Ilusión artística



I. Peligroso y seguro



Dos fragmentos de la serie Entornos invisibles de la ciencia y la tecnología, episodio 1, “Parque de diversiones”

1.

Para empezar, retomemos la relación entre saber algo y creerlo. Si que las cortinas no son verdes, no tiene sentido creer que son verdes. Sin embargo, ese cruce es el que hace posible sentir el peligro (porque creo –no logro no creer– que hay peligro) ahí donde que no hay peligro. No dejo de confiar que es seguro lanzarme, ni siquiera llego a dudarlo (o sea, a no saber si es seguro o no lanzarme); pero aun así alcanzo una duplicidad similar a la duplicidad negativa de la duda, pero positiva: en lugar de no estar ni acá ni allá (un no saber dilemático), estar acá y allá (sé y no sé que hay peligro en tirarme de ahí; confío y no confío). (Este simulacro de contradicción tal vez sea lo más cerca que podamos estar de una contradicción efectiva.)

2.

Hay un es y hay un como si fuera. De la fuerza de este último (de su poder de hacerme olvidar el es) depende la sensación que experimente. En términos de Coleridge, de cuánto logre suspender mi incredulidad dependen la opacidad de la inmersión y la intensidad de la ilusión, que a su vez se implican recíprocamente (si es que no son lo mismo).
En el límite de esa progresión, se pasa de saber quién es uno (vale decir, de deslindarse de los otros...) a creerse otro (...a haber perdido u olvidado a quién deslindar); de la identificación (de sí y de los otros, en la buena o mala medida de lo posible) a la enajenación momentánea en una cumbre.

En la experiencia artística jugamos a perder el principio de realidad, a olvidarlo, a visitar la región de la que no hay (o puede no haber) retorno: coqueteamos con la muerte, siquiera la de nuestra identidad. En ese sentido, Ulises es el sujeto de la experiencia artística por excelencia: filtra los peligros de esa enajenación atándose al mástil, en lugar de abstenerse (y protegerse) de ella tapándose los oídos, como hace con sus amigos.
Ser otro sin pagar el precio de serlo, que es la alienación, la pérdida de la identidad propia: ser otro y ser yo, ser otro sin dejar de ser definitivamente yo, pudiendo volver de la odisea de la despersonalización absoluta, o sea, de la muerte, que es la aventura de lo otro, de lo único que es otro para todos y cada uno (y no sólo para mí).

3.

Saber –o creer– que el peligro atravesado es falso es lo que nos permite disfrutar en lugar de sufrir. Engañamos nuestra fisiología con arneses y elasticidades calculadas y, como Ulises, obtenemos todo el deleite de un vértigo sin sufrir ninguno de sus inconvenientes, sin pagar el precio.
Si en una situación real nos excita no saber qué sigue, no lo llamamos incertidumbre. La palabra se la reservamos a los casos en que no saber qué sigue nos afecta para mal: nos incomoda, nos pone nerviosos, nos angustia, nos atemoriza, nos aterra, nos carcome, nos enloquece, y otros efectos más en esa línea (en la que no esperaríamos encontrar un «nos excita»). En todo caso, puede decirse que hay incertidumbres amargas e incertidumbres dulces, y es probable que entre otros muchos sabores.
En cuanto a las incertidumbres que disfrutamos, las aventuras sin desasosiego, tal vez sean dosis inocuas –o inofensivas variaciones– de la incertidumbre que más íntimamente podemos sufrir (la de si vamos a morir en este momento, en caso de que un trance nos lo haga sentir más probable de lo habitual) y de la certidumbre donde se apoya (la de que en algún momento vamos a morir).


II. Pérdidas y simuladores de pérdidas


1.

Podemos invertir la dirección y la fuerza de lo que se postula para ser creído. La duda de si esto es una realidad o es una ficción es una variación fuerte de la duda de si uno tiene la posta o está meando fuera del tarro y no se da cuenta (o también: si hay una percepción o hay una alucinación de esa verdad, de ese estar en lo cierto en un parecer o haciendo “lo correcto” con cierta decisión, por ejemplo).

Afirmar que se puede conocer el futuro supone aceptar que ya existe, y tal vez «tan irrevocable» como el pasado (lo que se dice inexorable). Para graficar esta idea suele usarse la imagen de estar cautivos en una película, impedidos de saberlo y libres para imaginarlo y conjeturarlo. Y el futuro que creemos co-gobernar con el azar y los eventos naturales, ese tiempo al que dirigimos nuestro libre albedrío, es puro relleno del vacío de saber cómo sigue la historia. Somos el caso en que no podemos ser espectadores, sino sólo participantes de la escena, de cuyo futuro no guardamos la menor memoria (como sí del de una película ya vista).

