va en la misma dirección que la flecha y que nuestro barrido visual. Después enfocamos ahí de entrada, pero también en el fondo singularizado, aunque aún no lleguemos a entenderlo. En esta segunda viñeta los dos focos parecen competir de igual a igual, como si estuvieran en el mismo lado de la calle.
Quino juega a “La carta robada” en los límites de tres viñetas, y respetando las reglas del género en cuanto al remate del chiste: por un lado, logra que ese foco interno pase desapercibido (o incomprendido) hasta el final; por otro lado, los detalles y rellenos, junto con la alineación vertical, favorecen el reconocimiento rápido del paisaje pintado, cosa que nadie tarde mucho en caer.
Si la sincronicidad entre el dedo del relator en el aire y el pincel del pintor en el lienzo es generalizable (o sea, si lo que pasa en el momento capturado pasa en todos), el pintor plasma todo lo que el relator le describe, que es sólo la parte antigua. Si no es generalizable, en otra viñeta podríamos encontrarnos con el pintor esperando sin pintar mientras el relator describe la parte moderna.
La navaja de Ockham hace preferir la primera interpretación. Ese pintor ocioso y expectante puede convivir en la misma historia con el pintor activo, alternándose según qué se relate, pero no es necesario; nada lo pide. La historia cierra con o sin él.
Aceptado que el pintor tiene un asistente, no hay duda de que el autor de esa pintura es el que hace dictar, no el que dicta. El pintor hace dictar y toma el dictado: es el único autor intelectual y uno de los dos co-autores materiales (el otro es el que dicta).
Si estuviera en entredicho quién asiste a quién, aún habría otra vía a la atribución autoral: entre dos candidatos, apostaríamos por el que estuviera más involucrado emocionalmente, más implicado por el tema de la obra. Y acá tiro otra conjetura, pero presumible: creo que eso es más propio –si no exclusivo– del pintor, que pintando ese paisaje parece hablar de su infancia y/o de su juventud. El autor es el que elige el tema y
Su bohardilla, su pava o tetera, su salamandra, su bohemia, su banqueta de junco, su teléfono de baquelita, su edad: el tipo debió crecer en la época en que esas casas antiguas eran las únicas que había, o ya no pero aún predominaban. Hoy es como Dahlmann en el comienzo urbano del Sur, habiendo cruzado Rivadavia en su viaje a Constitución, cuando «...buscaba entre la nueva edificación la ventana de rejas, el llamador, el arco de la puerta, el zaguán, el íntimo patio».
Esta modernidad de entreguerras (estamos en febrero de 1939, al borde de la Segunda) no es la misma que la de posguerra dibujada por Quino, unas décadas posterior; pero el miedo y la pena ante su voracidad se ven muy similares —se sufren parecido.
6.
El truco de encuadrar y omitir hace de un resabio un universo, de una decadencia un apogeo. Pinta sólo tu aldea y la harás universal.
Si literalmente fuera su aldea la que pinta, ese altillo sería el de alguna de esas casas. Y si además el relator viera la escena interior a través de esa ventana (la altura y el ángulo no dan, pero ponele), el cuadro incluiría un autorretrato del pintor, como Valázquez en Las meninas, pero con una puesta en abismo infinita, como la que hay en el efecto Droste de la tapa del Nº 4 de Simpsons Comics:
Para autorrepresentaciones no visuales están las literarias y la filosófica que Borges usa en “Magias parciales del Quijote”. Ninguna tan parecida a esta imaginación como la del mapa de Royce.
En la revista, la imagen que se abisma es la de toda la tapa. En cambio, el pintor no abismaría la imagen entera del chiste gráfico, sino sólo la imagen de la tercera viñeta, que en la tela debería repetirse detrás de una de esas ventanas indiscretas. Quino podría haber abismado esa imagen ya en la segunda viñeta.
Para que la pintura dictada tenga todos los detalles y además se autorrepresente, el relator debe dejar para el final la descripción de lo que ve a través de esa ventana. En el nivel siguiente describirá de nuevo una salamandra, una pava, un teléfono sobre una banqueta, y así hasta llegar a un pintor que es así y asá y que pinta un cuadro donde hay una nube, tejados, chimeneas, un empedrado, y así hasta llegar al portal que da al otro nivel y recomienza el dictado: la ventana por donde se ve a un pintor pintando un cuadro donde hay una ventana por donde se ve a un pintor pintando un cuadro donde hay una ventana por donde...
En rigor, no es necesariamente un recomienzo. El relator no está obligado a dictar todo en el mismo orden. Podría hacerlo, y estaría recorriendo esas cosas como leería los libros de la Biblioteca periódica «un eterno viajero», que «comprobaría al cabo de los siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden (que, repetido, sería un orden: el Orden)». Si se repitieran en otro desorden no habría problema, siempre y cuando incluyera los 251.312.000 libros que hay por período.
La diferencia es que al eterno viajero puede no importarle cuál es el último libro leído de cada ciclo (“Puesto menor”), pero al relator algo así debería importarle. Mientras encare la descripción de la ventana en último lugar, puede ordenar las demás cosas como quiera. Da lo mismo que describa primero la salamandra y después la banqueta o al revés; lo único que importa es que la ventana la relate luego de todo lo que la rodea.
Es un autorretrato infinito, pero más sorprendente es ver la ventana y su contenido achicarse infinitamente. Si viajáramos a través de los infinitos niveles reduciendo progresiva y proporcionalmente nuestros cuerpos, el viaje se parecería a la eternidad animada que diseñó David Packer en Infinitea (un efecto Droste hecho gif):
Como resabio real, el espacio enfocado está transitado: una señora y su perro le pasan por al lado y cuatro personas lo recorren. Como universo pintado, se decidió que estuviera cuasi deshabitado; el efecto es que ahí nada se mueve (ni siquiera la nube, que si no fue pintada recién, habrá sido pintada hace varios minutos y está en la misma ubicación). Y donde nada se mueve, el tiempo parece detenido. (Alguien podría decir que detener el tiempo es un deseo o una fantasía del viejo artista, parte de su nostalgia negadora; pero sería un dato tan conjeturable como inchequeable: no se puede probar que sea cierto, además de consistente.)
O tal vez el universo pueblerino empezará a animarse luego de la larga fase no animada del dictado, sobre el final, cuando lengua, dedo y pincel deberán acelerar mucho para seguirles el paso a otro perro y otros humanos, que los de la segunda viñeta ya no andarán por ahí. Y más que para seguirles el paso, para registrar y transmitir tan rápido que el paso quede congelado en la etapa en que esté, como en el dibujo los andares y las agitaciones de la segunda viñeta (y en la tercera, mínimamente, el movimiento de brazo, mano y pincel).
