Contrabandos contra natura



1. Fases

Uno no diría que desear y querer son sinónimos, pero sí que son conceptos hermanados, complementarios, asociados o tal vez sólo superpuestos. Schopenhauer ve en ellos dos fases de un mismo acto, el de volición. Más adelante la metáfora de las fases será cambiada por una de planos, otra de esferas y otra de zonas (como se ve, cosas muy distintas pueden metaforizar lo mismo).

Al resumir las tesis que Schopenhauer expuso en Über die Freiheit des menschlichen Willens, Paolo Zellini (Breve historia del infinito, Madrid, Siruela, 1991; página 113) escribe:
...la primera fase del acto de volición, el estadío en que la voluntad se halla como en devenir y todavía no se ha transformado en resolución. Ese estadío es el deseo. Cuando el hombre desea simplemente y aún no ha decidido hacia qué objeto orientar la acción, piensa que en la conciencia podrían convivir simultáneamente voliciones encontradas y se forja ilusiones creyendo que podrá proyectar esa duplicidad hasta la fase posterior y final del acto de volición. En realidad, se pueden desear cosas opuestas al mismo tiempo, pero sólo es posible querer una; ...
La voluntad se forma en los dos momentos de una metamorfosis: deviene voluntad al transformarse de deseo en resolución, y en el camino pierde la tolerancia a la contradicción. Así como el comienzo de una erupción está en la previa de la erupción, se puede defender que la acción empieza cuando se la orienta hacia un objeto ya decidido, es decir, en la resolución que la precede y preside, en el querer, en la activación de la voluntad. Si esto es así, los linajes están imbricados: el deseo es «la primera fase del acto de volición», que a su vez es la primera fase de «la acción».
El deseo, que es una atracción hacia algo, es una reacción; la voluntad, que es un enfilar hacia algo, es el comienzo de una acción: su fase resolutiva, previa a la ejecutiva. La cuestión es cuál es la distribución de imposibilidades entre acciones y reacciones humanas.

Sobre el final de una secuencia se monta el principio de la otra, pero todavía son dos secuencias; si se conviniera que fueran una, por transitividad el deseo sería la primera fase de la acción y la voluntad la segunda. De un modo u otro, el querer hacer ha quedado entre el desear, del que deviene, y el hacer, hacia el que se orienta. Atrás de la voluntad, la contradicción no es imposible; adelante, sí. De esta imposibilidad en el hacer deriva la suya el querer hacer: si es imposible cumplirlo, es absurdo –e infaliblemente frustrante– resolverse por dos o más «cosas opuestas», como es absurdo dirigirse a la vez a dos sitios distintos (aun si no son opuestos).
Como sea, para Schopenhauer es el querer la frontera donde lo contradictorio deja de ser inocuo (o empieza a no ser posible); donde dos cosas opuestas pasan a ser mutuamente excluyentes. Pero que no lo sea antes el deseo –es decir, que sí se puedan «desear cosas opuestas al mismo tiempo»– es algo que no termino de entender. Desear así es ser víctima de dos tironeos opuestos (ya que no de cuatro, como Túpac Amaru II); no es diferente a lo que pasa con el querer.

Pero si tampoco puede el desear, ¿qué otrá interacción, si hay alguna, puede tener como objeto dos cosas contrarias? Si la contradicción no es posible en el querer ni en el desear, ¿dónde sí, hacia dónde correr la frontera que separa la zona donde esa duplicidad es inocua de la zona donde no? Tal vez en el fantasear (descarto que fuera esto a lo que se refería Schopenhauer cuando hablaba de desear, pero no descarto estar equivocado).
Fantasear es jugar a desear, y ciertamente se puede jugar a desear –o sea, a ser atraído por– dos cosas opuestas a la vez; lo que no se puede, si no es de mentirita, es desear –o ser atraído por– ambas. Tampoco quererlas, como ya decía Schopenhauer, y menos aun hacerlas –sin morir en el intento, como intentaron y no pudieron hacer morir a Túpac Amaru II tironéandolo desde cuatro caballos. No se puede perpetrar una contradicción, pero se puede fantasear perpetrarla. Como esa perpetración es imposible, no tiene sentido quererla, resolver «orientar la acción» hacia ella, apostar a ese imposible.
Fantasear supone que sabemos (o creemos saber) qué ha pasado, está pasando o va a pasar, y qué no; supone que manejamos una versión de la realidad (no importa si reconociendo o desconociendo que hay otras). A partir de ese saber, nos entregamos a imaginar algo diferente (seguramente, seleccionado según nuestros deseos o temores, identificaciones y aversiones). En cambio, el desear que haya ocurrido, esté ocurriendo o vaya a ocurrir X supone que no sabemos que (o no sabemos si) ha ocurrido, está ocurriendo o va a ocurrir X.
Se sabe o no se sabe X. Pero si no se sabe, hay dos posibilidades: o se está desinformado (pasa X y yo no me entero) o se está atorado en un desconocimiento dilemático, equidistante de dos certezas opuestas (no sé si pasa o no X). Saber supone la negación de esos dos no saberes; supone tanto estar libres de ese dilema (tener una inclinación resuelta) como estar al tanto de lo que hay: estar enterado y seguro.

