Ante las interpretaciones



Parte I


«–¿Cómo voy a entrar? –volvió a preguntar Alicia, en voz más alta.
–¿Vas a entrar realmente? –dijo el Lacayo–. Esa es la cuestión principal, ¿sabes?
Sin duda lo era; sólo que a Alicia no le gustaba que se lo dijeran.
–Es verdaderamente terrible –murmuró para sí– la forma en que todas estas criaturas razonan. ¡Es como para volverse loca!
El Lacayo pareció considerar ésta una buena oportunidad para repetir su observación, con variaciones:
–Estaré sentado aquí –dijo–, de vez en cuando, durante días y días.
–Pero ¿qué voy a hacer yo? –dijo Alicia.
–Lo que te plazca –dijo el Lacayo, y se puso a silbar.
–¡Oh, es inútil hablarle –dijo Alicia con desesperación–, es un perfecto idiota!
Abrió la puerta y entró.»

Lewis Carroll, Alicia en el país de las maravillas, Capítulo VI, “Cerdo y pimienta” (traducción de Eduardo Stilman para Los libros de Alicia, Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 1998, páginas 64 y 65).




The Trial (1962), de Orson Welles.



After Hours (1985), de Martin Scorsese.


1.

La historia que tiene «la lógica de un sueño o de una pesadilla» y el debate que le sigue están en el penúltimo capítulo de la novela, entre las páginas 231 y 241 de la edición de El proceso que voy a usar para las citas (Buenos Aires, Colihue, 2005; traducción de Miguel Vedda).
En la nota 63, página 231, Vedda especifica que la palabra alemana Türhüter «designa al encargado de vigilar una puerta». Es la misma función que cumple el patovica del club Berlín en la película kafkiana After Hours, donde se recrea parte del diálogo entre el guardián y el hombre de campo. (A propósito, la misma función también cumple el encargado del bar, que al principio del fragmento está echando a un parroquiano volvedor.) En cambio, no es exactamente esa la función del “precursor” Lacayo Rana, que está más bien encargado –según analiza– de abrir una puerta que lo separe de quien llame, o sea, de abrirle (para dejarlo entrar o salir) a alguien que no esté del mismo lado. Dos párrafos antes de la cita del epígrafe, le dice el Lacayo a Alicia, que golpeó sin recibir respuesta:
«–Podría tener algún sentido que golpees [...] si la puerta se hallara entre nosotros. Por ejemplo, si tú estuvieras adentro, podrías golpear, y yo podría dejarte salir, ¿sabes?»

Como buen abrepuertas, el Lacayo se parece más a un portero servicial que a un vigilante con autoridad para negar el paso, como son el guardián y el patovica. Las posiciones del Lacayo y de Alicia en relación con la puerta no son complementarias, lo que pagan con su sentido el llamado de Alicia, por un lado, y la función del Lacayo, por el otro. Alicia no tiene más que abrir y entrar por su cuenta, acto en el que se desvanece la perspectiva de una espera kafkiana («Estaré sentado aquí –dijo–, de vez en cuando, durante días y días»; en “Ante la ley”, la espera del campesino adquiere esa duración hipertrofiada a la velocidad de una frase: «Allí permanece sentado durante días y años», momento del relato en que –y temporalidad fantástica con que– la historia abandona las tenues convenciones realistas que conservaba). No hay una fuerza que frena a Alicia; hay una situación que la demora el tiempo que le lleva exhibir su absurdo lógico –según el Lacayo– y su ridiculez práctica –según Alicia–. Gracias a que el Lacayo no es lo disuasivo que es el guardián, Alicia puede no ser lo sumisa que es el campesino.
El ingreso que consigue Paul en el epígrafe no cuenta: termina saliendo con más ganas de las que tuvo para entrar y sin haber cumplido el objetivo de entregar su mensaje (como le pasará al mensajero de “Un mensaje imperial”, pero sin sus inmensidades ni muchedumbres inatravesables: a él, que se abre paso a través de la multitud punk hasta que lo recapturan, lo frustra la combinación –también kafkiana– de una distancia corta y un volumen alto). Pero más adelante Paul atravesará la entrada del Berlín con una invitación, que entregará a Mott sin detenerse. El campesino de “Ante la ley” no tiene la audacia inmediata de Alicia ni la suerte posterior de Paul: él, que dedica el resto de su vida a esperar el permiso y sus escasos bienes a propiciarlo, nunca ingresa.
Nunca, excepto una vez, pero apenas y en el mundo paralelo de los borradores descartados. Kafka, que publicó “Ante la ley” en 1915 y en 1919, escribió en primera persona una variante de la reacción y actitud del hombre ante la prohibición del guardián. Está recopilada bajo el título general “Fragmentos de cuadernos y hojas sueltas” en el libro Consideraciones acerca del pecado, el dolor, la esperanza y el camino verdadero (Buenos Aires, Editorial Alfa Argentina, 1975, página 215; traducción de Adrián Neuss):
«Pasé a la carrera al primer centinela. Después me asusté, regresé a toda carrera y le dije: “Pasé por aquí mientras mirabas hacia otro lado”. El centinela miraba hacia adelante, mudo. “Claro que no debería haberlo hecho”, dije. El centinela seguía callado. “¿Tu silencio implica el permiso para pasar...?”»

2.