Con perdón de la perogrullada, imagino que si algo se siente cuando la realidad se revela ajena o falaz (o porque es un sueño, o porque es una película, o porque es una matrix, o porque es una mentira, etc.) es precisamente irrealidad, la súbita falsedad del mundo en el que sigo estando colocado y empiezo a quedar descolocado (ambivalencia típica de un desmoronamiento rápido y generalizado).
Es la situación en la que se encuentra Truman cuando descubre que su vida es un reality show (concretamente, que su esposa, amigos y hasta desconocidos son actores, y su mundo una escenografía envolvente). La distancia entre lo que creía que era y lo que se entera que es tiene de grande lo que su revelación podría tener de pesadillesca.
«Podría tener» en un Truman del mundo real y no tiene en el Truman de la película. Con Hollywood como usina cultural, la sátira como género y Jim Carrey como actor principal, Truman está asombrado, tal vez un poco decepcionado, pero no se lo ve perturbado durante el diálogo con Christof. Basta recordar la humorada con que se despide de los millones que lo están viendo, que tampoco sostendrán mucho tiempo la euforia de telepresenciar la liberación de su héroe (“Let's see what else is on” [Veamos qué otra cosa hay], le dice un televidente a otro ni bien se corta la transmisión, en lo que son las últimas palabras de la película).

2.


El desengaño de Truman toca el miedo más básico que puede tener un sujeto que dice lo que es, que se sabe o se cree coautor de su identidad: el miedo a perderla, sobreviviendo o no.
Este miedo tiene especializaciones, algunas comunes: a perderla por la muerte, por la senilidad, por la locura, por una enfermedad o un accidente, por ejemplo. Otras son menos verosímiles o probables y, por lo tanto, menos temidas y prevenidas. Entre éstas, la del miedo a perder la identidad por una súbita desmentida universal y retrospectiva (todo y desde siempre o casi), como la que experimentan también muchos nietos recuperados.

Truman sufre por nosotros, en lugar nuestro; le tememos a perder la identidad y aún más de un modo horrible o con sabor a cambio tan impreferible como irrevocable.
Para sus respectivos espectadores, el show llamado The Truman Show y la película homónima son simulacros de pérdida brusca de la identidad, inmersiones en el infierno tan temido pero con el aislamiento y la artificialidad de un turista. Es como si le dijeran a uno: te voy a mostrar qué siente alguien que la pierde, pero con la garantía y la distancia de ser un espectador del reality en EE.UU., dentro de la ficción, o uno de la película en Argentina (por ejemplo), fuera de la ficción. Una inmunidad similar hace posible la tolerancia y la afición a las películas de terror (otra, a la montaña rusa o al bungee jumping, si bien en estos casos uno pone el cuerpo y arriesga más que sentado en un cine o un living).
Ese espectador está tan a salvo del peligro que lo rodea en la ilusión artística como el cuerpo del soñador lo está en la ilusión onírica, con la conciencia desconectada de sus sentidos y sus músculos. (El problema es cuando uno se despierta antes de reconectarse y contando con que ya lo hizo.)


III. Alta ilusión


1.


Telescope, “A Talk with Hitchcock” (Fletcher Markle, 1964)

Pasamos de la ilusión onírica a la hipnótica, que para Hitchcock es la ilusión artística del futuro. Pasamos de alguien que está soñando sin dirección a “gente somnolienta” cuyas mentes son dirigidas “en la dirección adecuada” por el hipnotista y director de la obra, un proveedor de entretenimiento del año 3000. Su publicidad es comparativa: No se identifique con su personaje preferido; séalo. El entretenido del 3000 protagoniza lo que el de 1964 se limita a presenciar y empatizar.
El teatro del futuro que imagina Hitchcock lleva de la representación a la experiencia cuasi directa el famoso Elige tu propia aventura. En el año 1964, los que van al cine o al teatro pagan una entrada para “identificarse con alguien en la pantalla” o en el escenario; en el año 3000, pagan la entrada y “ellos mismos son esa persona” y “sufren las agonías [...] o disfrutan del romance con una mujer o algo así” hasta que “las luces se encienden y todo se termina”.
Una ilusión artística no puede ser más inmersiva que esa sobreimpresión de una identidad ajena sobre la propia (durante el tiempo que dura, insisto: sin esta necesaria posibilidad de volver, eso es mera enajenación, no simulacro de; es locura, no arte).

2.

Algo similar ocurre con la ilusión del arte erótico. Sin ir más lejos, la masturbación es una experiencia inmersiva en una ficción excitante.
Estar o no estar en cierta situación: ésa es la cuestión ahora, y no la de ser o no ser ese otro que está en esa situación o haciendo de alguien que está en esa situación. Por ejemplo, en una situación erótica. El Elige tu propia aventura es ahora un Realiza tus fantasías.
Si nos gusta alguna pornografía, la pornografía que nos gusta es la que nos muestra en el lugar de quién nos gustaría estar. De la altura que alcance ese gusto depende la intensidad de la ilusión de estar en ese lugar. En el punto de mayor placer, en el límite de esa proporción (o tal vez sólo cerca), la ilusión se vuelve indetectable (la suspensión de la incredulidad no puede ser mayor). Y entonces sentimos lo que al salir creeremos que sentiríamos en esa situación deseada.
Dejamos que una ilusión fuerte y sigilosa nos haga creer que el efecto es tan vívido como el que tendría la experiencia (que, de todos modos, también estaría mediada por la imaginería que cocina la realidad, que cruda no la tragamos). Después de todo, ambos caminos conducen a la “pequeña muerte” francesa.

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