Tal vez el relator dejó para después lo que antes supuse que estaba excluido por estipulación paisajística o por necesidades de consistencia y verosimilitud, es decir: o por la fuerza del género (una “naturaleza muerta”) o por la fuerza del tema (aldea antigua).
Como la pintura está avanzada pero no concluida, no es imposible que viñetas futuras traigan novedades. Pero es una posibilidad tan disponible como innecesaria, al menos hasta nuevo aviso. (Esperen sentadxs, hermeneutas; perdón de nuevo, Ockham.)
La película puede deparar sorpresas, sobre todo alterando patrones. Pero la foto de hoy tiene silencio y quietud de un lado (lo antiguo compuesto en una tela), y del otro lado (lo moderno visto en directo, viñetas mediante) tiene movilidad y ruido (de gestos ofuscados, de señales y sonidos de tránsito, de carteles, de ladridos y voces eventuales, y de la voz inaudible en la cabina).
El (¿gigantesco?) bolardo dictado y pintado en el presente del dibujo bloquea el paso de autos al interior de la urbanización antigua, que además está prohibido. (Esta precaución de bloquear el acceso que se prohíbe no la tienen Dios con el árbol moralizador del Edén ni el guardián kafkiano con la Ley, cuya puerta está siempre abierta y con él a un lado.)
Un pasaje empedrado, libre de autos, no denota la complejidad de circulación de un sistema vereda de baldosas + calle asfaltada, que recurre a senda peatonal, cartelería lateral, luminaria adecuada y señales de tránsito —una obligación (➡) y dos prohibiciones (🚫 y ⛔) nos dicen por dónde y cómo circular.
Quino dibuja de modo minimalista el sociódromo más complejo (pero de arquitectura más despojada) y de modo maximalista el sociódromo más simple (pero de arquitectura más cargada). Para mayor simplicidad, la pintura silencia 5 voces, 1 ladrido y 1 señalética: aquí no pasa nadie (ni nada).
Llovió sobre mojado en las antípodas: la normal calma pueblerina es acentuada por la ausencia de gente y animales; la endémica ansiedad citadina es acentuada por una demora descomunal.
7.
Hay chistes que se hacen abriendo el plano en la última viñeta; este se hace cerrándolo, pero en un lienzo de la última viñeta. De la primera a la segunda, el plano no se aleja ni se acerca: se desplaza lateralmente –hacia la izquierda– y deja al relator casi centrado; en la tercera hay otra escena con el mismo plano, pero fijo y con el pintor ya centrado. En el cuadro que está pintando (apenas menor al modelo, desde nuestra perspectiva), un plano cerrado convierte en un sitio de límites indefinidos uno de los últimos bocados de la modernidad voraz:
La conversión, insisto, se hace combinando encuadre y omisiones. Repasemos las más evitentes, de mayor a menor: la omisión del edificio del fondo y el de la medianera, la omisión de cuatro personas dentro del predio, y la omisión de un cartel vial. La menos evidente es la omisión de la funcionalidad que el mundo moderno le dio a ese sitio.
Podríamos jugar a encontrar las 7 diferencias e inferir la octava. Para lograr esta inferencia, puede ayudar que hagamos zoom en el área del dictado:
El hombre que está parado, con las manos tomadas por atrás, mira la vidriera de una boutique. La siguiente propiedad también tiene una vidriera, que no llego a leer qué dice. El pasaje empedrado es un paseo de compras. Las viviendas antiguas sobreviven recicladas como locales comerciales de una modernidad vintage. En un gesto restaurador, el pintor les devuelve su función original con la misma omisión de vidrieras y clientes con que convierte ese paseo modernamente arcaico en una aldea genuinamente antigua.
Para recrearla, tuvo que filtrar las novedades en arquitectura, comercio, cartelería, movilidad y moda de las últimas décadas. («El método inicial que imaginó» Pierre Menard para producir el Quijote –sin repetir y sin soplar– incluía «olvidar la historia de Europa entre los años de 1602 y de 1918».)
El tipo detenido frente a la boutique no está estancado ni tenso, como la gente de la fila. Tampoco se los ve tensos ni apurados a los otros paseantes, un matrimonio y otro solitario que caminan en direcciones opuestas. La fila, en cambio, es un muestrario de gestos de impaciencia y ofuscación.
En el siglo problemático y febril, quienes pasean para mirar, tentarse y, eventualmente, hacer compras que no necesitan (necesitan la relajación, alegría o placer que les da comprar) están en las antípodas de quienes se atoran esperando para hacer una llamada que necesitan.
La despreocupación habitual de un lado y una intensa preocupación circunstancial del otro. Las antípodas están apenas cruzando la calle.
El carácter comercial del paisaje modelo complejiza la oposición antiguo/moderno. Lo que el relator y nosotros vemos no es exactamente un resabio de otra época, conservado más o menos intacto entre edificios y calles que amenazan devorarlo; es una antigüedad refuncionalizada que el pintor juega a reconvertir en el original que supo ser, como si fuera su contemporáneo.
También el bolardo está refuncionalizado: sin autos que bloquear, su función aldeana es más bien ornamental. (Si fuera un perro, habría pasado de cazar a "cantar" —el viejo tema de la inutilidad práctica –ya que no simbólica– del arte.) Es razonable suponer que el bolardo no estaba ahí cuando el ahora paseo peatonal de la gran ciudad era una calle más del pago chico. ¿Qué lo salvó de ser omitido en la pintura, junto con las otras novedades? Imagino que el criterio urbanístico de quienes lo emplazaron, que eligieron uno de estilo acorde al entorno donde presta servicio.
Quien compre o reciba de regalo ese cuadro probablemente lo colgará en una pared del departamento que tendrá en alguno de esos edificios nuevos y se transportará con la mirada a un entorno más sencillo y relajado. Pero se estará engañando malinterpretando un engaño: creerá estar colgando y contemplando un paisaje rústico, cuando en realidad estará colgando y contemplando un recorte de casas recicladas complementado por omisiones y refuncionalizaciones (que simula un paisaje rústico).
El truco es que parezca que bastó un recorte para simularlo, o que a lo sumo el recorte contó con la ayuda de dos omisiones necesarias (las del edificio de al lado y el del fondo). Y efectivamente eso es lo que parece a la velocidad común a la que se mira un chiste gráfico (en general, caés y lo dejás de mirar). Cuando aumentás la atención y recién llegás a notarlas, esas diferencias no te distraen de la abundante similitud que las rodea; en su contexto quedan como menores e irrelevantes, como roturas insignificantes del teléfono.