En la catedral del penúltimo capítulo de El proceso, un sacerdote –que pertenece al tribunal en tanto capellán de la prisión– le narra al procesado Josef K «textualmente» la historia de “Ante la ley”. Al terminar, K se precipita a hacer su interpretación de la conducta del guardián. El sacerdote se la rechaza de base: «No tienes suficiente respeto por los escritos y alteras la historia».
Más flagrante es la alteración del guión que hizo el que escribió los subtítulos en español de The Trial, que retraduje para el fragmento del epígrafe: directamente le aportó su interpretación (supongo) a lo que quiso decir la voz en off (con eso de que la lógica de esta historia es la de un sueño o una pesadilla) y estampó un inaudito “No hay misterio ni enigma para resolver”:


TVPública de Argentina, emisión del 1-6-2011


Aun si compartimos la opinión anti-hermenéutica de la frase, no podemos dejar de rechazar su agregado arbitrario en los subtítulos. Los términos de esta relación se invierten en el renombrado que sufrió la película After Hours en España. Retitularla “Jo, ¡qué noche!” puede parecernos superficial, frívolo o banal, pero la interpretación implicada no altera el universo de datos (con agregados, supresiones o reemplazos) ni atribuye sentidos misteriosos o enigmáticos. Una comprensión puede ser estúpida sin ser errónea, ni siquiera antojadiza.
Ahí está también para demostrarlo el Lacayo Rana, que será un «perfecto idiota» pero que no deja de tener razón en las tres cosas que llega a contestarle a Alicia: cómo es la situación en la que están (estando «del mismo lado de la puerta»); cuál es «la cuestión principal» en juego («¿Vas a entrar realmente?»); y qué debe o puede hacer Alicia para resolverla («Lo que te plazca», que puede entenderse restringido –entrar o no– o irrestricto, como en el juego sin reglas –o con reglas a las que «nadie les hace caso»– que encontrará dos capítulos después en el campo de croquet de la Reina).

3.

Volvamos a la novela. Si la interpretación de K no es conducente, las que la niegan no son concluyentes. Eso entiendo que le responde el sacerdote cuando K le pide, a modo de conclusión, una “sentencia” que consagre un sentido vencedor y deseche los vencidos (es decir, que fije una verdad). Para rematar la exposición de las razones diversas que hay para no creer que el guardián engaña al campesino, como cree K, el sacerdote le dice:
«[...] En todo caso, la figura del guardián asume un aspecto distinto del que crees.
–Tú conoces la historia con más precisión que yo, y desde hace más tiempo –dijo K. Callaron durante un rato. Entonces, dijo K:
–¿Crees, pues, que el hombre no ha sido engañado?
–No me entiendas erróneamente –dijo el sacerdote–; sólo te muestro las opiniones que existen al respecto. No debes fijarte demasiado en las opiniones. El escrito es inalterable, y las opiniones son, a menudo, tan sólo una expresión de desesperanza frente a ello. En este caso existe, incluso, una opinión según la cual justamente el guardián es el engañado.» (p. 236)

La rotación que los personajes hacen en el rol pasivo del engaño no la hacen en el activo, que terminará vacío. La opinión de que «el engañado» no es el campesino sino el guardián no implicará que “el engañador” sea el campesino, en lugar del guardián. Hacia el final, K integrará esa opinión a su conclusión de que ninguno engaña y ambos están engañados (el guardián por ingenuo y el campesino por contagio).
Más adelante volveremos sobre este juego de uno u otro, ambos, ninguno que se desarrolla entre la primera inferencia de K, la «opinión» adversa anunciada (que dará vuelta a su sospechoso), y los fundamentos que con ella compondrá K para dar su veredicto sobre el guardián, previo cambio de carátula. Pero antes me interesa tratar de atar algunos cabos.

Primero hay que resolver qué de esa cita vamos a atar a otra cosa. Se puede adelantar que va a ser la relación entre lo inalterable (una singularidad estable) y lo diverso (inestable, visto como una unidad). Lo diverso son las opiniones, «a menudo, tan sólo una expresión de desesperanza frente a» lo inalterable. ¿Pero qué es lo inalterable (qué lo tiene por atributo): el escrito, como se entiende leyendo literalmente, o el sentido del escrito, como se podría presumir?
Si entendemos que «el escrito es inalterable», lo es como inscripción, como cosa que ha quedado fijada en letras de molde, acuñada, como pieza cuyo modo de circulación será la cita textual, la copia fiel (como circula también una ley): «Te he contado la historia tal como aparece textualmente en el escrito», le dice el capellán a K al comienzo del debate.*
El grado de flexibilidad que tenga una palabra para circular dependerá del valor o poder con que se la haya investido, de mayor –grado mínimo, rigidez– a menor –grado máximo, versión libre–. En flexibilidades bajas o nulas, se repite una fórmula mágica (“Abracadabra pata de cabra”) o una performativa (“Piedra libre a X detrás del árbol”), y se recita o transcribe un poema, por ejemplo (toda excepción se expone a parecer irrespetuosa, y en cualquier caso evitable). En flexibilidades altas, donde al pie de la letra no se le debe tanto respeto, se cuenta un chiste o se refiere una charla, por ejemplo. A menor autoridad detrás de la palabra y poder dentro, menor necesidad de transmitirse intacta, mayor tolerancia a las alteraciones y versiones, mayor redundancia informativa. Si esa autoridad es individual, la palabra tiene autor; si es institucional, no: la autoridad de ese escrito –como la del guardián– está dada por su pertenencia a la ley (el valor se lo da el membrete, no una firma).
En este caso, la desesperación de los glosadores sería la de unos redactores o unos correctores que han llegado tarde, cuando el escrito ya ha sido publicado (el escrito tiene de inalterable lo que el pasado tiene de irrevocable).
Al igual que con las leyes y los textos sagrados, si no se pudo ni se puede cambiar la letra de un escrito, se puja por cambiar su “espíritu”: se lo interpreta, aventurándonos más allá de la literalidad, atravesándola (estos son los movimientos que una interpretación debe justificar haber hecho bien, para justificar no haber ido demasiado lejos). De nuevo: lo que no pudo ser corregido antes de hacerse público es rectificado después, interpretaciones mediante. Cada operación se promociona como una comprensión mejorada, superior a una literal (grado cero de interpretación y despegue) y a cualquier otra no literal (con algún despegue interpretativo a fundamentar).*
Para historizar el fenómeno, Susan Sontag lo remonta a exégesis religiosas varias, que aceptan renunciar a la literalidad de una palabra consagrada pero (o para) no renunciar a su autoridad, cuya administración detentan o pretenden detentar. Cito de “Contra la interpretación” (en Contra la interpretación y otros ensayos, Seix Barral, Barcelona, 1984, página 18; traducción de Horacio Vázquez Rial):
«...los antiguos textos dejaron de ser aceptables en su forma primitiva. Entonces, se echó mano de la interpretación para reconciliar los antiguos textos con las «modernas» exigencias. Así, los estoicos, a fin de armonizar su concepción de que los dioses debían ser morales, alegorizaron los rudos aspectos de Zeus y su estrepitoso clan de la épica de Homero. Lo que Homero describió en realidad como adulterio de Zeus con Latona, explicaron, era la unión del poder con la sabiduría. En esta misma tónica, Filón de Alejandría interpretó las narraciones históricas literales de la Biblia hebraica como parábolas espirituales. La historia del éxodo desde Egipto, los cuarenta años de errar por el desierto, y la entrada en la tierra de promisión, decía Filón, eran en realidad una alegoría de la emancipación, las tribulaciones y la liberación final del alma individual. Por tanto, la interpretación presupone una discrepancia entre el significado evidente del texto y las exigencias de (posteriores) lectores. Pretende resolver esa discrepancia. Por alguna razón, un texto ha llegado a ser inaceptable; sin embargo, no puede ser desechado. La interpretación es entonces una estrategia radical para conservar un texto antiguo, demasiado precioso para repudiarlo, mediante su refundición. El intérprete, sin llegar a suprimir o reescribir el texto, lo altera. Pero no puede admitir que es eso lo que hace. Pretende no hacer otra cosa que tornarlo inteligible, descubriéndonos su verdadero significado. Por más que alteren el texto, los intérpretes (otro ejemplo notable son las interpretaciones «espirituales» rabínicas y cristianas del indiscutiblemente erótico Cantar de los cantares) siempre sostendrán estar revelando un sentido presente en él.

