Mensajeros




1.



After Hours (1985), de Martin Scorsese.

   El relato “Ante la ley”, de Kafka, está incrustado en el penúltimo capítulo de su novela El proceso, seguido de un debate, entre las páginas 231 y 241 de la edición de Colihue (Buenos Aires, 2005; traducción de Miguel Vedda). En la nota 63, página 231, Vedda escribe que la palabra alemana Türhüter «designa al encargado de vigilar una puerta». Es la función que cumple Mott, el patovica del club Berlín, en la película kafkiana After Hours, donde se recrea parte del diálogo entre el guardián y el hombre de campo.

Disclaimer

   El primero de los cuatro párrafos que siguen proviene, con pocos retoques, de la sección 1 de “Ante las interpretaciones”. El párrafo anterior también viene de esa sección, precedida por ese epígrafe de Scorsese, pero con más retoques y separando a Mott de una trama de puerteros (los otros son el propio guardián de “Ante la ley” y el Lacayo Rana del capítulo VI, “Cerdo y pimienta”, de Alicia en el país de las maravillas).
   ¿Por qué la separación? Porque ya desde el título, el interés de este ensayo por la escena de After Hours no está puesto en Mott ni en su oficio, sino en Paul como mensajero, en trama con otros mensajeros de un dibujo de Quino y de dos relatos más de Kafka (de uno, “Un mensaje imperial”, ya escribí otras veces, empezando por “La tragedia kafkiana”; del otro será la primera vez que escriba).
   En definitiva, va a ser un ensayo hecho a partir de un desprendimiento de otro, que al principio engordó con incrustaciones de otro y después con verba propia. Y ya que están ahí, ponele que esas incrustaciones emulan la de “Ante la ley” en El proceso y la de “Un mensaje imperial” en La muralla china.

   El ingreso al Berlín que consigue Paul no cuenta: termina saliendo con más ganas de las que tuvo para entrar y sin haber cumplido el objetivo de entregar su mensaje. Le pasa lo que le pasará al mensajero oral de “Un mensaje imperial”, pero sin sus inmensidades ni muchedumbres inatravesables: a Paul, que se abre paso a través de la multitud punk hasta que lo recapturan, lo frustra la combinación –también kafkiana– de una distancia corta y un volumen alto.
   En la escena se sincretizan los dos relatos de Kafka: en lugar de un hombre de campo pidiendo pasar, hay un mensajero; en lugar de una densa vastedad impidiéndolo, hay un guardián. Scorsese supo emular sin imitar, homenajear sin copiar.

   Original (el mensajero imperial) o tributo (Paul), los mensajeros kafkianos están en las antípodas de eficiencia de un mensajero de Dios como el arcángel Gabriel, que viene invicto y libre de amenazas contra su vida. Foja de servicios: al profeta Mahoma le reveló El Corán; a Zacarías le comunicó el nacimiento milagroso de un hijo de la vejez, Juan el Bautista; 6 meses después, le comunicó a una virgen, María, el nacimiento aun más milagroso del hijo de Dios, Jesús, fecundada por el Espíritu Santo (Zacarías sembró, José no).
   No por nada Gabriel, alias “El embajador de Dios”, es patrono de las telecomunicaciones y de los trabajadores de la comunicación, de los carteros y empleados de correo, y de los embajadores y diplomáticos. Con ese CV y esos patronazgos, Gabriel es claramente no kafkiano; si fuera kafkiano, todavía estaríamos esperando la revelación de El Corán y las anunciaciones (¿y nacimientos?) de Juan el Bautista y de Jesús.

2.