2. Planos



O tal vez la frontera esté en la disponibilidad de objetos a desear o de objetivos a apuntar y alcanzar. Los significados que tienen los carteles del epígrafe existen en el plano de lo potencial, lo realizable; en el plano de lo realizado existe la iluminación selectora. En el primer plano la relación en que consiste la contradicción no sucede: se puede disponer de dos cosas opuestas. En el segundo, sí: no se pueden querer –resolver tener, decidir seleccionar– dos cosas opuestas. La contradicción sucede, si sucede, en la selección luminosa de opciones, no en su diseño. Inconsistente puede ser la elección, no el menú.
El menú es claro, aunque dependa de qué haya en los andenes de esa cabecera. Puede haber dos trenes, puede haber uno. Si sólo hay uno, tiene sentido optar verticalmente: no sale vs sale primero (no habiendo otro que quede segundo, lo de “primero” sobra y la opción se reduce a sale o no sale). Si hay dos trenes, tiene sentido optar horizontalmente: sale primero uno o el otro (y una vez que lo hace, la opción vertical vuelve a definir el destino del que se queda).
El optar sobre lo disponible es una necesidad del querer, no del desear –y menos del fantasear. De hecho, la opción es el pasaje de la conjunción con la que opera el deseo (esto y aquello) a la disyunción con la que opera la voluntad al resolverse (esto o aquello), momento en el que nace la nostalgia futura de una edad dorada en la que no había que renunciar a nada.
El disponer de algo (en vez de no disponer) es la operación que va haciendo, por mera acumulación despreocupada, el menú de lo deseable y, sobre el de lo deseable, el menú de lo querible (o sea, el que va evitando lo indeseable, por el lado de la vulnerabilidad, y a la vez va optando entre cosas deseables contradictorias, por el lado de la consistencia).

Pero el disponer de algo también puede ser objeto de deseo: uno puede desear disponer de un grabador nuevo, por ejemplo, sin desear hacer ya mismo uso del grabador tan deseado; uno puede tener sólo un deseo de nueva disponibilidad, no uno de uso o usufructo inmediato. Una vez cumplido el deseo y aplacada la ansiedad, uno puede contentarse con disponer del nuevo grabador (o sea, confiar que esa posibilidad se ha agregado al menú), sin urgencia ni ansias por estrenarlo.
No hay que confundir esta prescindencia con una renuncia. Se renuncia a lo que se desea, como el mandarín que
estaba enamorado de una cortesana. “Seré tuya, dijo ella, cuando hayas pasado cien noches esperándome sentado sobre un banco, en mi jardín, bajo mi ventana.” Pero, en la nonagesimonovena noche, el mandarín se levanta, toma su banco bajo el brazo y se va.*
Roland Barthes, Fragmentos de un discurso amoroso, final de “La espera”; Siglo XXI Editores, México D.F., 1987, pág. 126; traducción de Eduardo Molina.
Pero acá no se desea hacer uso inmediato del grabador, por lo que no se renuncia a eso al no hacer eso; acá se desea disponer del grabador, y a eso no se renuncia, como que se satisface. Un deseador de estos puede permanecer ajeno al deseo de usar lo recién disponible como permanecería ajeno uno que hubiera renunciado a ese deseo; así de aparente es la semejanza (y así de engañosas son las apariencias).

3. Esferas

Un poco más adelante, en la misma página, Zellini escribe algo que cité ya en otro ensayo:
Cuando se desean simultáneamente dos objetos, se configura con ello un estado psicológico en el que la dualidad existe como hecho potencialmente paralizador. Esa misma dualidad, llevada más allá de los confines del deseo que la ha generado, hasta invadir la esfera de la decisión y de la resolución final, provocaría un estado real de indecisión irresoluble del hombre absurdamente libre ante dos opciones antitéticas.
Acá, es el efecto paralizador de la dualidad lo que pasa de potencial a real cuando pasa del deseo a la voluntad. A este acorde de pasajes Borges le agregaría este otro: el pasaje de lo simultáneo –temporalidad caótica del deseo– a lo sucesivo –temporalidad ordenada del querer.
Cada lado tiene su propia eternidad. Pero a la más común de una sucesión ilimitada de momentos (la de una inmortalidad, por ejemplo, o la de una perpetuidad como la del castigo infernal), Borges prefiere la eternidad teológica que caracteriza una percepción plena (aspiración humana, prerrogativa divina, favor transitorio y devastador de algún prodigio con forma de esfera o de rueda); escribe en “El tiempo y J. W. Dunne”:
Los teólogos definen la eternidad como la simultánea y lúcida posesión de todos los instantes del tiempo y la declaran uno de los atributos divinos.*
Para Borges, que invierte la dirección y el principio de la creación divina, esa declaración tiene mucho de autorretrato de quienes la hacen; escribe en “Historia de la eternidad”:
La eternidad quedó como atributo de la ilimitada mente de Dios, y es muy sabido que generaciones de teólogos han ido trabajando esa mente, a su imagen y semejanza.
En uso del atributo, el Dios del final de “Los teólogos”, que «pasa en el reino de los cielos, donde no hay tiempo», percibe bajo una misma identidad las que oponen dos rivales (el último de ellos en llegar, Aureliano, «pudo morir como había muerto Juan», quemado):
...en el paraíso, Aureliano supo que para la insondable divinidad, él y Juan de Panonia (el ortodoxo y el hereje, el aborrecedor y el aborrecido, el acusador y la víctima) formaban una sola persona.
Poseer de una «todos los instantes del tiempo» se hace sin beneficio de inventario: es poseer también todos los hechos, existencias, identidades, rasgos de identidad, estados de identidad, localizaciones y demás yerbas que pueblan cada uno de esos infinitos instantes. (De un modo análogo a como por un punto pasan infinitas rectas, por un instante pasan innumerables historias –que es sensible pero imperceptiblemente menos que infinitas.)
En esa densidad aléphica conviven cosas contradictorias, como en el deseo. De hecho, en “Historia de la eternidad” Borges propone que esta temporalidad compilada es obra del deseo:
¿Cómo fue incoada la eternidad? San Agustín ignora el problema, pero señala un hecho que parece permitir una solución: los elementos de pasado y de porvenir que hay en todo presente. Alega un caso determinado: la rememoración de un poema. “Antes de comenzar, el poema esta en mi anticipación; apenas lo acabé, en mi memoria; pero mientras lo digo, está distendiéndose en la memoria, por lo que llevo dicho; en la anticipación, por lo que me falta decir. Lo que sucede con la totalidad del poema, sucede con cada verso y con cada sílaba. Digo lo mismo, de la acción más larga de la que forma parte el poema, y del destino individual, que se compone de una serie de acciones, y de la humanidad, que es una serie de destinos individuales”. Esa comprobación del íntimo enlace de los diversos tiempos del tiempo incluye, sin embargo, la sucesión, hecho que no condice con un modelo de la unánime eternidad.
Pienso que la nostalgia fue ese modelo. El hombre enternecido y desterrado que rememora posibilidades felices, las ve sub specie aeternitatis, con olvido total de que la ejecución de una de ellas excluía o postergaba las otras. En la pasión, el recuerdo se inclina a lo intemporal. Congregamos las dichas de un pasado en una sola imagen; los ponientes diversamente rojos que miro cada tarde, serán en el recuerdo un solo poniente. Con la previsión pasa igual: las más incompatibles esperanzas pueden convivir sin estorbo. Dicho sea con otras palabras: el estilo del deseo es la eternidad.

4. Zonas

En “La flor de Coleridge”, Borges hace una serie de tres contrabandos normalmente imposibles, realizados literariamente: el de la flor del título, traída del mundo onírico; el de otras flores, algo marchitas, traídas del futuro; el de un retrato. (La serie puede extenderse con “Las ruinas circulares”: en su entrenamiento para ser contrabandeado en la realidad desde el sueño de otro, el soñado cumple el ejercicio de contrabandear una bandera, que a la mañana siguiente flamea en la cima de una montaña.)
Shopenhauer agrega un contrabando similar: el de cruzar de la zona del desear a la zona del querer una opción contradictoria (la conjunción de lo elegible, en vez de su disyunción). Sólo que esta misión imposible no tendrá ninguna consumación simbólica como las otras.

La realización simultánea de lo mutuamente excluyente produce el «acervo indeciso de borradores contradictorios» de la novela El jardín de senderos que se bifurcan; o hace que «los impíos» hablen «de “la Biblioteca febril, cuyos azarosos volúmenes corren el incesante albur de cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira”». Así son los efectos –los estragos– de que la contradicción pase de la zona del deseo a la zona del querer, y de que ese querer contradictorio no implique un bloqueo del pasaje a la acción, una parálisis, similar a la que produce una impreferencia inconmovible (por la que el burro de Buridán termina muriendo de hambre) o una duda.

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