Si lo que dice un escrito es siempre lo que se entiende de lo que dice, si estas son cosas inseparables, entonces las interpretaciones (en la acepción restringida de lecturas de un universo de datos) resultan inevitables y la comprensión es el botín que se disputan, a cuya posesión le dan el nombre de verdad. La ansiedad por alcanzar ese destino glorioso de inmutabilidad puede desesperar a los glosadores, pero no desesperanzarlos; si renunciaran a la esperanza de lograrlo, ni siquiera lo intentarían.
Pasamos de la diversidad de origen de lo dicho (sin aquella rivalidad no existe) a su soñado destino de sentido único –último e inalterable–, la revelación cabal de su espíritu. Y eso es la verdad de un relato: la utopía o ilusión de una victoria definitiva, la de una interpertación/lectura que se queda para siempre con el botín. Poner fin a las rivalidades, imponer su pax romana, equivale, en esta mitología, a adquirir un status universal y absoluto. (Nietzsche diría que las metáforas que tomamos por verdades en la descripción de las cosas son más firmes y duraderas que las interpretaciones victoriosas que las usan de materia prima.)

Ahora sí, atemos. La desesperación ante lo inalterable del escrito recuerda la desazón platónica ante el libro, que, como una pintura, no responde (a diferencia de un maestro oral: presencial –destacaría Derrida). Cambio pintura por estatua: de estatua que no responde hace el guardián en la variante descartada, lo que desespera al campesino. Expresión de esta y de aquella desesperación son, respectivamente, la exégesis de ese silencio alternativo del guardián («¿...implica el permiso para pasar...?») y las opiniones sobre lo que hizo o le hicieron. Una y otras interpretaciones son remedos de las respuestas que no da lo inalterable.
Para que éste –sea un silencio pétreo o un escrito definitivo– hable a través de ellos, cada exégeta oficia de medium. El sacerdote dice limitarse a exponerlos: descree de la infalibilidad del oficio y no hace suyos (no arbitra a favor de) los argumentos de ninguno; en el peor de los casos, si están en pugna, los presenta en un equilibrio de fuerzas (como el de una duda o el de una paradoja).
Para el sacerdote, entonces, se puede saber si se está errado, como lo está K, pero no si se está en lo cierto, porque la misma certeza –y con igual derecho– podrá tener el que apuntó para otro lado, incluso el opuesto. Por ejemplo, en una interpretación el guardián luce superior al campesino; en otra, «con igual claridad se deduce que es él el que está subordinado al hombre». (El sacerdote le sumará otro argumento a la primera posición más adelante, cuando exponga la opinión contra la que choca K cuando quiere concluir que habría que haber juzgado y sancionado al guardián.)

4.

El tema del relato incrustado es el acceso a la ley. El tema de su análisis es el acceso –interpretaciones mediante– a su sentido verdadero (lo que supone que hay otros y que son falsos o erróneos). El tema de lo que ahí se discute es si el guardián engañó o se engaña (él solo, sin que nadie lo engañe, ni otro ni él a sí mismo, sin ningún agente responsable de que esté engañado y de los dos sea él «el engañado»); y en caso de haber engañado, si lo hizo estando engañado (engañándose) o no; y tanto en un caso como en el otro, si es sancionable o si «al margen de cómo nos parezca, es un servidor de la ley, es decir, pertenece a la ley, y en consecuencia está sustraído al juicio humano» («Entonces, tampoco hay que creer que el guardián esté subordinado al hombre», dice a continuación el sacerdote –un medium de exégetas– y desequilibra por única vez la balanza de razones que hay para una interpretación (+2) y para su opuesta (+1), sin que eso tenga que ser concluyente).
Los accesos a la ley y al sentido inalterable (la verdad) del relato tienen en común el verse frustrados, y probablemente en ambos casos de manera inesperada (en el segundo, siempre y cuando K crea, como el campesino respecto de la ley, que ese sentido «debería ser accesible a todos en todo momento»). Como sea, ni el campesino será autorizado a pasar ni el sendero de interpretación por donde el sacerdote pasea a Josef K desembocará en alguna verdad inamovible. La idea de que el escrito tiene un sentido destinado como el campesino una puerta de la ley no puede dejar de ser sólo la conjetura de algo deseado. Si hay un sentido que además de consistente es verdadero, no tiene cómo diferenciarse del resto igualmente consistente y demostrar su exclusividad veritativa.
Este equilibrio de fuerzas inalterable es una razón general para la imposibilidad de acceso a la verdad del inalterable escrito (una razón particular, más metodológica o protocolar, es la que vimos que recibe K del sacerdote, que lo acusa precisamente de alterar la historia). El acceso a la ley, en cambio, no ofrece ninguna razón –tampoco el campesino la solicita– para mostrarse inalterablemente denegado (el acceso al club Berlín, sí, aunque algo tarde: sólo después de ver que se le da paso a otro, Paul pregunta por qué a él no y Mott le da una razón –“Es la noche del corte Mohawk”–, a la que incluso lo obliga a someterse cuando lo deja pasar).
Esa ausencia de razones desequilibrantes hace juego con la que vuelve impermeable al guardián a las «muchas tentativas para ser admitido» que realiza el campesino. El sentido de una misión (o función o servicio) hace del Lacayo Rana, que quedó afuera, un «perfecto idiota» a quien «es inútil hablarle», y del guardián, que se mantiene adentro, un perfecto inconvencible e insobornable (un anti-genio cumplidor de deseos).
Entremos de lleno en los análisis que, al igual que los «azarosos volúmenes» de la «Biblioteca febril», «corren el incesante albur de cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira» (cita de “La Biblioteca de Babel”, de Jorge Luis Borges; el tríptico está completo, o bien: «la tercera letra del nombre [¿CKB? ¿KCB?] ha sido articulada»).