Pero si prestás más atención, notás que sin ellas no hay aldea antigua; para aceptarla, ahora necesitás algunas o todas esas omisiones. Quino hizo un chiste para tres o seis velocidades: rápida (sólo el recorte), semi-rápida (recorte + omisiones edilicias), y unos cuatro grados de detención y detenimiento (cuanto más tiempo te tomes, más omisiones vas a necesitar): [[[[recorte + omisiones edilicias + omisiones de humanos modernos] + omisión de cartel de tránsito] + omisión de refuncionalización urbanística] + omisión de refuncionalización del bolardo]. “No se puede hacer más lento”, diría René Lavand.
Entonces, ¿hubo o no un teléfono roto? Meta-pregunta: ¿la cuestión se resuelve con un sí o un no o admite ambas respuestas, ninguna al 100%? Para empezar, las diferencias no se deben a errores de transmisión o de recepción, como en un típico teléfono roto, sino a la decisión artística de componer una aldea antigua.
Esto no quita que existan y que no sean superfluas. Pero si por esas 8 diferencias –sobre un total inmenso de igualdades minuciosas y, sobre todo, inesperadas– decimos que hubo un teléfono roto, agreguemos que en cantidad se rompió tan poco que no causa gracia por ese lado y sí por el opuesto, el de la inverosímil similitud entre lo que vemos y ve el relator y lo que vemos y ve el pintor.
Visto con lupa y tiempo, ahí no hubo un teléfono roto; a ojo de buen cubero, que es como se miran los chistes gráficos, sí. Quino hace funcionar términos que normalmente se desactivan entre sí: la repetición (teléfono no roto: el paisaje es el mismo) y la diferencia (teléfono roto: pasamos del contexto moderno del modelo al tema antiguo del retrato).
8.
Con una precuela podemos lograr una resignificación de similar impacto al de ese recorte con omisiones. La que imagino da un pre plot twist que visto de lejos cierra mejor que de cerca, pero juguemos:
Hay un concurso de dictados. Cada participante tiene 10 minutos. El que vemos está hace 30 y los que esperan su turno se impacientan.
De cerca no cierra porque está difícil justificar lo casual de sus vestimentas y accesorios (maletín, cartera, diario), que los hace más normales, cotidianos y circunstanciales que concursantes. En todo caso, el ejemplo fallido deja planteada la posibilidad de una precuela que cambie el sentido de esa impaciencia.
El impacto del cambio sería parecido al de la resignificación que sentirías si primero vieras la pintura y después te enteraras de su historia de teléfono no roto, como si la tercera viñeta pasase a ser la primera. (Una secuencia así sigue una película de 2004 dirigida por M. Night Shyamalan, The Village, donde la revelación –SPOILER ALERT– nos lleva de la aldea decimonónica a la urbe moderna, al revés que acá.)
En la historieta de Quino, lo resignificado con la revelación del otro lado de la línea telefónica –tercera viñeta– es algo que en la segunda viñeta pudo haber sido registrado como un fondo ajeno a la llamada o, a lo sumo, como la locación donde había alguien o pasaba algo, que sería lo que el hombre estaría señalando. (Otro relato no certero que cierra; recuerden: consistencia no es puntería.) En cualquier caso, era algo que se dejaba ver, pero no entender.
Se dejó entender (no es un decorado, es un tema) obligándonos a aceptar una hazaña humanamente imposible: un pincel le empata a una lengua. El pincel llega en el lienzo hasta donde llegó a dibujar en el aire el dedo del relator. No cualquiera te va pintando lo que le vas diciendo y te hace un cuadro en tiempo real, como no cualquiera te va dibujando una de esas “pocas caricaturas que se transmiten en vivo”, que no son más porque “la muñeca del dibujante no aguanta”:
“El espectáculo de Tomy, Daly y Poochie” (T8E14).
Las velocidades de esas dos muñecas son hiperbólicas. También lo es la duración de la llamada, visto lo avanzado y detallado de la pintura y considerando una velocidad normal de dictado (no puede ser hiperbólica: si el relator hablase –y el pintor pintase– tan rápido que la llamada durase 15 o 30 segundos, no habría malestar en la fila, que no sería tan larga).
Si la fila que vemos es la única que hubo durante toda la llamada, también es hiperbólica la elasticidad de esa espera. Y si no es la única, puede ser la última o penúltima de un número hiperbólico de filas normales que fueron sucediéndose en todo este tiempo.
La vieja fila de esperantes muere cuando la impaciencia los va haciendo abandonar, del último al primero (y suponiendo que ninguno expulsa al ocupante excedido). Si antes del último abandono se incorpora gente nueva, la fila es mixta y es como una lombriz cortada que se regenera; si no, muere y la nueva fila nace cuando alguien ve que en esa cabina ocupada no hay nadie esperando, y otro ve que hay uno solo, y otro que hay apenas dos, etc.
La fila crece hasta estabilizarse en una longitud disuasiva para quienes piensen sumarse, que buscarán cerca alguna otra menos larga. (A igual demanda, cuantas más cabinas públicas haya, más cortas serán aquella longitud y la tolerancia a esperar más de la cuenta —ergo, la que vemos debe ser la única cabina en varias cuadras a la redonda.)
A partir de ese momento, para todos, desde el que llegó primero hasta el que llegó último, la duración exorbitante de la llamada es la duración exorbitante de la inmovilidad de la fila (algún múltiplo de la inmovilidad esperada o de la tolerable, si es una hipérbole conmensurable). Y fila que para (durante mucho tiempo), fila que cierra.
Si una de esas filas normales fuese la que vemos en la primera viñeta, que sea la última o la penúltima dependerá de cuánto más aguanten los seis que la integran (si es que no hay más y el dibujo los dejó afuera). Por lo que se ve, ya sufren una exorbitancia estancada.
Son todas personas ocupadas, tal vez urgidas, que interrumpieron más de lo previsto lo que estaban haciendo: un trabajo (el hombre del portafolio); ¿una búsqueda de empleo? ¿una apuesta hípica? (el que en la cabina va a usar un diario, que ahora marca el ritmo de su hartazgo); una salida social o de compra (la señora); etc.
Aún ninguno insinúa querer irse, pero el que mira enojadísimo su reloj podría hacerlo en breve; los otros cinco tienen la mirada clavada en el relator, que desconoce toda la hostilidad gestual desplegada para apurarlo (la ubicación del paisaje a dictar hace que les dé la espalda –en rigor, la nuca y el costado derecho, pero con el mismo efecto).
La exasperación es bifronte: la indignada conciencia del tiempo transcurrido se complementa con la angustiante incertidumbre del tiempo restante. No saben que la espera está por terminar porque no saben que al cuadro –que no saben que existe– le falta poco, como sabemos desde afuera –porque vemos el modelo y el pseudorretrato– y como saben el relator –porque recuerda lo descripto hasta ahí– y el pintor –porque lo ve en su tela–.
