El perro adelante para que no se espante



1. Panda y yo


Panda fue un perro que se me aquerenció en un camping de Colonia Suiza, Bariloche (y si lo dibujé y 6 meses después, en el viaje de egresados, fui a visitarlo, sin suerte, será que hubo alguna reciprocidad).
En el dibujo lo dejé sin contexto, pero es probable que estuviera en la entrada de mi carpa, a la sombra, como solía estar cuando yo no estaba o estaba adentro (o sea, esperándome y haciendo guardia; me contaron que les ladraba a quienes se acercaban). O por lo menos así es como está en la foto que un día le saqué volviendo al camping (que no te engañe su actitud relajada; también ahí está haciendo guardia):


Panda, que era tuerto, tenía fama de perro loco, imprevisible. Antes que esa fama me llegó la recomendación de evitar el costado ciego, cuidado que no dejé de tener ni siquiera en lo más relajado de mi confianza en Panda (ni lo habría hecho con ánimo de ponerla a prueba ni sucedió que por descuido lo hiciera).
En la misma confidencia me contaron la historia de su ojo muerto. Lo vieron perseguir una oveja y le dispararon para evitarlo. Una bala le dio en el ojo antes que Panda le hincara el diente a la oveja y probara su sangre y su carne. Si hubiese sido después, me dijeron, habrían tenido que sacrificarlo, porque habría quedado cebado y volvería a atacar. (A Panda le tocó ser el caso hiperbólico que ilustra una demasía en una frase que normalmente tiene sólo un sentido figurado: quedar vivo le costó un ojo de la cara, en un sentido tan literal que no hace falta el figurado, al que solapa.)
La puntería que termina teniendo el disparo y su sentido de la oportunidad milimétrico relativizan la suerte de Panda. La expectativa frustrada que se elija dará una u otra perspectiva: desde la optimista, quedó tuerto pero no murió (con más vehemencia y tal vez gratitud, sentirá que la bala que lo dejó tuerto lo salvó); desde la pesimista, no murió pero quedó tuerto.

2. Selene y yo

Me cuenta una amiga que su perra, Selene, la viene a buscar para que le juegue o le haga mimos cuando no la ve haciendo nada. Entre esa nada por donde colar sus demandas, Selene incluye el que Alejandra esté sentada leyendo. Una ceguera conceptual similar tuve a mis once años. Perros o humanos, no registramos lo que no conceptualizamos.

Si no es un chiste (o un modo gracioso de contener la ira en un pedido serio, un reclamo), nadie deja carteles para que los lean los perros, sencillamente porque no hay perros lectores.
Vista la escena en cuestión desde la perspectiva de Selene, lo suyo puede tener su nobleza. Para Selene puede ser terrible ver que una igual –supongamos que así la siente a Alejandra– se sienta a ver un coso de papel (lo probó de cachorra) parecido a una roca, pero una roca cuadrangular hecha de capas por donde dividirse en dos partes, mayoritariamente desiguales, hasta un último punto de contacto preservado (que de lomo no tiene nada para un can). Sólo un humano diría que un perro mirando ese coso de papel está haciendo otra cosa, como ser “leyendo”; para otro perro va a estar desvariando, o sea, perdiendo la cordura además del tiempo. Selene viene al rescate de su alunada Alejandra, la humana de compañía.

3. Benjamín y yo

Foto con Benjamín, balcón de Jonte y Mercedes

No sé si Benjamín me veía como un igual, como divagué que Selene veía a Alejandra. Pero por los recuerdos que tengo de cuando jugábamos, creo que yo sí lo veía como un igual: él me mordía, yo lo mordía (¿o era al revés?). Y tengo dos recuerdos más para aportar a esa paridad, ambos empáticos.
El primero. Me solidarizaba con él, como si me pasara a mí, cuando lo encerraban en la cocina porque venía Roxana (6 ó 7 años), que le tenía miedo a los perros; Benjamín ladraba o gemía detrás de la puerta y yo pedía por su libertad.
El segundo. También me solidarizaba con él cuando un hermano (7 u 8 años) se lo llevaba al baño porque tenía miedo de estar "encerrado" solo (como Benjamín encerrado en la cocina). Recuerdo que me lo imaginaba soportando los olores del trámite, que es lo que me pasaría en su lugar, y sentía eso como un suplicio que se agregaba al encierro. Es cierto que al menos en esos casos Benjamín era obligado a un acompañamiento por alguien de la familia, no a un aislamiento solitario a causa de alguien de afuera. Pero a mis 4 ó 5 años, me apenaba verlo obligado a cualquier encierro, tuviera la duración de una visita o la de un hacer caca.

Hay un tercer recuerdo para aportar a esa paridad. En realidad, es un recuerdo borrado; pero hace poco (escribo este párrafo y los dos siguientes el 17/1/2022), gracias a la paridad empática recién comentada, descubrí la borradura. Acompáñenme a ver esta triste historia.
A mis 6 años recién cumplidos nos mudamos, pero sin Benjamín. No recuerdo qué razón me dieron; no sé si me dijeron que se había muerto o que se había ido. Ya de grande me enteré que en el nuevo edificio no se admitían mascotas y entonces mis padres se lo regalaron a la familia de un alumnito de mamá, de 1º grado. La madre del nene le contó después a la mía que Benjamín había pasado meses debajo de una mesa, muy triste, antes de integrarse a su nuevo hogar.
Tengo muchos recuerdos de mi infancia, anteriores y posteriores a la mudanza (y del mismo día, que no sé por qué estaba feliz). Pero no me recuerdo triste por no estar más con Benjamín, de golpe y sin aviso. Con la relación que teníamos, eso no es verosímil; tampoco es consistente con el hecho de que le pusiera su nombre a todo personaje principal y alter ego de mis escritos (el protagonista de una novela alla El Principito que cometí a los 14 años, por ejemplo). No cierra que no me recuerde triste porque no lo estuviera. Si jugábamos de igual a igual, seguro también sufrimos parecido la separación. Hoy creo que a mis 6 años estuve tan triste extrañando a Benjamín que, para que no me doliera revivirlo, borré enseguida el recuerdo. Borré de mi memoria mi primer duelo.

4. Gretel y yo


En la época en que Gretel llegó a la casa familiar, con mis padres y mis hermanos, yo ya vivía solo; iba los domingos para el almuerzo y me volvía al caer la tarde. A Gretel la llevaron a mitad de semana. Al domingo siguiente toco timbre y escucho detrás de la puerta gemidos afectuosos y rasguños a la madera. Cuando me abren, Gretel salta y me juega y me da la pata, como si ese no fuera nuestro primer encuentro, como si nos conociéramos de antes. Tal vez en ese momento pude aceptarlo con naturalidad porque podía suponer que así recibía a todos. Pero no después de que la mía madre se extrañara: “Qué raro. Es muy guardiana y a los nuevos siempre les ladra detrás de la puerta.”
Gretel me hizo saber que la familia también es un olor.
(Nada peor que otro chiste malo para terminar: lo suyo fue amor a primera olida.)

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