Parte II


«La obra de Kafka, por ejemplo, ha estado sujeta a secuestros en serie por no menos de tres ejércitos de intérpretes. Quienes leen a Kafka como alegoría social ven en él ejemplos clínicos de las frustraciones y la insensatez de la burocracia moderna, y su expresión definitiva en el estado totalitario. Quienes leen a Kafka como alegoría psicoanalítica ven en él desesperadas revelaciones del temor de Kafka a su padre, sus angustias de castración, su sensación de impotencia, su dependencia de los sueños. Quienes leen a Kafka como alegoría religiosa explican que K. intenta, en El castillo, ganarse el acceso al cielo; que José K., en El proceso, es juzgado por la inexorable y misteriosa justicia de Dios...»

Susan Sontag, “Contra la interpretación” (1964). En Contra la interpretación y otros ensayos, Seix Barral, Barcelona, 1984; traducción de Horacio Vázquez Rial.



1.

Como a la novela que lo incluye, al relato “Ante la ley” no le faltan lecturas alegóricas ni desciframientos suspicaces de quienes sí creen que ahí hay algún misterio o enigma para resolver. No es ese el caso del sacerdote: tanto en sus observaciones como en la exposición de las de otros glosadores, lo que importa es siempre qué se puede implicar o deducir (qué tan lejos se puede llegar infiriendo) a partir de lo que se dice y de lo que no se dice en el relato.
Se trata de «abarcar todas las derivaciones de la historia», juego para el cual Josef K, hacia el final del debate, ya «estaba demasiado cansado», además de que «lo llevaba a razonamientos inusuales, cosas irreales, más apropiadas para que las discutiera la comunidad de funcionarios judiciales que para él. La simple historia había perdido su forma; quería deshacerse de ella...».

Todo ese celo de fundamentación, instrumentado para prevenir el error o el engaño, es exigido precisamente en una conversación nacida de y acerca del engaño (más precisamente, el creer –engañarse– y/o hacer creer –engañar– que lo que no es es o lo que es no es, parafraseando a Aristóteles). La parte de la conversación dominada por ese tema se abre con la introducción de una parábola canónica y se cierra con la enunciación de su enseñanza. Repasemos ese arco.
En la apertura, K le endulza los oídos al sacerdote: «Eres una excepción entre los que pertenecen al tribunal. [...] Contigo puedo hablar con franqueza». El sacerdote, insobornable, le contesta que se engaña respecto del tribunal y, como Jesús, para argumentarlo recurre a una historia parangonable. En el medio la debaten, sin tocar el parangón que la motivó. En el cierre –de la conversación y del capítulo–, K repite el engaño de la apertura (no ha aprendido nada); a cambio, esta vez el sacerdote le da la moraleja sobre el tribunal (o la ley o la justicia): «...no quiere nada de ti. Te recibe cuando llegas y te despide cuando te vas», como el guardián al paisano y el capellán de la prisión al acusado Josef K.

Empecemos por el principio. Ni bien termina la narración que pretendía desengañarlo sobre el tribunal, K se engaña sobre el guardián que está ante la ley. Las dos faltas que le achaca son omisiones. Primero lo acusa de engañar al campesino, por no decirle antes que esa puerta estaba hecha sólo para él (esta fundamentación la ofrece K después de recibir su primera objeción con la primera muestra del apego textual que –junto al rigor para hacer implicaciones– debería regir el debate, según el capellán: «Allí no se habla de engaño»). En segundo lugar, K acusa al guardián de incumplir su deber, por no haber dejado pasar al hombre por la puerta que le estaba destinada.
Las dos omisiones culpables son de iniciativas, como si el guardián –según objeta también el sacerdote– debiera dar una información que no le piden (fuera de las que completan, combinadas con su apariencia física, el cuadro de disuasión y las condiciones del juego) y como si pudiera dar una autorización que no le dieron (es decir, como si él no debiera esperar la orden de permitir, tanto como el campesino el permiso).

2.