Con un cuadro por la mitad o recién empezado (por ejemplo, sólo con el bolardo que está completando el pincel, que por ser el presente del dictado no puede no estar), se dañarían dos gracias del chiste: el efecto de teléfono no roto, si subsistiera, sería mucho menor, igual que el tiempo transcurrido y la espera, lo que no cuadraría con la exasperación de la fila. Comprobalo vos mismo:
Con un cuadro incipiente, el chiste sería un “¡Ah, mirá! Está pintando eso mismo”. Cerca de terminarlo, en cambio, hay un 2 en 1: “Mirá cómo le quedó / va quedando eso que estaba / está pintando: ¡igualito!”.
Si la impaciencia no los quiebra, los seis que vemos serán la última fila y querrán linchar al relator ni bien salga. En cambio, si la impaciencia los quiebra, abandonarán y luego se formará la última fila normal de usuarios, que al cabo de un tiempo normal verán salir al relator y no sospecharán la enormidad que estuvo (si la fila es mixta, no lo sospecharán los últimos –los más recientes– y lo reprocharán los primeros –los más antiguos–).
Moraleja: exagerando se distiende la gente. Otro efecto humorístico lo causa la inadecuación (de una reliquia aldeana en la gran ciudad); otro, la refuncionalización (de esa reliquia como paseo de compras; de un bolardo como adorno; de una cabina pública como cabina de transmisión privada; de una banqueta de junco como mesa de teléfono; y de un cajón frutero como soporte para la paleta).
Tres grandes del humor: algo o alguien se va al carajo, o no está donde debe, o ya no es lo que era. El humor es el arte de exagerar, dislocar, transformar, y no sé qué más. El que sabía era Quino.
En los subterráneos, espacios de publicidad vacantes son publicitados con una vistosa leyenda: "Así se verá su aviso". La afirmación no tiene posibilidad de ser falsa: o es verdadera o no es; o nace verdadera o no nace. Tal es la prerrogativa de los enunciados autoevidentes.
2.
Imaginemos que el Dios que fue desafiado a crear una piedra inlevantable le hace sufrir lo que él sufrió a un devoto que le ha jurado obediencia perfecta. Le bastó escribir un primer mandamiento para frustrar la pretensión: "No leas esto".
La orden prohíbe aquel acto sin el cual no existiría, sin el cual carecería de efecto. No tiene posibilidad de ser cumplida: o es incumplida o no es. La existencia misma de la orden (o el hecho de su vigencia, si se prefiere) provoca –más aún, implica– la transgresión de su voluntad. El único efecto posible de este mandato es su desobediencia: me exige lo que me impide.
3.
La sílaba de un monosílabo no es ni tónica ni átona: en su caso, la opción ya no cuenta. Una sílaba es tónica sólo en relación a otra que no lo es. Si se anula uno de los términos de la relación, se desvanece la relación misma (no sería una carrera aquella en la que sólo pudiera salir primero, por ser yo su único participante inscripto).
Una aseveración puede ser verdadera o falsa; una orden puede ser obedecida o desobedecida. En "Así se verá su aviso" y en "No leas esto", un término de la opción es absolutamente elegible y el otro es absolutamente inelegible. La alternativa existe, pero con la decisión ya tomada, obligada.
La falsedad o la obediencia no son posibles: fueron posibles, hasta el momento en que tuvo lugar la constitución del acto verbal; a partir de ahí, sólo la verdad y la desobediencia son posibles. Si el acto verbal tiene algún efecto, ese efecto es de verdad y es de desobediencia.
En gramática, la morfología estudia las relaciones que establecen entre sí los morfemas de una palabra (que son sus partes significativas). Por ejemplo, en canté hay un morfema llamado raíz (cant-), que da el significado léxico, y hay un morfema que se le acopla, llamado desinencia (-é), y que da la información de persona, tiempo y modo del verbo conjugado (en este caso, 1ª persona del singular del Pretérito Perfecto Simple del Modo Indicativo).
La sintaxis es la parte de la gramática que estudia las relaciones que establecen entre sí las palabras de esa supraunidad significativa que es una oración (que no preexiste a esas relaciones, sino que resulta de ellas). Las alianzas se dan a distintos niveles de integración. Ejemplo: en La bataraza puso un huevo, «la» se relaciona con «bataraza» y la alianza «la bataraza» se relaciona con la alianza «puso un huevo», donde a su vez «un» se relaciona con «huevo» y «un huevo» se relaciona con «puso». A esas relaciones se les da el nombre de funciones sintácticas.
De tan usual, la última relación se cristalizó. No es lo mismo que Juan ponga un huevo en la heladera a que una gallina ponga un huevo. En el primer caso, tenemos un poner algo ahí; en el segundo, un poner un huevo (es decir: el sentido se aprehende empaquetando toda la construcción o sintagma verbal, no sólo su núcleo). La gallina –o cualquier ovíparo– pone específicamente un huevo, no algo que puede ser muchas cosas, y lo pone sin una colocación, a diferencia de Juan. Dicho de un modo más sintáctico: en el primer caso, «un huevo» está complementando el sentido de «puso», junto con «en la heladera»; en el segundo, está constituyendo junto con el verbo el sentido de «poner un huevo».
Con esa dinámica de alianzas (que también podríamos metaforizar como enlaces químicos), si vemos la sintaxis como un juego podemos decir que tiene dos reglas básicas:
1) sus piezas pueden agruparse entre sí y formar nuevas piezas: o sea, hay piezas simples (las palabras) y piezas compuestas (las construcciones, a saber: los grupos de dos o más palabras relacionadas entre sí; la construcción mayor es la oración misma);
2) en razón de esos niveles de integración, cada pieza –simple o compuesta– tiene una sola función y por cada función hay una sola pieza. Ejemplos: en Juan duerme, «Juan» no funciona de Sujeto y de Núcleo del Sujeto, sino sólo de Sujeto (de la Oración Simple Bimembre), y «duerme» no funciona de Predicado Verbal y de Núcleo del Predicado Verbal, sino sólo de Predicado Verbal (de la Oración Simple Bimembre); y en Llueve, «llueve» no funciona de Predicado Verbal y de Oración Unimembre (lo que sería un contrasentido), sino sólo de Oración Unimembre. Moraleja: en los falsos duelos entre una función más general y otra menos, siempre gana la más general.
La regla 1 dice cómo pueden ser las piezas del juego; la 2, cómo pueden jugar. Cómo deben jugar es algo que dice el reglamento del juego, porque ambas reglas lo que tienen de básicas lo tienen de triviales. En principio, el reglamento sintáctico se puede reducir a esta interpelación a cada pieza: «Dime qué eres y te diré de qué juegas».