   Kafka sube la apuesta de gajes del oficio postal en su relato “Mensajeros” (en Parábolas y paradojas, Editorial Fraterna, Buenos Aires, 1979, página 81; traducción de Gustavo A. Baum):
«Se les dio a elegir: podían convertirse en reyes o en los mensajeros de los reyes. Niños, eligieron como niños: todos quisieron ser mensajeros. Por consiguiente, sólo existen mensajeros que corren por el mundo, gritándose uno a otro, puesto que no existen reyes, mensajes que carecen de sentido. Estos mensajeros querrían poner fin a esta existencia miserable, pero no se atreven a hacerlo a causa de sus juramentos profesionales.»
   Entre ser reyes o mensajeros de reyes, eligieron como niños porque eligieron tentados por la diversión, no por el poder; o sea, porque todavía son más lúdicos que maquiavélicos. De hecho, el relato mismo parece uno de esos preparativos infantiles con los que se acuerdan las líneas gruesas de una aventura y los roles de cada quien:
~¿Dale que yo era un mensajero y vos eras un rey y yo te tenía que dar un mensaje?
–No, los reyes no hacen nada. Solamente tienen que esperar el mensaje. Es más divertido ser mensajero y correr por todos lados y gritar.
--¡Pri para mensajero!
—¡MENSAJERO, CANTÉ!
   De más grande puede que te atraiga más ser un rey, por lo que simboliza: un poder máximo y unipersonal, el individuo que habita la cima de la pirámide social. Pero todavía niño te atrae más el rol que más diversión te promete, sin que registres o te importe su subalternidad: sin ser político, sólo lúdico –insisto.

   El problema es cuando todos eligen como vos, lo que no es raro que pase si todos son niños y sólo el rol de mensajero es divertido (recuerdo que entre los 6 y 8 años, en los recreos de la primaria, todos queríamos ser pateadores y formábamos un enjambre corriendo detrás de la pelota). Como sea, esa unanimidad es como si en un poliladron todos eligieran ser ladrones, o todos policías. Si no perseguís a nadie ni hay nadie que te persiga, no hay persecución y el juego pierde gracia y sentido.
   En “Mensajeros”, la responsabilidad del cargo sobrevive al sentido del servicio, que muere cuando se cumple que para bailar un tango entregar un mensaje se necesitan dos (y a veces también dos tiempos). Una persistencia similar se deja ver en la hipérbole humorística del esqueleto del que se quedó en el armario jugando a las escondidas cuando ya nadie lo buscaba.
   El personaje del chiste al menos murió esperanzado, como está el súbdito y como estuvo el campesino; engañados, e incluso desesperados, pero esperanzados. En cambio, los mensajeros sin destinatarios no se engañan: al atarse incondicionalmente a una elección que devino obligación y al saberse desfuncionalizados (como en “I, Mudd” siervos sin amos, o en la vida real tapas sin tuppers), no tienen esperanzas de superar su situación: «querrían poner fin a esta existencia miserable, pero no se atreven a hacerlo a causa de sus juramentos profesionales».
   Ese sobresentido del deber es igual de pragmáticamente absurdo que respetar un semáforo en rojo en medio del desierto, y además es pesadillesco: como en un mal viaje, la ligereza de la elección infantil se convirtió en pesadez de un compromiso adulto, que no se abandona ni siquiera cuando pierde sentido.
   Si continuase siendo el niño que eligió ser mensajero real, abandonaría el rol ni bien dejara de divertirse, que él antes que nada estaba jugando. Pero “Mensajeros” es el relato de la conversión (por no decir metamorfosis)
    de un niño en un adulto,
    de un juego (de roles o disfraces) en un trabajo (bajo juramento profesional),
    de una motivación entusiasta en una responsabilidad,
    de un derroche en una deuda,
    de una diversión en un deber.
   Sentar cabeza, así no anda volando por ahí.

3.