Esta objeción a la segunda imputación de K no es exactamente la que presenta el sacerdote, pero ya está implícita en la que le hace a la primera: decir que «sólo era guardián» implica excusarlo de tener iniciativas por fuera de su deber, como habría sido la de autorizar ese ingreso por cualquier razón distinta de una orden recibida. Tal vez por eso el tema que desarrolla el sacerdote en su respuesta a esta pretensión de K es el de los límites del deber y los movimientos del guardián dentro o fuera de ellos. Repasemos esa respuesta.
Empieza con un segundo reproche por las licencias interpretativas de K («No tienes suficiente respeto por los escritos y alteras la historia»). Sigue con una defensa –presumiblemente propia– de la decisiva consistencia lógica del combo destinación exclusiva de entrada-prohibición pertinaz de acceso («Si... hubiera una contradicción, tendrías razón, y el guardián habría engañado al hombre»). Y finalmente se explaya sobre las fortalezas y debilidades del guardián en el cumplimiento de su función, para lo cual expone varias interpretaciones ajenas que a veces difieren entre sí y siempre con la que tiene K («En todo caso, la figura del guardián asume un aspecto distinto del que crees», redondea triunfal el sacerdote; K lo acepta reconociendo dos factores cruciales para una lectura más sólida: «Tú conoces la historia con más precisión que yo, y desde hace más tiempo»).
Antes de meternos en la discusión particular de esas fortalezas y debilidades quiero hacer una observación general sobre el despliegue de los argumentos por los que oscilarán. De lo que se dice ahí sobre el guardián, el sacerdote expone implicaciones que, como ya se dijo, pueden complementarse pero también disentir, incluso rivalizar. Usando un ejemplo ya dado, una interpretación puede sostener que su atadura a la ley lo hace inferior al visitante libre y de espera voluntaria; otra, que lo hace superior. La reperspectivización que suelen hacer las narraciones kafkianas barajando y dando de nuevo hechos y circunstancias, se hace acá maniobrando con razones y argumentos.

3.

Según el capellán y otros glosadores, el guardián rebasa los límites de su deber «al anunciarle al hombre la posibilidad de una futura admisión». A semejante inconducta la «tornan comprensible» ciertos «rasgos de carácter» que «debilitan la vigilancia de la entrada». Por un lado, de él para arriba, están «la simplicidad y la presunción», que enturbian su –aun así– correcto entendimiento «acerca de su poder y del poder de los otros guardianes» (¿un entendimiento que puede ser claro y estar enturbiado a la vez? «Los intérpretes dicen, sobre esto: la comprensión correcta de una cosa y la comprensión errónea de esa misma cosa no se excluyen mutuamente del todo»; en otra traducción se lee: «Los glosadores dicen a este respecto que se puede al mismo tiempo comprender una cosa y engañarse con respecto a ella»). Por otro lado, de él para abajo, está su naturaleza amistosa, paciente y compasiva para con el campesino.
Si se me permite terciar en el debate (o interrumpir su análisis por el de esta zona del cuento), ahí el guardián no hace un anuncio (no toma una iniciativa): responde una pregunta, y tan honestamente como puede. Para usar la letanía del exégeta clerical: «la historia no cuenta» (o «al menos no se lee nada al respecto» o «tampoco se informa» o «no muestra mediante ninguna declaración» o «allí no se habla de») cuál era el deber exacto del guardián. Luego, sólo podemos aventurar inferencias a partir de lo que sí cuenta. El capellán arriesga la suya, con especial cautela: «Parece que, en aquella época, su único deber era rechazar al hombre».
Pero ese rechazo no es lo único que le vemos hacer escrupulosa o sistemáticamente al guardián: tampoco deja nunca de satisfacer la curiosidad del campesino, por la que incluso lo llega a desafiar («Si tanto te atrae, intenta entrar, a pesar de mi prohibición»). Prueba de ello son las respuestas a las dos preguntas narradas (la cita que introduce la segunda permite suponer que hubo más: «Antes de su muerte, en su cabeza, el conjunto de experiencias de todo ese tiempo confluye en una pregunta que aún no le había formulado al guardián»).
Por esa última respuesta, recordemos, K acusa al guardián de haber engañado al hombre; por la primera, la que sigue a la primera denegación de acceso, el sacerdote y otros sospechan que fue «más allá de su deber». Ambas partes ven un error de iniciativa (por omisión, en un caso; por acción, en el otro) ahí donde sólo hay un servicio inmejorablemente cumplido. Es lo que el propio sacerdote le reprocha no entender a K: «...piensa además que sólo era guardián y que, en cuanto tal, ha cumplido con su deber». Eso mismo podría decírseles a los «muchos intérpretes del escrito» que «se admiran de que el guardián haya hecho simplemente esa alusión» sobre una posible futura admisión, porque desentona con alguien que «parece amar la exactitud y cumple rigurosamente su función». Detengámonos dos párrafos a cuestionar esa disonancia y las expectativas que frustra. (Bitácora de lectura: se pasó de no terciar en el debate a terciar, y en esas seguimos.)

Los paliativos de darle un taburete al hombre para que espere sentado y de hacerle «preguntas apáticas» son iniciativas que puede tener el guardián porque no afectan su servicio. Pero en lo que respecta al acceso, el guardián obedece, no decide; actúa limitado por lo que se le permite hacer, ya desde su respuesta al primer pedido: «...dice que en ese momento no puede permitirle el ingreso». Ese profesional bloqueo de iniciativa, ese impedimento para autorizar a voluntad que caracteriza a quien «le parece el único obstáculo para ingresar a la ley», es algo que parece no registrar el rechazado, que «les pide también a las pulgas que lo ayuden y que consigan que el guardián cambie de opinión», como si de él dependiera su suerte. (Lo que sí puede decirse a favor de su intuición es que el obstáculo debe ser uno solo: se supone que el permiso de un guardián vale para el de todos; no tendría el mismo poder de disuasión –y sería desesperanzador– mencionarlos como obstáculos del transgresor si también lo fueran del obediente y admitido. Kafka hace un rizo gigantesco; no necesita rizarlo, pero no sería menos kafkiano si lo hiciera.)
Registrada o no, lo cierto es que en razón de esa limitación de oficio el guardián no puede saber si más tarde se lo autorizará a entrar al campesino; ni es quien toma la decisión ni se dice que sea una decisión tomada, de la que él pueda haberse enterado y esté fingiendo desconocerla en cada «ahora no» que contesta. Resumiendo: no sólo el solicitante debe recibir el permiso; antes debe recibirlo el guardián, que es quien se lo debe dar. Esa posibilidad está tan abierta como la puerta que se le destina, y posibilidad y puerta se cierran juntas con la muerte de su malogrado beneficiario.