Notemos que para decirle de qué juega no le pide informar qué significa, sino sólo qué (clase de) pieza es: si es una pieza sustantiva, una adjetiva, una verbal, una adverbial, etc. Dicho de otra manera: en principio, en sintaxis no importa el significado de la pieza en sí (el significado léxico), sino sólo el de la clase a la que pertenece (que puede significar una sustancia, una cualidad, un evento, una circunstancia, etcétera). O eso se pretende.
Para ver fracasar esa pretensión, imaginemos que un reglamento de fútbol multiespecies estipula que sólo un batracio puede jugar de arquero, sólo un pez puede jugar de defensor o de mediocampista, y sólo un cetáceo puede jugar de delantero. Imaginemos ahora que en un partido concreto una ballena juega de mediocampista y nos parece bien; algo así sería que una pieza sustantiva, por su significado léxico, jugara de Circunstancial de Tiempo, por ejemplo, que es algo propio de una pieza adverbial con esa significación (hoy, ahora, ayer).
Más adelante veremos un ejemplo, pero ya podemos notar que la interpelación se complejizó: «Dime qué eres y qué significas y te diré de qué juegas» ni bien me haya fijado qué son y qué significan las otras piezas con las que interactuás o que interactúan con las que interactúan con vos, etc. De hecho, ni siquiera es necesario hablar de un sustantivo jugando de adverbio para advertir la importancia crucial del significado léxico. Para argumentarlo, volvamos a mi frase de cabecera.
En La bataraza puso un huevo hay dos sustantivos jugando de sustantivos, ambos en 3ª del singular, pero no sabríamos cuál está concordando en persona y número con el verbo y cuál está meramente coincidiendo (es decir, cuál juega de Sujeto y cuál de Objeto Directo) si no supiéramos sus significados y el del verbo. Que el descarte sea tan inmediato que no nos detengamos en la posibilidad de que un huevo haya puesto (a)🌤 una bataraza no significa que no lo hagamos al elegir la otra posibilidad. Ese descarte y esa elección son lexicalmente semánticos y están en la base de cualquier conexión sintáctica. Una persona puede dar eso por sobreentendido cuando analiza una oración; una calculadora, no.
🌦 La «a» de un Objeto Directo es diacrítica: cuando puede haber ambigüedad, explicita la dirección de la relación, como si fuera una flecha indicándonos cuál de dos caminos tomar. La oración agramatical *Juan espera Pedro tiene dos soluciones posibles, una por cada dirección de la transitividad: A Juan espera Pedro o Juan espera a Pedro. Con la «a» desempatamos entre dos candidatos igualmente buenos para el cargo de Sujeto de esperar.
En cambio, en Juan espera la navidad (o el bondi o la lluvia), la «a» no es necesaria porque sabemos que la navidad, el bondi y la lluvia no esperan, algo que sí puede hacer Juan. Y ese saber es el de los significados de las palabras. Con ese conocimiento, la dificultad se reduce a identificar quién espera y qué es esperado, cosa que hacemos en el acto.
La necesidad de diferenciar quién espera y quién es esperado también surge a nivel semántico; la prueba es que persiste aun con la diferencia morfológica de persona y/o de número. Los candidatos no dejan de parecernos iguales por que se presenten distinto (en 1ª y 3ª del singular, por ejemplo): Juan no va a decir *Espero Pedro, sino Espero a Pedro. Seguimos reaccionando a la necesidad de desambiguar, aun cuando ya lo haga la morfología verbal.
Vimos las diferencias activo-pasivo entre quién y quién y entre quién y qué; veamos entre qué y qué. En Una diáfana mañana ilumina el arado, sabemos qué ilumina y qué es iluminado sin necesidad de una «a», nuevamente gracias a nuestro conocimiento semántico: una mañana puede iluminar; un arado, no.
En cambio, si digo Una vela ilumina a una linterna, no creo que a nadie le haya dolido su oído gramatical por esa «a», que viene a desempatar entre dos candidatas iluminadoras (esperar que la más potente ilumine a la menos favorece que aceptemos la preposición flecha, que nos reasegura que este es el caso inverso). Esa «a» también podría no estar, y el desempate sería por orden de aparición: el primer qué es Sujeto; el segundo, Objeto Directo.
Si esto fuera un ensayo, este sería su epígrafe:
«Aquí Alicia empezó a adormecerse un poco, y continuó diciéndose, como si soñara:
—¿Comen murciélagos los gatos? ¿Comen murciélagos los gatos? —y a veces—: ¿Comen gatos los murciélagos? —porque, como no tenía respuesta para ninguna de las preguntas, no importaba demasiado el modo en que las hiciera.»
Lewis Carroll, Alicia en el País de las Maravillas
¿La concordancia de persona y número es una explicitación morfológica de la conexión sintáctica sujeto-predicado o es su regla de activación (si concuerda, es el sujeto)? ¿Es constatativa o es performativa? El verbo castellano cambia su forma (flexiona: se conjuga) para explicitar o establecer esa conexión. En la otra punta del puente, más transformers son los pronombres personales, los únicos del clan que pueden hacer de Sujeto Expreso: yo; vos o tú; él, ella; nosotros/as; ustedes y/o vosotros/as; ellos/as (y donde hay barras de género piden pista las variantes con “e”: nosotres, vosotres, elles).
Si una calculadora tuviera la habilidad morfológica de distinguir persona y número de cada pieza verbal y de cada pieza sustantiva, la necesidad de una habilidad léxico-semántica se limitaría a los casos coincidentes (como el de «bataraza», «huevo», «puso»), que igual son un montón. Veamos uno de los otros casos.
En Yo adivino el parpadeo de las luces, sabiendo que el verbo está en 1ª del singular la calculadora ya podría descartar que «el parpadeo de las luces» (3ª singular) juegue de Sujeto. No necesitaría saber qué dicen esas piezas que se presentan bajo esas formas para saber cómo se relacionan. Hacer abstracción de lo semántico es el sueño húmedo de las máquinas.
2. Un cálculo
Dejemos por el momento el juego y pasemos a ver la sintaxis como un cálculo, que es otra metáfora que puede cuadrarle. Una calculadora aritmética tiene botones “semánticos” (los dígitos del 0 al 9) y botones operacionales (los básicos son los de suma, resta, multiplicación y división). Análogamente, la calculadora sintáctica tendrá como botones semánticos clases de palabras (como sustantivo, adjetivo, verbo, etc.) y tendrá como botones operacionales las cuatro relaciones básicas que pienso que existen, a saber:
1) Predicación: A predica algo sobre B.
2) Modificación: A modifica a B.
3) Subordinación: A subordina a B.
4) Coordinación: A coordina a B con C.