   Permaneciendo en su escondite y en silencio, el jugador inclaudicable está tan solo como «el solitario» súbdito, igual de sedentario, y como los mensajeros que «corren por el mundo, gritándose uno a otro, puesto que no existen reyes, mensajes que carecen de sentido», movidos por un deber incumplible e irrenunciable. (No sé en el original, pero en esta traducción la inexistencia de reyes puede explicar –a diestra y siniestra– por qué los mensajes carecen de sentido y/o por qué los mensajeros se los gritan unos a otros.)
   La soledad ambulante de los mensajeros me recuerda la del viajero que canta Cerati:
   ♪♫ Nadie me vio partir,
   lo sé, nadie me espera.
♫♪
   Puede haber al menos dos maneras de interpretar estos heptasílabos separados de la canción:
    Interpretación de 1 extremo (o de la vuelta): si “nadie me espera” acá, en el origen del viaje, es porque “nadie me vio partir”; si no saben que me fui, mal pueden esperarme.
    Interpretación de 2 extremos (o de la ida): si “nadie me espera” allá, en el destino del viaje, mi arribo será tan solitario y anónimo como fue mi partida.
   La elección de mensajero real que todos hicieron los dejó sin sentido del juego, a falta de destinatarios reales. Si aun así el deber los hace jugar, la estrategia es rígida: no tiene la flexibilidad de apagarse cuando sus jugadas «carecen de sentido» (como no la tienen el escondido para dar por terminado el juego y la patrulla perdida para dar por terminada la guerra); no tiene la flexibilidad del ajedrez, que dictamina tablas cuando mover es imposible –rey ahogado– o es al pedo –rey versus rey y caballo–.
   Moraleja: no malgastes la energía de un deber; no se la apliques a un imposible, y menos a un imposible lógico, como el de hacerle llegar un mensaje a quien no existe.

   Aclaremos, dijo el lechero echándole agua a la leche.
Toma 1
   No se trata de una tarea interminable, como la entrega del mensaje imperial, o ilimitadamente postergable, como la entrega de una autorización; es una tarea inempezable, por inconsistente. Puede empezar y sostenerse una pantomima de la tarea, con corridas y gritos, pero no la tarea en sí, por irrealizable.
   No sólo no es funcional un envío sin destinatario; tampoco es lógico. Se rompe el concepto mismo: enviar algo a ninguna parte no es enviar, es dejarlo a la deriva, como viajan las botellas con mensajes de náufragos. Sin vías –a un destino– no hay envíos, con perdón del juego etimológico (y en “Mensajeros”, sin destino «carecen de sentido» los mensajes, con perdón del anagrama trillado).
Toma 2
   Con un territorio y una burocracia inconmensurablemente enormes, es un imposible fáctico que al súbdito le llegue el mensaje del Emperador o al campesino el permiso para entrar.
   Hasta podríamos suponer, sin abandonar el género, que ese permiso fue concedido pero está viajando desde el corazón de la Ley por innumerables puertas, las mismas que frustrarían al campesino si las atravesara, con o sin permiso, e incluso si no se cruzara con ningún guardián.
   Esta sucesión imaginaria de ventajas inútiles es tan kafkiana como la sucesión de desventajas crecientes que es la sucesión de palacios circundantes en “Un mensaje imperial” o de guardianes cada vez más poderosos en “Ante la ley”.
   Lo cual no significa que esas concesiones imaginarias sean aplicables al mensajero sin cambiar el resultado: «Si ante él se abriera el campo libre, có­mo volaría, qué pronto oirías el glorioso sonido de sus puños contra tu puerta».
   Con condiciones tan exorbitantes, serían inesperadas esas llegadas, pero no inconsistentes. Una imposibilidad fáctica les impide a esos envíos y a esas esperas terminar, pero pudieron empezar y pueden seguir. En cambio, una imposibilidad lógica les impide empezar a las entregas de los mensajeros reales sin destinatarios, por mucho que corran y griten.
   Dime qué te imposibilita y te diré qué casilla ocupas del juego de la lÓgiCA.
Toma 3
   Los combos necesariedad/imposibilidad (lógica modal) y obligación/prohibición (lógica deóntica) son paradojales. Ante la Ley, al campesino lo frena un combo deóntico cuasi paradojal de prohibición/pseudopermisión: el guardián le prohibe pasar y le advierte los efectos –no los castigos– de hacerlo, pero es libre de transgredir su prohibición, como Adán y Eva en el Edén la prohibición de Dios. Palabras más, palabras menos, el guardián le dice al campesino: la puerta está abierta como siempre, me hago a un lado, no te voy a detener; pero ojo: yo al tercer guardián no le puedo sostener la mirada.
   El combo que traba a los mensajeros reales es un mix deóntico/modal, y es el mismo que malogra al mensajero imperial: obligación/imposibilidad. Deben y no pueden hacer su jugada, como Hladík en su pesadilla, pero con una diferencia: la imposibilidad que enfrentan Hladík y el mensajero imperial es fáctica; la que hace correr y gritar en vano a los mensajeros reales es lógica: no hay destinatarios, no que están lejos y son inalcanzables.