4.

Salvo que nos atasquemos en una de esas conjeturas tan indemostrables como irrefutables, no hay nada –ni citas textuales ni deducciones no antojadizas– que nos permita afirmar que el guardián sabía desde el primer día (o a partir de cualquier otro) que ese permiso nunca llegaría. Siendo así, no podía contestar “no, nunca” en lugar de «[no sé,] es posible, pero ahora no». Y con el resultado puesto, ni siquiera se nos ocurriría conjeturar que sabía que ese momento sí llegaría (a menos que entonces redoblemos la apuesta y conjeturemos ad hoc que terminó habiendo un cambio de planes o que el tipo entendió mal). Luego, tampoco podía contestar “sí, en tal momento” o “sí, pero no sé cuándo”. Puesto a contestar, lo más preciso y honesto que podía contestar fue lo que contestó. Si lo hizo en cumplimiento de su deber, éste entonces incluiría el contestar lo que se le pregunta y sin engañar; si no, al menos tampoco lo hizo extralimitándose.
Ahí donde unos comentaristas ven una extralimitación del guardián se puede ver una declaración de desconocimiento. (Si supiera que algo va a ocurrir y quisiera comunicarlo, no me limitaría a decir que puede ocurrir; si lo hago es porque no sé si va a ocurrir o no, además de saber que es posible o incluso de creer que se dará esa posibilidad en lugar de otra.) Y en ese no sé se puede ver lo que le dejó al guardián la orden que recibió, que a su vez se deja reconstruir a partir del dato de ese vacío de saber; si la inferencia funciona, la orden pudo parecerse a esto: “Al que se presente ante esta puerta no lo dejes pasar hasta que yo te diga”. Por lo tanto, el guardián sabe que ahora no puede autorizar el ingreso del campesino, no que nunca podrá (negativa definitiva que podría dar a entender con un solitario “no”, que no daría lugar a una repregunta).
Se trate de una reincidencia casual o voluntaria o se trate del cumplimiento de un deber, lo verificable y previsible es que si hay una pregunta del hombre de campo, hay una respuesta honesta del guardián, sin excepción. (Son precisamente los dos desempeños con asistencia perfecta en el guardián titular los que faltan en el suplente del borrador descartado, que no impide el cruce y –una vez perpetrado– no contesta las preguntas del hombre de campo, que regresó arrepentido.)

5.

Podemos comprobar que esto es así hasta donde se nos dice, por supuesto, porque más allá no podemos afirmar nada, sino sólo conjeturar: en vez de un es así (hecho señalable o presumible) o un debe ser así (necesidad demostrable), sólo un puede ser así (posibilidad perpetua, dato imposible de negar por imposible de confirmar –para decirlo respetando la carga de la prueba). Por ejemplo, puede que el guardián no hable del interior de la ley no porque no lo conozca, sino porque se lo han prohibido (y tal vez también hablar de eso, ya que «tampoco ha contado nada acerca de la prohibición»). Imposible comprobarlo, imposible refutarlo: imposible salirse de ese puede. Que una lectura “cierre” es condición necesaria pero no suficiente para darla por buena o festejar su puntería; cualquier delirio paranoico, que siempre es un delirio hermenéutico, también cierra.
Quienes ven esa condición como suficiente no ven necesaria una salida del encierro en esa posibilidad tan irrefutable (punto a favor) como indemostrable (punto en contra), de la que hacen una defensa mediovasista. La necesidad de salir de la suma cero de una conjetura inatravesable es epistemológica: mejor sumar un saber a la cadena (o red) que empantanarse en una creencia (o sea, en la confianza concedida a una de esas conjeturas). Y esa salida, hasta donde entiendo, requiere un movimiento fractal de metalectura y reflexión: leerse leyendo, hacer la lectura de una lectura, proceder sobre el resultado de la aplicación anterior del procedimiento. Es un movimiento similar al que induce a rechazar las premisas de un razonamiento si conducen a una contradicción. La diferencia es temática: en lugar de operarse una reducción al absurdo se opera una reducción a la inutilidad epistemológica (que no implica la literaria: por ejemplo, una lectura así del Martín Fierro, en vez de pretender ser un saber sobre el poema, sirve a su reescritura –una continuación– en el cuento “El fin”, de Borges).
Lo que se lleva esta nueva pasada de la navaja de Ockham son las interpretaciones, si convenimos entenderlas como indecidibles asignaciones de sentido y/o de valor de verdad, que «no admiten la menor réplica y no causan la menor convicción» (para significar lo incomprobable, el segundo término de esta elegancia borgeana es impreciso: imaginaciones y conjeturas así bien pueden –y suelen– tener el efecto placebo de causar convicción, lo que es algo netamente subjetivo). Y si nos abstenemos de hacer esas atribuciones de verdades ocultas y/o de sentidos profundos o trascendentes, nos quedan las implicaciones a partir de un dato (“Esta ha sido una fecha sin empates. Por lo tanto, tenemos goles en todos los partidos”, abrió “Fútbol de Primera” Marcelo Araujo una vez) y los cableados entre datos según una afinidad de rasgos o circunstancias o roles o cualquier cosa que pueda presentar un patrón (el juego de relaciones de un desarrollo predecible) o un diseño (el juego de relaciones de un mapa de roles o circunstancias o rasgos, etc.). Ya puestos ahí, nos restaría ver si esas inferencias y conexiones son válidas o aceptables (si juegan limpio, si no son falacias, si no son precipitadas o antojadizas, etc.; en definitiva, como diría K y aceptaría el capellán, si están bien fundamentadas).