Las piezas semánticas pueden reducirse a seis tipos: piezas sustantivas (SUS), adjetivas (ADJ), verbales (VER), adverbiales (ADV), más PREposiciones y CONjunciones. A cada una de las cuatro primeras se asimilan determinadas construcciones y otras clases de palabras (por ejemplo, un pronombre personal juega igual que –equivale a– un sustantivo; un artículo, igual que un adjetivo; un verboide, igual que un verbo).
Para no seguir hablando en el aire, veamos el boceto que hice de la calculadora sintáctica:
Las cuatro relaciones sintácticas básicas son transitivas y ninguna es recíproca. Por ejemplo, en la construcción sustantiva montaña alta, «alta» modifica a «montaña», pero «montaña» no modifica a «alta»: sólo es modificada por «alta». Ergo, cada relación básica tiene una versión activa y otra pasiva (izquierda y derecha de cada botón operacional, respectivamente). Así,
ADJ + Ma + SUS
se lee: “Pieza adjetiva modifica a pieza sustantiva”. Pulsados los correspondientes botones en ese orden, el display mostrará la función sintáctica “Atributo” (o “Modificador Directo, tipo Atributo”). Su inversa (su versión pasiva) es
SUS + Mp + ADJ
y se lee: “Pieza sustantiva es modificada por pieza adjetiva”. En este caso, el display mostrará el resultado “Núcleo de una Construcción Sustantiva”, la cual puede estar jugando de Sujeto, de Aposición, de Término de varios modificadores, tanto de un sustantivo (Término de un Modificador Indirecto) como de un verbo (Término de un Objeto Directo con “a”, o de un Objeto Indirecto, o de un Complemento Circunstancial, o de un Complemento Agente). Las versiones pasivas nos dan las funciones de Sujeto, Término, y núcleos de distinto pelaje; las versiones activas nos dan el resto de las funciones.
Como se ve, las operaciones relacionan piezas semánticas. Siguiendo una distinción que viene de la lógica medieval, hay cuatro clases categoremáticas (representan sentidos referenciales: sustancias y cualidades de sustancias, eventos y cualidades de eventos, para decirlo rápido) y dos sincategoremáticas (una preposición o una conjunción no tienen referencia externa: representan relaciones, lo que las ubica a mitad de camino entre los otros botones semánticos y los botones operacionales –por eso los distinguí con otro color y otro tamaño, pero en el área semántica).
Por ese display tienen que poder pasar todas las funciones sintácticas que hay. En el cuadro que sigue las voy a ir desplegando sobre una misma oración. Las únicas que veo que no están son las funciones de Predicado Nominal (El arroz, la base de toda comida china) y Predicado Adverbial (El dólar, en alza). Son fáciles de calcular:
SUS (o ADJ) + Pa + SUS
ADV + Pa + SUS.
Pero tal vez no sean más que Predicados Verbales con el verbo elidido y sobreentendido (mucho ser y estar por ahí). En todo caso, lo que importa es que la función que no esté listada en el cuadro pueda tener su secuencia de pulsaciones. Si no pudiera, tendríamos un problema.
La utilidad de esta calculadora sintáctica no es práctica; es pedagógica: sirve para visualizar y comprender que la sintaxis es un cálculo, donde cuatro operaciones conectan seis tipos de pieza y a cada conexión la llamamos función sintáctica.
Y no es práctica porque corre por nuestra cuenta la decisión de qué se conecta con qué y cómo, en base a saber qué significan las palabras en danza; por ejemplo, la decisión de conectar «la bataraza» con «puso un huevo» en una relación de predicación, de la que es el Sujeto, y de conectar «un huevo» con «puso» en una relación de modificación (es su Objeto Directo).
De las posibles conexiones entre esos dos sustantivos y ese verbo, sin conocer qué significan no tenés una razón para inclinarte por uno de los dos pares de conexiones, o sea, para interpretar, que acá supone quedarte con una conexión por sustantivo y descartar el resto por absurdo, descabellado, disparatado y/o simplemente impropio (un mix de eso sería apostar por «un huevo» como Sujeto de «puso» y «la bataraza» como Objeto Directo). Seas persona o calculadora, sin saber qué dicen esas palabras no podés saber de qué juegan, cómo se relacionan (ni, por lo tanto, qué suprasentido emerge de sus interacciones, que es el sentido del enunciado).
Como es obvio (pero no menos decepcionante), esta calculadora no es un analizador; no le tirás una oración y te la devuelve analizada. Lo único que podés hacer es preguntarle cómo se llama la función que conecta así esto con eso y leer la respuesta en el display. Y para hacerlo necesitás las habilidades sintácticas de seleccionar bien el así de la conexión y de reconocer el esto y el eso conectados. Ya hay que saber algo de sintaxis para usar esta calculadora, pero enseñar a usarla es enseñar sintaxis.
En todo caso, lo que me interesa es que cualquier enlace entre las piezas del juego puede formalizarse, es decir, identificarse con una fórmula, una secuencia de pulsaciones. Toda conexión sintáctica tiene una y sólo una fórmula (o una por interpretación, si puede interpretarse de más de una manera).*
Según mis anotaciones casuales, el 18 de diciembre de 2002 Rolando Graña dijo en su programa de TV: “En los 90, Menem relajó los controles del juego por dinero.” Interpretar que Menem relajó los controles de eso que llamamos 'juego por dinero' es interpretar que «por dinero» se conecta (hace sentido) con «juego»: (PRE + Sa + SUS) + Ma + SUS (Modificador Indirecto). En cambio, interpretar que Menem relajó por dinero los controles del juego (como también se le dice, más breve) es interpretar que «por dinero» se conecta con «relajó» y es su Circunstancial de Causa: (PRE + Sa + SUS) + Ma + VER.
No a la inversa: una fórmula puede corresponder a más de una conexión, como muestran las enumeraciones de la columna Función.
Algunas serán conexiones del mismo tipo, como las de un Atributo (juega un adjetivo) y un Determinante (juega un artículo) en «la presidenta saliente»; ambos son modificadores de un sustantivo y caben, en esta simplificación, en la fórmula ADJ + Ma + SUS. Entre los modificadores de un verbo puede haber más distancia. Por ejemplo, pulsar SUS + Ma + VER puede dar como resultado un Objeto Directo sin “a” («las cuentas»), un Objeto Indirecto cumplido por un pronombre objetivo («le»), o un Circunstancial («el lunes»).
Llegamos al ejemplo pendiente de una pieza sustantiva jugando adverbialmente: «el lunes» es la circunstancia temporal –el cuándo– de la acción de María de dejar limpias las cuentas del club. Con saber sólo que es una construcción sustantiva, y no qué significa, no podríamos saber que es el cuándo de esa acción, ni siquiera por descarte (descartar que sea su quién o su qué, que ya están asignados, no conduce sí o sí a que sea su cuándo). Una inteligencia artificial podría simular saberlo de un modo indistinguible a como mi inteligencia humana parece saberlo; mi calculadora sintáctica, no.