4.

   Al guardián de la Ley le va mejor que a los mensajeros reales; al menos podrá dar su misión por cumplida y retirarse cuando su servicio pierda sentido, una vez muerto el destinatario de la puerta que custodia (escena a la que nos dirige la última del relato). La misión de los mensajeros reales nace sin destinatarios y, por lo tanto, sin sentido; no debería haber empezado y no puede terminar.
   En cambio, por mucho que sepamos «qué vanos son sus esfuerzos», la misión del mejor mensajero imperial disponible pudo empezar y está en curso: «todavía está abriéndose paso a través de las cámaras del palacio central», que está rodeado de sucesivos palacios circundantes que el mensajero atravesaría «durante miles de años». Sin ánimo de spoilear el final de la historia, es este:
«...y cuando finalmente atravesara la última puerta –pero esto nunca, nunca podría suceder–, todavía le faltaría cruzar la capital, el centro del mundo, donde su escoria se amontona prodigiosamente. Nadie podría abrirse paso a través de ella, y menos aun con el mensaje de un muerto. Pero tú te sientas junto a tu ventana y te lo imaginas cuando cae la noche.»
   Los obstáculos de la misión imperial son tan grandes que incluso negativizan el poder que la impulsa y anulan su importancia de origen (una cosa lleva a la otra, aunque no te decidas cuál es cuál). Empiezo por la anulación y sigo por la negativización.
   El Emperador moribundo «hizo arrodillar al mensajero junto a su cama y le susurró el mensaje al oído; tan importante le parecía, que se lo hizo repetir» y «ante todos, ordenó (...) que partiera». La importancia del mensaje, notoria en el acto de su envío público, ya sería nula pasando el último palacio circundante. La prodigiosa escoria es insobornable, como el guardián (que acepta todos los sobornos para que el hombre de campo no piense que le faltó hacer mérito). Acá tu plata no vale.
   Ahora sumémosle a esa anulación la negativización de lo que empieza siendo un poder máximo, abrecaminos, y pasaría a ser un lastre ya en el borde del centro del mundo, faltando el resto para la puerta del súbdito (el destinatario menos pensado).
   Voy de nuevo. Un mensaje –tal vez el último– del mismísimo Emperador, de la mayor importancia (e improbabilidad), se vuelve un estorbo más cuando se convierte en el «mensaje de un muerto». Como buen estorbo, no le abriría paso al mensajero a través de la escoria amontonada «prodigiosamente» en «la capital, el centro del mundo», como supo hacerlo desde su pecho «el signo del sol» a través de la multitud que se amontonó en el palacio central para contemplar la muerte del Emperador, tu remitente.