En la «fundamentación» de la «opinión aventurada» de que el guardián es «el engañado», el sacerdote expone inferencias sobre tres tristes tópicos que componen el asunto: el guardián se engaña respecto de su lugar de pertenencia («De todo esto se infiere que no sabe nada acerca del aspecto y el significado del interior, y se encuentra engañado al respecto»), respecto de su relación con el otro («Pero también se encuentra engañado acerca del hombre del campo, pues él se encuentra subordinado a este hombre, y no lo sabe») y respecto de su trabajo («...de acuerdo con esa opinión, el guardián se encuentra en un engaño mucho mayor en lo que respecta a su servicio»). «Eso está bien fundamentado», aprueba K cuando el sacerdote termina.
Otros podrían no pensar igual de todas las inferencias que participan en la fundamentación. Podrían objetar, por ejemplo, los argumentos por los que «muchos están de acuerdo en que no podrá cerrar la puerta» el guardián, en el engaño sobre su servicio. ¿Por qué el decir que «la puerta de la ley está abierta, como siempre» equivale a decir «independientemente de la duración de la vida del hombre al que está destinada», de donde se deduce que «entonces tampoco el guardián puede cerrarla»? El dato que se lee dado es el anuncio de esa acción; su efectivización es un dato que se presume dado: aunque la acción quede fuera de cuadro, se presume que el guardián cerró la puerta y se fue, como le anunció que haría al moribundo (cuya muerte también es un anuncio, no un hecho, y nos bastaría un poco de suspicacia y voluntad hermenéutica para negar que pueda cumplirse). Si rechazamos esta presunción en virtud de aquellas disquisiciones semánticas sobre el «siempre», tenemos que habilitar nuevas interpretaciones sobre los motivos que pudo tener el guardián para hacer el anuncio:
«Las opiniones divergen sobre si el guardián, al anunciar que va a cerrar la puerta, solo quiere dar una respuesta, o destacar su obligación, o producir arrepentimiento y tristeza en el hombre todavía en el último instante.»

Notemos que las tres especulaciones barajadas suponen un guardián que conoce la presunta imposibilidad o falsedad de lo anunciado, o sea, que engaña al campesino sin engañarse él mismo. Si «el guardián se encuentra en un engaño mucho mayor en lo que respecta a su servicio» en razón de que no podrá cerrar la puerta «siempre» abierta, entonces al momento de hacer el anuncio debería creer que sí podrá, intentarlo oportunamente y recién ahí descubrir su ingenuidad y desengañarse.

“Nada se dice al respecto” es una versión libre de la objeción más recurrente que el capellán opone a las interpretaciones que dan por cierto (o necesario) lo que a lo sumo es sólo posible. No obstante, su empleo es a veces problemático. Por ejemplo, no se puede afirmar que el guardián, a diferencia del campesino suplicante, quiera entrar a la ley, porque «nada se dice de ello». Pero una cosa es abstenerse de afirmarlo y otra es afirmar que «el guardián no quiere entrar», como si eso se dijera en el cuento o se pudiera inferir de que no se diga lo contrario. Nuevamente, nada se dice al respecto. (O podemos repetir, hilando Lino, que “la ausencia de evidencia no es evidencia de ausencia”.)
Tampoco veo que hable de que tema entrar el hecho de que no se diga que quiera entrar; bien puede entenderse, sin piruetas interpretativas, que cumple una función al no entrar, no que evita algo temido (además, la negación del deseo es la indiferencia, no el temor, que es un deseo de signo inverso –un deseo que no pase X, que es un deseo que se sufre). Una inexistencia sólo puede ser relevante si frustra la expectativa de que haya algo en lugar de esa nada, en la que entonces vemos un algo sospechosa o significativamente silenciado y nos ponemos a interpretar qué o por qué.

6.

El relato destaca que la última pregunta del insaciable campesino era la primera vez que se hacía en todos esos años. Puede extrañar que llegue tan tarde, porque para hacerla el campesino se apoya en una presunción de sentido común, la segunda que manifiesta: «Todos se empeñan en llegar a la ley». (La primera la expresa al comienzo, ni bien se topa con una dificultad inesperada: «la ley debería ser accesible para todos en todo momento».)
Revelada la exclusividad de esa entrada, se hace más evidente que había otra pregunta que el campesino no hizo nunca y podría haber hecho ya después de la primera presunción de sentido común frustrada: ¿por qué? ¿Por qué no puedo entrar (si la ley debe ser accesible a todos y si, encima, esta puerta me está destinada a mí solo)? Nada se dice al respecto. Eso nos impide hablar del asunto con la ilusión o la pretensión de estar rellenando presuntos huecos de saber, de andar resolviendo misterios y enigmas. Pero no si lo hacemos sin esa ilusión o pretensión, sino aceptando ese vacío de saber como un dato más del relato.

El hecho de que esa entrada le esté destinada y reservada no implica que el campesino tenga automáticamente autorizado el ingreso. Sólo dice que, si ingresa, únicamente puede hacerlo por ahí. Pero el ingreso no depende de un diseño favorable de la ley (aunque sin eso sería imposible), sino de una autorización para gozar de ese favor. Visto así, no es contradictorio tener una entrada destinada y nunca alcanzar la consumación de ese destino, por muy irónico que luzca.
Recordemos qué es “Ante la ley”, según lo introduce el capellán: es uno de los escritos de introducción a la ley. Una de las primeras cosas que se enseña a los que se inician en ella es que la ley puede estar obligada a destinar una entrada a un –tal vez a cada– hombre (o sólo hacerlo, sin obligación) y no por eso estar obligada a autorizar el ingreso. Ni siquiera necesita dar las razones por las que no lo autoriza. Mientras no sea contradictoria, tiene la libertad (el poder) de ser irónica y producirle un «infortunado azar» a un hombre de campo que viene de lejos a encontrarse con su destinada puerta (también literalmente: ese umbral fue su destino entre la madurez y la senectud reductora y mortal).
Ese poder no tiene otro fundamento que la diferencia en que se constituye. ¿Por qué la ley, que es –entre otras cosas– la suma de los poderíos que la custodian, tendría que ofrecerle una razón junto con imponerle una prohibición a un individuo ya mucho menos poderoso que su último y menos poderoso guardián fronterizo, su gendarme? Como el capellán antes de descender del púlpito al encuentro de K, la ley necesita pronunciarse desde cierta distancia para no dejarse influir ni olvidar su «misión». Establecida o confirmada esa brecha jerárquica, la ley no tiene ante quién comparecer para, por ejemplo, dar razones de sus actos y omisiones.

¿Qué mejor –o peor– para dejar sin explicación que una expectativa frustrada? Dos, para ser precisos: una, la expectativa prospectiva del campesino, que «no esperaba tales dificultades» y que piensa que «la ley debería ser accesible a todos en todo momento»; la otra, la expectativa retrospectiva de los lectores de la historia y del oyente K, que ni bien se enteran, en el remate, de que la entrada le estaba destinada al solicitante, se preguntan por qué entonces no se le dio ese permiso, como era de esperarse.
K no le imputa esa denegación de derecho a la arbitrariedad de la ley, sino al engaño e incumplimiento de un funcionario suyo. Convencido primero de la mendacidad del guardián y luego de su ingenuidad, por un lado, y siempre de su incumplimiento de deberes de funcionario, por otro, K no puede admitir que alguien así reciba la infalibilidad de la institución a la que sirve, como afirman los últimos comentaristas discutidos («Ha sido designado por la ley para ese servicio; dudar de él significa dudar de la ley»). Para K, en cambio, debe ser despedido por deficiente y «mil veces» perjudicial: «el guardián no es ningún engañador, pero es tan ingenuo que deberían haberlo alejado del servicio». El razonamiento es que si no se engaña (si «ve con claridad»), puede o no engañar a su vez al campesino (el engaño sería voluntario y, por lo tanto, evitable). Pero «si el guardián está engañado, entonces su engaño tiene que trasladarse necesariamente al hombre» (el engaño es involuntario e inevitable; el guardián es un portador, un vector del error).
Si considerar infalible al guardián implica, como dice K, «considerar verdadero todo lo que dice», hay una contradicción (o un tercero excluido: no se puede no fallar y no acertar, según cree K que demostró el sacerdote). Si sólo implica considerarlo necesario,*



como afirma el capellán, hay para K una subversión de valores: «la mentira es convertida en orden universal».
Voluntaria o involuntaria, entronizada en o expulsada del “orden universal”, para K la mentira del guardián es un dato inamovible, una fija (tan «inalterable» como se dice que es el escrito que quiere interpretar). Pero puede que se trate de una idea fija de K, que necesita un chivo expiatorio porque se niega a ver la arbitrariedad de la ley y le urge reclamar por la víctima, su hermano de rol. Está apurado y ofuscado. De ese error injusto (para con el guardián) tratará de sacarlo el sacerdote cuando le recuerde por qué le contó esa historia, o sea, cuando le diga cuál es el sentido de esa parábola.
Pero antes de eso, dos tomas de una acotación. Toma 1. Tal vez no es que Josef K se niegue a ver la arbitrariedad de la ley; tal vez es que no puede verla. Por descarte, prefiere un guardián culpable a una justicia injusta (que daña a su ética) o a-justa (que daña a su lógica). Toma 2. Las ideas sobre la ley que traen el campesino y K (todo el mundo quiere acceder a ella y ella debe ser accesible a todo el mundo) hacen pensar que tampoco esperaban, además de una ley reticente, una ley injusta (y menos, una ley no ley). Tanto no la esperaban que ni la vieron.

7.

El guardián le prohíbe ingresar al campesino, pero no transgredir su prohibición, a lo que incluso lo incita (no importa si en broma o sólo después de reírse). Para disuadirlo le narra la hostilidad insuperable del interior de la ley, como un carcelero podría narrar la de una prisión rodeada, por ejemplo, de inconmensurables kilómetros de desierto abrasador. La moraleja es la misma: ni esta fuga ni aquel ingreso son incursiones que convenga hacer; no se está donde se quisiera, pero no hay mejor lugar para estar.
La ley a la que sirve el guardián le otorga al hombre un derecho sin el metaderecho de ejercerlo.*
PS 3-8-2020: Hay una ley que te da (o te reconoce) un derecho, pero para ejercerlo te obliga a infringir la ley. Sólo absteniéndote de acceder a tu derecho evitás una transgresión al respecto: podés consumir marihuana, pero no podés cultirvarla ni comprarla (tampoco venderla, pero eso no entra en el contrasentido). Si no te abstenés, o quebrás una de estas dos prohibiciones para hacer uso de tu derecho o te quedás esperando que te caiga un porro del cielo.
Te espero por esta puerta –parece decirle– pero no te dejo pasar, aunque dejo abiertas la puerta y la posibilidad de permitírtelo otro día. No te queda otra que esperar o desesperar e irte: la ley (como la vida misma y el universo donde se zambulle, produce una pequeña turbulencia y desaparece) «...no quiere nada de ti. Te recibe cuando llegas y te despide cuando te vas». Y si no te vas tiene la paciencia de esperar que muera con vos tu derecho antes de hacerse cerrar y dejar, como se hace con un ataúd.*
La analogía está privada de ser más fuerte o detallada: si en vez de cerrar y alejarse –“marcharse”–,*
No se dice hacia qué lado se marcha el guardián, pero si se nos hubiese querido dar a entender que lo hizo del lado de adentro de la ley no se hubiese dejado de mencionar; así como está dicho, no es más razonable entender que ingresó y cerró a entender que cerró y se alejó (como entendí siempre).
se dijera que el guardián ingresó a la ley y cerró (como parece mostrar el kamishibai de Orson Welles), esa puerta equivaldría a la tapa de ese ataúd que sería el afuera de la ley, donde descansarán en paz los restos del pertinaz solicitante.

En el medio, te acepta sobornos inútiles «para que no creas que has omitido alguna cosa» y te hace «preguntas apáticas, como las que formulan grandes señores». Esta distancia explica aquella inutilidad; cada relato de la tragedia kafkiana es la hipérbole caricaturesca de una desigualdad, de una diferencia de poderes. Tanta, que del remoto hombre de campo no hay soborno que pueda tentar o serle útil al último guardián de la jerarquía.

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