La misma pieza compuesta (y con el mismo significado léxico) en otra oración puede funcionar nominalmente; por ejemplo, como Sujeto de El lunes es el primer día laboral de la semana. Y seguiríamos entendiéndolo como Sujeto en la variante anómala *El lunes Juan es el primer día laboral de la semana gracias a conocer su significado y el de las otras palabras. Sin ese conocimiento, no podríamos descartar como Sujeto a «Juan», que ahí no tiene nada que hacer (salvo que lo pongamos entre comas para volverlo un vocativo).
Por último, pero no menos importante: no toda secuencia de pulsaciones es válida; el display de esta calculadora sintáctica, al igual que el de la otra, puede mostrar ERROR como resultado. Por ejemplo, la secuencia SUS + Ma + ADJ (una pieza sustantiva modificando a una pieza adjetiva) da error, como las otras recíprocas (SUS + Pa + VER; VER + Ma + SUS; VER + Ma + ADV; etc.). Otros errores no son conexiones recíprocas a las que se usan, sino meros disparates; por ejemplo, ADJ + Ma + PRE (una pieza adjetiva modificando a una preposición); o CON + Sa + ADV; o VER + Ca + VER; etc. De lógica inversa o ilógicas, en el juego de la sintaxis no existen esas jugadas, no son legítimas: no hay una función sintáctica que resulte de hacer esas conexiones.
Si jugáramos al azar con los diez botones de la calculadora, la inmensa mayoría de los resultados serían ERROR. Análogamente, la combinatoria ciega de 25 elementos (22 letras, el espacio, la coma y el punto) que llena los libros del cuento “La Biblioteca de Babel”, de Borges, hace que la inmensa mayoría sean libros sin frases ni palabras en ningún idioma (como el libro que contiene la secuencia «MCV» de principio a fin).
Otro ejemplo: nadie esperaría leer la oración La bataraza puso un huevo en el desparramo de una sopa de letras que cayó al suelo. Escribir la frase es tomar un atajo a ella, que el azar nos depararía sí o sí recién después de muchísimos años y sopas volcadas.
Al definir –gramática mediante– qué se puede hacer y qué no, qué tiene sentido y qué no, una lengua es un archipiélago de jugadas legítimas rodeado por un océano de jugadas ilegítimas. En eso es como cualquier otro juego (incluido el de la aritmética).
Quiero distinguir el desear o anhelar (un desear hondo y largo) del fantasear, por un lado, y del querer, por el otro. Y quiero distinguir la felicidad de conseguir lo que anhela el corazón de otras felicidades más momentáneas y de otras fantaseadas, que no es igual que deseadas.
En el cuento de Borges “La otra muerte”, la idea a explotar es que Dios puede revocar el pasado. Pero como la sustitución de una historia universal por otra no es instantánea, en lo que dura coexisten reemplazada y reemplazante y se producen contradicciones transitorias. pic.twitter.com/wjODKCjkxu
La conjetura más fácil y menos satisfactoria «postula dos Damianes: el cobarde que murió en Entre Ríos hacia 1946, el valiente que murió en Masoller en 1904». La conjetura del narrador también tiene dos Damianes, pero uno llegando y el otro yéndose. Fue un milagro con testigos.
No fue como el milagro secreto que le dio a Hladík 1 año más de vida en un universo detenido, que reanudó su marcha con una ejecución. Pedro Damián también es beneficiario de un milagro privado: el canje de una muerte por otra en la historia universal, que no deja de ser lineal.
A los testigos de su muerte en 1946 y de su cobardía en 1904 se les cambió la memoria o se los mató (Abaroa, que lo vio morir, al poco tiempo «murió… porque tenía demasiadas memorias de don Pedro Damián»).
–🎶…y quiero que me perdonen por este día los muertos de mi felicidad🎵
Damián protagoniza una felicidad. Su muerte no es grande: ocurre «en una triste guerra ignorada y en una batalla casera». Pero lo que importa es que ahí se cumple un deseo: «consiguió lo que anhelaba su corazón, y tardó mucho en conseguirlo, y acaso no hay mayores felicidades».
Hladík también protagoniza una felicidad cumpliendo un deseo, aunque nadie se entere y acto seguido muera. «No trabajó para la posteridad ni aun para Dios, de cuyas preferencias literarias poco sabía». Sin un otro, su obra casera ya es más ignorada que la triste guerra de Damián.
Si la felicidad es conseguir lo que anhela el corazón, Damián lo consigue muriendo; Hladík lo consigue y muere. Damián anhela morir como un valiente; en su felicidad hay una performance. En la de Hladík hay una obra: «Si de algún modo existo… existo como autor de Los enemigos».
Al menos lo que pide concluir es una obra. Pero mientras la hace hay una performance inmóvil y una vez hecha, nada. Vale como proyecto (o futuro) y como trabajo (o presente), no como resultado (o pasado). ¿Qué obra deja de existir ni bien empieza? O trasciende algo o no es obra.
La no obra de Jaromir Hladík es «el delirio circular que interminablemente vive y revive» Jaroslav Kubin, que enloqueció cuando Julia de Weidenau, a la que alguna vez «importunó con su amor», se volvió novia de Roemerstadt. Kubin alucina ser “el imbécil con el que huyó mi mujer”. pic.twitter.com/PTr7nINuEh
A Damián el milagro le permite corregir su vida; a Hladík, justificarla. Una vida es rescatada de la deshonra criolla; la otra, de ser vana para un paladar europeo. Vuelve el duelo o la danza entre las armas y las letras y entre los dos linajes que tiran de Dahlmann en “El Sur”.
De noche, todos los gatos son pardos y todos los Juanes, Pedros. Con un poco de luz ya se distinguen: Pedro Damián desea morir acometiendo; Juan Dahlmann desea convalecer, pero a punto de morir acometiendo fantasea que lo hubiera elegido o soñado en la 1ª noche de hospital. 🗡️>💉
Poco antes de fantasear una liberación, una felicidad y una fiesta, Dahlmann fantasea evitarlas: «No hubieran permitido en el sanatorio que me pasaran estas cosas». Ahí pierde la esperanza de no morir; al atravesar el umbral, el temor a morir. Recién entonces fantasea esa muerte.
El sanatorio no está ahí para salvarlo (quedó atrás) ni su valioso libro logró «tapar la realidad», donde le impactó una 2ª bolita de miga, esta vez firmada por unas risas. El Norte está ausente (es pasado) o está y se usa pero es inútil para evadirse de un sureño peligro real.