   En La muralla china, ni bien el narrador termina de contar el relato incrustado, hace del más miserable de los súbditos un símbolo de todo el pueblo: «Así, de modo tan desesperado y tan esperanzado a la vez, es como mira nuestro pueblo al Emperador».
   Y más o menos es como mira el campesino al guardián y a la Ley, salvo en su agonía preguntona, cuando su esperanza tiende al mínimo y su desesperanza al máximo. (Si en ese trance final tuviera cero esperanza, no se interesaría en saber lo último que le pregunta al guardián, cuya respuesta es lo último que escucha antes de morir.)
   La mirada de «nuestro pueblo al Emperador» es paradojal: quiere dejar de esperar y seguir esperando «a la vez» y con la misma fuerza. Es como si el macroscópico súbdito –o el pueblo que encarna– tuviera una superposición cuántica en esos dos estados de ánimo, que gravitan igual («tan desesperado y tan esperanzado» = tan desesperado como esperanzado).
   Este empate de impulsos divergentes es una parálisis; desde afuera se ve como si el pueblo estuviera mirando a un Emperador hipnótico o hiptonitazor hipnotizador.*

PD del 15/11/2023: Hoy, a 1 año de haber alcanzado la humanidad los ocho mil millones de individuos, confieso que he vivido un récord y medio: nunca había pifiado tanto escribiendo una palabra y sólo una vez había tardado más en advertirlo. Acá tardé nueve días, que vistos a través de los cambios de nueve versiones del ensayo (de la 5ª a la 14ª) se me hacen remotos.
   Para dejar de leer Lanifur y darme cuenta de que uno de los números de Funes el memorioso es «Luis Melián Lafinur», tardé años, años en los que releí el cuento de Borges muchísimas veces (la calle la conocí después). Por lo demás, sólo había hecho un enroque de las dos consonantes vecinas a la "i". A pesar –o a causa– de lo pequeño del cambio, no salí solo del error, y aun con ayuda me costó mucho. Le había marcado la palabra en una monografía de análisis de relato a una estudiante, que me tuvo paciencia. Le mostré mi edición de Ficciones, después de chequear el nombre de nuevo y con la misma ceguera. “Leé letra por letra, Gabriel”, me pidió asombrada (como estaban los estudiantes de español para extranjeros cuando me pidieron «camello» y escribí «camilla»). Recién entonces logré leer Lafinur.
   ¿Y cómo detecté hace unos minutos el error de la grafía –y por suerte no del sonido– «hiptonitazor»? Buscando con Ctrl+F «hipnótico», que es más corto de tipear, para ubicar al lado el segmento «o hipnotizador» y borrarlo. Se salvó porque estaba tan mal escrito que merecía esta confesión, aunque la haga en un bloque oculto de un ensayo que ha tenido 3 visualizaciones, la más antigua hace 23 días. O sea, nadie vio el error.
La parálisis de una duda sobreviene por sub-resolución (debés y no podés optar); la del pueblo ante el Emperador, por sobre-resolución: cuando lo mira, debe y no puede descartar alguna respuesta; la desesperación y la esperanza coexisten porque ninguna de las dos desplaza y reemplaza a la otra.
   ¿Y cómo mira el Emperador a «nuestro pueblo»? Del modo más abarcador posible, llegando hasta «la sombra que ha huido a la más distante lejanía, microscópica ante el sol imperial». Desde tan lejos, al Emperador pudo costarle distinguir las distancias sociales dentro del pueblo, pero lo hizo (gracias a una precisión microscópica o a la suerte, si tiró al montón y le acertó al «solitario»). Una ilusión de favor imperial no se le niega a nadie. Si «el más miserable de sus súbditos» puede ser digno de una enorme esperanza vana, todos podemos.
   Los destinatarios que están en sus antípodas sociales y políticas, los reyes, no existen (ni son los padres). Existe el súbdito y existe el campesino, que es destinatario de la entrada a la que llega y del permiso para cruzarla que nunca recibe.
   Exista o no, ningún destinatario recibe nada en este corpus kafkiano (escena de After Hours incluida); si puede –porque existe– y si necesita, rellena esa nada con esperanzas e imaginación.
   De los dos que existen, al terminar sus relatos un destinatario está muriendo y el otro morirá más adelante, ambos esperando:
    uno un permiso, el otro un mensaje, ambos un contacto con un poder en la mayor de las asimetrías:
      uno, un acceso a la Ley (Mahoma quiere y no logra ir a la montaña); el otro, una entrega del Emperador (la montaña quiere y no logra ir a Mahoma).
   De estos dos relatos, uno empieza con la muerte del remitente y termina con la espera vana del destinatario lejano; el otro termina con la muerte del destinatario y empieza con su espera vana del mensaje de un remitente tan cercano que lo acompaña hasta que la muerte los separa.
   A 99 años de su muerte, Kafka sigue sintonizando el ruido que hacen las asimetrías de poder, que siguen creciendo a pesar de ya ser enormes. Su vigencia puede tener otros motivos, pero no sé si mejores.

5.

   A ese corpus kafkiano podría sumarse como invitado este dibujo de Quino (Gente en su sitio, Buenos Aires, Ediciones DE LA FLOR, 1979):

Dibujo de Quino, del libro 'Gente en su sitio'. Hay un náufrago en un islote con una palmera, rodeado de botellas con mensajes que cubren todo el océano

   Quino se gana la membresía presentando no uno, sino millones de destinatarios que no reciben nada, y no en una, sino en al menos dos interpretaciones de la escena y de la historia que desemboca ahí.

   Una posibilidad es entender que fue el náufrago quien –mágicamente provisto de millones de botellas, corchos y hojas, además de muchos lápices– escribió y mandó todos esos mensajes que cubren el océano. (Las hojas toleran el encierro que las protege del agua mucho mejor de lo que los humanos toleran el encierro que los protege de sí en “I, Mudd”.)
   En esta interpretación, el náufrago se tomó tan en serio el “Broadcast yourself” que lo saboteó. Tuvo que saturar el océano para dejar de escribir; a sus pies hay una hoja en blanco de ¿un block disminuido?, con un lápiz semiapoyado.
   Si “la espera de un regalo es la espera de que se hayan comprendido nuestras señales” (Dolina dixit), nuestro náufrago espera algo más básico: que se hayan recibido. En otro relato breve de Kafka, “De noche”, es lo que espera del vigía más próximo el protagonista abismado en la noche, que le manda señales agitando un tizón.
   El náufrago de Quino arroja botellas al mar como el vigía de Kafka agita el tizón, pero con menos suerte. Su suerte es la de otros dos protagonistas del corpus: para él, la mera humanidad está tan distante como para el campesino la Ley y para el súbdito el Emperador.
   Ahora contempla con resignación su correspondencia intacta; tiene a su alrededor la evidencia de que ninguna botella ha sido abierta por ningún destinatario: ni uno eventual directo («A quien lea este mensaje...») ni uno específico indirecto («...le ruego que se lo haga llegar a Fulano»).
   Nunca antes nadie se supo tan numerosamente no escuchado, tan incomunicado, tan solo. Más que el solitario súbdito, que al menos se acompaña cada anochecer con el mensajero que se imagina llegando;
    más que el funcionario solista 1: el mensajero imperial, que rema solo pero al menos en un mar de muchedumbres;
    más que el campesino que vino solo, que no dejó de estar acompañado desde entonces;
    más que el funcionario solista 2: el guardián, que al menos habla durante muchos años con el hombre de campo;
    más que los funcionarios solistas 3: los mensajeros reales, que al menos se gritan unos a otros;
    más que el funcionario solista 4: el vigía, que al menos recibe respuesta;
    más que el jugador que murió escondido, que en su delirio o candidez no dejó de sentir la presencia inminente del que contó y lo buscaba.
   Nunca antes nadie tuvo una brecha tan grande entre el número de envíos y el de recepciones, para no hablar del de respuestas (ambos cero, sobre tantos envíos como botellas cubren el océano, que es un número máximo para ese entorno). Más kafkiano no se consigue.

   Otra posibilidad es entender que el náufrago está inútilmente provisto de papel y lápiz porque el mar (de pronto o al cabo de un proceso) está totalmente tapizado con mensajes de otros náufragos; sumarle uno más sólo contribuiría al ya denso e inmenso embotellamiento de botellas. Dios le da lápiz, papel y botellas al que no tiene un mar abierto (parafraseando un dicho que ya es kafkiano).
   En caso de que nuestro náufrago asumiera el rol de destinatario eventual abriendo una botella cualquiera, su aislamiento le impediría asumir el rol de mensajero para el destinatario específico, si lo hubiera, o hacer cualquier otra cosa que dijera el mensaje y requiriera salir de su pequeña isla con palmera.
   Si colmamos esta interpretación como las botellas el océano, tenemos millones de destinatarios a quienes no les llega ninguno de los millones de mensajes enviados por millones de náufragos incomunicados (si son los mismos que los destinatarios, en ese mundo no hay más que náufragos incomunicados). Más kafkiano no se consigue.

   Con una u otra interpretación, como las botellas que opacan con su presencia todo el mar están tapadas (si no lo estuvieran, no estarían: no flotarían), los destinatarios de los mensajes brillan por su ausencia. Con una u otra interpretación, son consistentes la mirada y la postura desoladas del náufrago (visiblemente desesperanzado, que es una forma deprimida de la desesperación).
   La página en blanco que está a sus pies encaja con una u otra interpretación: o queda sin escribir su enésimo mensaje o queda sin escribir su primer mensaje, que habría llegado después de que enésimos náufragos escribieran el suyo (o los suyos, si cada uno escribió y mandó más de 1).

   En esta última interpretación, cada náufrago –salvo el que vemos– tiene dos roles: el de remitente del mensaje (como el Emperador de “Un mensaje imperial”) y el de mensajero, que al momento de lanzar su botella al mar comparte con tantos otros colegas la esperanza y la confianza en una deriva afortunada. Pero el náufrago de Quino llegó tarde y, aunque tenía lápiz y papel, se abstuvo de conocer ese momento porque la probabilidad de que alguien leyera su mensaje hubiera sido de 1 en 51.984 billones, siguiendo ciertos supuestos. Hagamos las cuentas.
   Supongamos que los mensajes flotantes cubren la totalidad de la superficie oceánica del planeta, de la que Quino nos muestra una parcela con su encuadre y perspectiva. Supongamos que la densidad dibujada es de 144 botellas por m2. A 144.000.000 por km2, con 361.000.000 km2 de superficie marina se necesitarían 51.984.000.000.000.000 (cincuenta y un mil novecientas ochenta y cuatro billones) de botellas.
   En 1979, año de la publicación de Gente en su sitio (no sé cuánto antes se publicó la viñeta suelta), la cantidad de humanos en la Tierra –redondeando– era de unos 4.365.000.000 (cuatro mil trescientos sesenta y cinco millones). Si se hubiera dado el absurdo fáctico de que todos fueran náufragos, cada uno debería haber arrojado unas 11.909.278 (once millones novecientas nueve mil doscientas setenta y ocho) botellas mensajeras al mar para cubrirlo por completo.
   En lugar de varias comunidades humanas, en esta interpretación absurda y humorísticamente maximalista hay una humanidad de miles de millones de náufragos, cada uno buscando salvarse y colaborando con la congestión de mensajes que lo impide. Una genuina tragedia kafkiana y distopía individualista.
   En “Mensajeros”, nadie elige ser rey y nadie lo es; en esta interpretación del dibujo de Quino, nadie elige ser náufrago pero todos lo son. Todos son mensajeros en el relato homónimo de Kafka; en esta interpretación del dibujo de Quino, también. Mejor dicho: todos –que no vemos– excepto uno, el único que vemos, el único que se ha privado de hacer algo tan típico de náufragos como tirar una botella al mar (o tan poco típico como tirar 11.909.278).

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