No cuenta como fantasía el delirio bajo el cual Damián consiguió lo que anhelaba su corazón. Para él cuenta como real y los de afuera sabemos, desde los griegos, que somos la sombra de un sueño. En cambio, ninguna fantasía cuenta como real porque se hace invirtiendo la realidad. https://t.co/tRUq1NLbGT
Si no es un sueño, Dahlmann no está en la noche en que le clavaron la aguja, que es la temporalidad de su fantasía. Tampoco lo está si es un sueño posterior a esa noche, como sería el delirio febril de una agonía. Lo está sólo si es un sueño de la anestesia, esté o no por morir.
Pero lo está de un modo inocuo, porque lo ignora. Vos, que creés eso, sabés que está soñando anestesiado; él no. Su sueño no es lúcido. No sabe que está en la noche de la aguja soñando con la noche del puñal, donde fantasea estar en la de la aguja eligiendo esa muerte liberadora.
Como sea, fantasear esa muerte cuando se te viene encima no es igual que desearla y buscar merecerla. O que desear acabar la obra que creés que justificaría tu vida. Dahlmann elige lo criollo, pero no lo desea. Ávido es sólo por un libro antiguo; con su casa del Sur es indolente.
Esa indolencia domina la situación inicial, que el accidente surgido de la avidez bibliófila corta: «Verano tras verano se contentaba con la idea abstracta de posesión y con la certidumbre de que su casa estaba esperándolo, en un sitio preciso de la llanura». Cero avidez criolla.
En vez de una experiencia singular, los eucaliptos balsámicos y la casa rosada ex carmesí eran «una de las costumbres de su memoria». Y en general, «su directo conocimiento de la campaña era harto inferior a su conocimiento nostálgico y literario». Dahlmann es un gaucho con Osde.
El ícono de la literatura gauchesca, que tiene voluntad de ser gaucha, es una de las cosas que fomenta el criollismo voluntario de Dahlmann, que es la voluntad de una voluntad. Otras son nostalgias heredadas, como el daguerrotipo y la vieja espada. Otras, el desgano y la soledad.
La soledad es común a los tres. El otro letrado del trío, Hladík, se parece a Dahlmann: «Fuera de algunas amistades y de muchas costumbres, el problemático ejercicio de la literatura constituía su vida». Durante el año que transcurre en su mente hay soledad, pero no hay desgano.
Lo mismo vale para Damián, que «los últimos 30 años los pasó en un puesto muy solo», pero sin desgano: «Pensó con lo más hondo: “Si el destino me trae otra batalla, yo sabré merecerla”. Durante 40 años la aguardó con oscura esperanza» y se le dio, «por obra de una larga pasión».
Como Damián, Dahlmann empieza cobarde. Pero acaba resignado, no valiente (y tarda minutos, no 40 años). Primero racionaliza su miedo: «se dijo que no estaba asustado, pero que sería un disparate que él, un convaleciente, se dejara arrastrar por desconocidos a una pelea confusa».
Después, cuando la retirada tendría nombre, la «pelea confusa» con peones ebrios se convierte en un «duelo» europeo por el honor, que Dahlmann no espera ganar ni teme perder. El desafío a las fuerzas del mal que en el Norte hizo con un libro, lo perderá en el Sur con un puñal.
El romántico Dahlmann –narrador mediante– ve un duelo con fuerzas sobrenaturales, que habían sido despiadadas con una ¿mínima? distracción (la excluyente concentración en su objeto de deseo). Ese duelo cósmico se define en uno mundano, donde un mestizo hará lo que hizo un indio.
La historia de un bochazo en un examen de ingreso sería parecida. El viejo gaucho diría: —¿Así que el Sur es tuyo o creés que pertenecés al Sur? Vení a probarlo. El examen es un duelo a cuchillo. Tirá ese libro, que no sirve ni para frenar una bolita, y levantá esta daga desnuda.
En vez de un bochazo, esa muerte podría ser la membresía del que elige pertenecer atraído por una muerte romántica. El abuelo fue criollo hasta el final; el nieto, desde. «A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos.»
Hladík y Damián tienen su voluntad donde tienen su pasión, deseo o anhelo. Dahlmann se parte: tiene su deseo en el Norte y su voluntad en el Sur. Voluntad para salvar –«a costa de algunas privaciones»– la estancia de los Flores, y para elegir su linaje y una muerte contrafáctica.
Hace sus elecciones «a impulso de la sangre germánica». El mismo romanticismo le hace ver en la 1ª frescura «un símbolo natural de su destino rescatado de la muerte»; en un libro, «un desafío alegre y secreto a las frustradas fuerzas del mal»; y en un gaucho, «una cifra del Sur».
Dahlmann es romántico en el modo de interpretar, pero también en el modo de percibir: al anti-racionalista, «el mecanismo de los hechos no le importaba». En Tlön perciben como Dahlmann describe (enumera) el paisaje: «todas estas cosas eran casuales, como sueños de la llanura».
De lanza a daga, de batalla nacional a duelo personal contra un borracho y por una boludez: la de Dahlmann es una versión degradada de la «muerte romántica» que lo impulsó a elegir linaje. Y recién cuando ya es inexorable dice que la hubiera elegido antes (rápida su resiliencia).
No es un final feliz: no es lo que anhelaba su corazón. De hecho, en Dahlmann no hay anhelo: no tiene un deseo hondo y largo (de 1 año a 40, en el corpus). Largas tiene la fantasía y la voluntad criollistas, que lo hacen sentir «hondamente argentino». Los deseos los tiene cortos.
Es corto el deseo de «examinar» la edición de Weil de Las 1001 noches (su arabismo era tan voluntario y de impulso europeo como su criollismo). Pero también la felicidad de reconocer la ciudad en el viaje a Constitución. Y el placer del café que tomó acariciando un gato dormido.
Y la felicidad que «lo distraía de Shahrazad», cuando en el viaje en tren «cerraba el libro y se dejaba simplemente vivir». Y el «goce tranquilo» del almuerzo nostálgico. Y la «grave felicidad» del olor del trébol, que quiere hacer durar caminando despacio hacia el almacén.
Y la «satisfacción» con que registró la ropa del viejo gaucho acurrucado en el suelo, que «estaba como fuera del tiempo, en una eternidad» (igual que «el mágico animal» del Sur urbano).
Dahlmann es feliz reaccionando a estímulos, nunca cumpliendo un anhelo –como Hladík y Damián.
A casuales 636 días del comienzo de Zambullidas, espero no haber olvidado ninguno de los blogs de ayuda de los que tomé los códigos para diseñar este sitio (las modificaciones en la plantilla Minima Ochre, casi todos los gadgets de la barra lateral, las definiciones de estilo en CSS, códigos de html en las entradas, etc.). En todo caso, los blogs de esta lista son los que más he consultado y a los que más agradezco: