Suerte




1.


Una cosa son las coincidencias que juzgamos significativas y sabemos azarosas. Otra, los favores o disfavores que –interpretamos– nos hacen. Y otra, la conexión causal que creemos que hay entre algo que hacemos con la convicción o la esperanza de atraer un favor o de repeler un disfavor, por un lado, y ese favor concretado o ese disfavor evitado, por el otro. O sea: una cosa es el azar, otra es la suerte (que es el sentido que se le da al azar) y otra es la superstición (que es el sentido que se le da a la suerte).

Una cosa es que justo al día de hoy, en que publico “Suerte”, le toque el 2.222, un número tan único como cualquier otro pero con un peculiar dibujo de generala servida, tan infrecuente que hace 1.111 días que no se da y faltan otros 1.111 para que se vuelva a dar (tachame la doble) u otros 2.222 para que se dé 2 veces, si se me tolera la obviedad. (La fila de patitos se la debemos a la notación decimal que usamos; expresada en notación binaria, la cantidad se vería así: 100010101110;*
La disposición de los dos dígitos de un sistema binario en este número de doce lugares también es llamativa: una mitad del número es la imagen invertida –el negativo– de la otra.
en sistema ternario, así: 10001022; etcétera.)
La misma distancia de recurrencia de esta generala tiene una escalera como la de días que hubo al 1º de enero de 2012. O la escalera que habrá en 1.234 + 1.111 = 2.345 días, el 16 de enero de 2015. O la que habrá en 2.345 + 1.111 = 3.456 días, el 31 de enero de 2018. O la que habrá en 3.456 + 1.111 = 4.567 días, el 15 de febrero de 2021. O la que habrá en 4.567 + 1.111 = 5.678 días, el 2 de marzo de 2024, cuando podremos juntar esa quinta escalera con la primera e imaginarnos una de 8 escalones, como la que habrá en el día 12.345.678 de Zambullidas, el domingo 10 de diciembre de 35.809. Etcétera. (El sumando 1.111 comparte su don para hacer escaleras con los factores de una multiplicación ocupados sólo por unos ─hasta nueve de cada lado─, cuyos resultados tienen dígitos que ascienden y descienden.)
Otra cosa es que creamos que ese número 13 en la cantidad de páginas visitadas hoy le pueda traer problemas al único visitante, que dejó registrado su aporte también en el número total (cuando ese 1 llegó eran 58.500; menos mal que en las centenas del total de visitas tiene un capicúa).

2.

El 22 de octubre de 1988 (a 7.237 días de Zambullidas), el diario Clarín publicó esta noticia en primera plana:


Nótese el número que editorializa desde el título, donde seguramente no se habría puesto un 12 o un 14. El número a evitar en ciertos edificios o aviones es el número a destacar en un encadenamiento de desgracias. En términos animistas fue como si, con la elección de una circunstancia, un azar dañino e inocente –una mala suerte– le hubiera puesto su firma al efecto dominó que creó. Fue una picadura de la yeta; estaba en su naturaleza hacerlo.
En realidad, la firma es lo de menos; lo increíble es que un azar haya creado un efecto dominó, para el que se supone que se requiere un diseño inteligente. Y el azar lo que tiene de inocente lo tiene de no inteligente. Lo notable entonces es que esa nula inteligencia de nulo propósito haya encadenado en relaciones de causa y efecto una secuencia de tres accidentes, tan desgraciados como inverosímiles o improbables (que es la mezcla de lo tragicómico). Ese efecto dominó de tres tragedias es más esperable de un sujeto, y de uno ensañado.

3.

Dejemos de lado el ensañamiento y retengamos la complejidad. En la ingeniería de un efecto dominó intrincado un objetivo es que parezca casual lo que está en las antípodas de serlo, como es cada enlace exitoso gracias a ese diseño finamente calculado. O en todo caso: en cada evento de enlace de la cadena surfeamos la incertidumbre de si esos acróbatas ciegos se sincronizarán bien o no; incertidumbre que no tenemos, por ejemplo, con lo que hará el molinete cuando lo empujemos para salir del subte (esta confianza potencia la sorpresa que sentimos cuando el molinete no gira y nos frena en seco). Una autoría artesanal juega a emular un azar, pero uno que a su vez parece milagroso, uno que podría competir con lo proyectado por el mejor ingeniero.

Parece que en Japón cultivan el arte de diseñar efectos dominó (o máquinas de Goldberg). El efecto de la historieta de “Rizando rizos” requiere que cada Arquímedes de un escalón se ubique en el momento exacto y en el sitio preciso para recibir el mundo minuciosamente impulsado desde el escalón superior. Ese largo ballet desencadenado por una única intervención humana de desproporcionada simplicidad,
    esa obra de ingeniería barroca que iguala o imita un azar extraordinario,
      esa inteligencia que domina y dirige símiles de un efecto mariposa,
        ese flujo actual en el que sucede algo tan improbable que si un talento de billarista no lo adelantase habría que esperar una enormidad de años para que inevitablemente lo viéramos suceder,
todo eso puede ser apreciado en las presentaciones de “Pitagora suitchi”, un programa de la TV japonesa para escolares. Elegí tres en las que hay cosas que no esperan quietas su turno, sino que van a su encuentro, como los Arquímedes de la pirámide.





4.

De la habilidad de un diseño volvamos a las carambolas azarosas, pero a unas menos cruentas que las del 21 de octubre de 1988.
Qué diferente a otras es la alegría del beneficiado por un golpe de suerte; basta verle la cara al arquero Jorge Broun el 1º de noviembre de 2009:


Como suele pasar en las competencias, la buena suerte de uno es la mala del otro, como el anverso y el reverso de una misma suerte. En un tiro libre, esa suerte bifronte se ve propiciada por la presencia de una barrera, que obliga al ejecutor a buscar zonas cercanas a los palos. (Cuenta el amigo del padre de un amigo que de pibe veía a Pedro Prospitti, que debutó en el 61 en Estudiantes de La Plata, practicar tiros libres en un descampado platense apuntándole a un poste de luz; la mitad de los que pateaba en los partidos daban en el palo.)
Volvamos al Día de Todos los Santos del 2009, para hablar de lo que pasa en la segunda parte de lo no buscado, después del rebote contra el travesaño. Aunque el resultado sea el mismo, una cosa es que Broun le pegue de taco a la pelota y otra muy distinta (opuesta) es que la pelota le pegue en el taco a Broun (como bien narra el relator). De quién le haya pegado a quién depende que ahí haya habido una gran destreza o una gran suerte.
Por supuesto, la respuesta la da la sonrisa agradecida del arquero de Central, que en el primer tiempo ya había no visto pegar otra pelota en el palo. Así también lo entiende el relator: “En la última jugada del partido tuvo el empate Boca. El caño dijo que no, y la fortuna también.” Es subir la apuesta pegar en el taco del pie izquierdo (con el que nunca hay que levantarse) y terminar en las manos. Y todavía se puede subir más.
Para rizar el rizo, en al menos otros tres partidos de esa Fecha 12 del Apertura 2009 también hubo palos protagónicos, incluido uno doble. “Imposible explicar por qué los palos estuvieron tan caprichosos”, comenta en el video donde editaron todos los casos la voz en off, acompañada de fondo por una musicalización humorística:


La transmisión en vivo y en directo nos libera de sospechar que esa carambola esté trucada. La misma persuasión procura el viralizado video que en una publicidad de Nike, “Touch of Gold” (2006), finge ser un registro crudo y sin cortes de la asombrosa destreza de Ronaldinho Gaúcho:


En esta ficción tan bien disimulada, lo que difícilmente saldría de casualidad Ronaldinho lo hace a propósito, y no una única vez, sino cuatro y seguidas (y otra de yapa al final, sólo audible). El circuito cerrado de esos rebotes logradísimos es lo opuesto al desparramo de los efectos dominó (ya sean fortuitos, como el que empezó en un piso 13, o milimétricamente calculados, como los japoneses).

5.1 Mensaje


5.2 Respuesta


5.3 Posdata

A 362 días de la promesa (y a 638 de los 1.000), vuelvo a la diferencia entre las dos suertes. En la primera, uno se ve favorecido inesperadamente; por ejemplo, encuentra un billete de 50 sin esperar encontrarse algo así y alegrándose por el hallazgo (deseando retroactivamente el don que se recibió sin haberlo deseado). En la suerte2, uno desea esperanzado ganar la lotería, y gana. Si por un lado esta esperanza intensa se diferencia de aquella sorpresa, por otro lado el hecho de que el éxito que la satisface también sorprenda significa que a la vez se diferencia de una espera menos incierta. Veamos esta segunda diferencia.

Empiezo por la conclusión: unas más, otras menos, toda suerte es inesperada. O bien tiene mucho de inesperada (como la suerte de encontrarse $50 pesos en la calle) o bien tiene un resto irreductible de inesperabilidad porque, por muy deseada que haya sido, hasta que no se nos dio no estuvimos seguros de que se nos iba a dar; esa seguridad sólo puede ser retrospectiva. En el momento, nadie confía tanto en la eficacia de sus cábalas como para esperar ese resultado como espera en el palier la llegada del ascensor que acaba de llamar apretando un botón.
En algún caso el mecanismo y la confianza pueden fallar y escucharse un incierto ¿Viene o no viene? (lejos pero en el camino a la angustia). O puede tenerse la certeza de que no viene, porque quedó la puerta abierta en otro piso, interpretación de chicharra mediante. Pero ya sea que sepamos o confiemos que viene el ascensor o que no o que nos gane la parálisis de la duda mientras necesitamos y no podemos saber si viene o no viene, en cualquier caso todos creen que debería venir, que eso es que funcione; además de esperado, está previsto.
Insisto en que ése no es ni puede ser el caso del resultado de un sorteo, por ejemplo. Insisto en que la confianza en un amuleto o en una cábala nunca será lo relajada que es la que le tenemos a ese botón. En esos trances de ilusionado, uno sigue deseando (haciendo fuerza para) que pase algo, no esperándolo como se espera del ascensor que suba.
En ese sentido es que toda suerte es inesperada. Y si no lo es, ya no es suerte: es el poderío a cuya ausencia llamamos suerte. Pensemos en Carla. Si realmente «sus momentos de “cruzar los dedos” son siempre efectivos», me resulta menos milagroso creer que adquirió el poder de cumplirse los deseos que creer que «efectivamente tiene mucha suerte». Porque tiene que ser tanta como toda, y entonces es cuando juega a no diferenciarse de la perfección opuesta: a nada se parece más la suerte perfecta de Carla que al cumplimiento perfecto de sus deseos. En este sentido, un desear infalible pone a prueba la suerte porque la pone en uno de sus límites conceptuales, ahí donde ya es otra cosa. Prueba no superada.
Si la vigilancia de un casino viera que Carla en la ruleta gana plenos como si lo hiciera a voluntad, pensaría esto mismo, y no que tiene una suerte increíble pero honesta. Irían de inmediato a sacarla de la mesa y tratarían de averiguar cuál fue el truco. Si concluyeran que no hubo, tendrían que optar entre aceptar el milagro probabilístico de tener la suerte de ganar 20 plenos seguidos y el milagro particular de disponer del poder de cumplirse los deseos. (En “Touch of Gold”, el prodigio –sea verdadero o falso– es la habilidad y no la suerte de Ronaldinho.)
Ese poder es lo que no tiene, por definición, quien desea con incertidumbre (o sea, quien desea un resultado sin saber si se va a dar o no, y que al desear cualquier cosa está deseando también ese control con el cual no necesitaría ponerse a desear –o a esperar anhelante el cumplimiento de lo que desea). Y alguien con un amuleto, un talismán, una cábala, un cruce de dedos, es alguien que anhela y desea (así nomás, sin piel de zapa ni diablo de la botella ni genio de la lámpara; en definitiva, sin que sus deseos sean órdenes y ejercitando la esperanza, no la voluntad).

A riesgo de redundar (aún más), vuelvo a la relación entre un saber o un creer algo y un desearlo. Si sé o creo que ocurrió, ocurre u ocurrirá X, no deseo que haya ocurrido u ocurra X; y si deseo, es que no sé ni creo.
Por ejemplo: alguien que en una parada espera que prendiendo un cigarrillo venga el colectivo, está deseando que ocurra lo que no sabe si va a ocurrir o no. Si lo supiera, por sí o por no (porque una app le permitiese seguir el viaje en un mapa del celular o la tablet, por ejemplo), no se pondría a desearlo (ni a creer que puede hacer algo –misteriosamente mágico– para causarlo, si además de preferencias tiene supersticiones); se limitaría a esperar que el colectivo rastreado llegase en el tiempo estimado, que puede o no coincidir con el de su ansiedad. Sería como es esperar un ascensor en PB mirando el tablero que nos va mostrando su recorrido.

6.

No es lo mismo esperar el resultado de un sorteo que el colectivo. Durante la espera, el número ganador no existe (o existe en calidad de número, no de ganador); la ubicación y velocidad del próximo colectivo, sí. Desde donde está y a ese ritmo, su suerte está echada. La conozca o no, prender un cigarrillo no puede cambiarla. Pero esa razón no me disuade y activo la cábala (con fe ciega en su eficacia o “por las dudas, y sólo por las dudas”, como dice el subtítulado de una publicidad cabulera).
Si el colectivo viene, doy por confirmado que hay un nexo causal (el azar se divierte interrumpiendo placeres recién empezados). Si no viene, algo habré hecho mal o se produjo, de casualidad, una olvidable excepción que no pone a prueba la regla. Gracias a esos olvidos programáticos, tampoco importa si la mayoría de las veces la regla no funciona. Para el supersticioso, el poder confirmatorio de una vez es muy superior al poder de refutación de varias; la razón tiene razones que su corazón no comprende.
Como un golpe de vista es menos maleable que un historial de casos, la evidencia en contra de ese nexo causal es más fuerte sincrónica que diacrónica. Si el ritual funcionara, las paradas de colectivos estarían llenas de cigarrillos casi enteros, no de colillas. Tres tomas del mismo suelo de espera muestran que de siete veces “funciona” una:

  

Si lo raro es que funcione, es raro que se crea que funciona. Pero puede parecer menos raro si se piensa que esa creencia no se apoya tanto en razones, sino más en las ganas, el deseo, la necesidad y/o la voluntad de creer que eso funciona (o en el miedo a que no). Sólo así puedo seguir creyendo que será mi cábala la que hará que Argentina gane ese partido (o el no repetirla, que lo pierda), y no la de alguno de los otros miles o millones de hinchas cabuleros, todos igualmente egocéntricos y megalómanos contenidos.
Es una multitud de anhelantes y de necesitados que se hacen individualistas a fuerza de sufrir el miedo a los camellos ciegos y de fantasear o creer que se posee –y en exclusiva– el genuino poder de ahuyentarlos.
Es la igualmente ciega fe apotropaica, que se diferencia de la religiosa, entre otras cosas, en que podemos ponerla en ridículo sin que nadie salte para defenderla o se sienta ofendido.
Es tal vez la consecuencia de que las supersticiones no sean una causa colectiva, como sí las religiones; consecuencia de su individualismo constitutivo, en definitiva.
La creencia en una conexión causal de esta clase, que no es lo mismo que la creencia en la suerte, es lo que me define como supersticioso. Lo repito: como buen pensamiento mágico que es, la superstición supone creer que hay una relación causal entre eso que hago (como cruzar los dedos) o lo que hace otro, incluso a su pesar (alguien estigmatizado de mufa), y lo que después pasa.
Así las cosas, puedo ser creyente sin ser supersticioso. Si creo que existe la suerte y que no hay acción u omisión que pueda ponerla de mi lado, no soy supersticioso. Ahí la suerte se contenta con ser la coincidencia que juzgo favorable o desfavorable desde mi perspectiva e intereses; es una suerte laica, que no forma parte de un plan general ni es la obra secreta de una voluntad inescrutable.
Más difícil es ser supersticioso sin ser creyente. Si creyera en la existencia de fuerzas o entidades superiores que reparten la suerte
(para dar señales, para castigar o premiar comportamientos, para poner a prueba la fortaleza o la fe del damnificado, en definitiva: con los mismos propósitos que tendría Dios)
pero no en la posibilidad de incidir en ellas, sería un bicho raro: un supersticioso escéptico y resignado, fatalista; un devoto sin plegarias, un deseante sin deseo. Normalmente, ante una trama natural o azarosa (en cualquier caso, ajena a nuestro control), el supersticioso prefiere un desenlace en lugar de otro y
para propiciarlo recurre a cábalas, ritos, amuletos, talismanes, etc., es decir:
acata rigurosamente las prohibiciones y las obligaciones que sirven a esa preferencia. El deseo genérico es atraer la buena suerte o protegerse de la mala o las dos cosas a la vez. (Las cadenas suelen combinar amenazas de mala suerte con promesas de buena para inducirnos doblemente –por temor y por deseo– a no interrumpirlas.)

7.

No hay nadie que responda por el hecho fortuito: no hay ningún responsable de lo que ahí pasa. Si X salió beneficiado y no fue por mérito propio o favor ajeno, fue porque tuvo (buena) suerte. Si salió perjudicado y no hubo un culpable del daño (o un justiciero del castigo), fue porque tuvo mala suerte. Fuera de un beneficio o un perjuicio no hay suerte; un azar neutro no es suerte. La suerte es el azar al que se le ha atribuido uno de estos dos sentidos –y nunca ninguno. Así como el azar es la ausencia de obra, la suerte es la ausencia de mérito directo (por si cruzar los dedos es un mérito indirecto de quien espera un resultado).

X tuvo suerte significa X tuvo buena suerte, sin necesidad de explicitarlo, salvo que sea mucha o muy buena –intensidades más altas en la misma dirección. Si cambia de dirección, lo aclaramos: hablamos de mala suerte.
Lo mismo pasa con X tuvo puntería, que significa que tuvo buena puntería. Si ése no fue el caso, debo ir contra aquel implícito aclarando que ahí hubo una mala puntería.
Un poco de prestidigitación y juntamos los dos conceptos. La suerte es la puntería que tiene el azar para favorecernos o perjudicarnos, para dar justo donde nos alegra o donde nos entristece (si da donde nos deja indiferentes, no la registramos). Para terminar, veamos uno de esos casos de puntería favorable.

8.


La polémica entre quienes ven “Touch of Gold” es si se trata del registro de una altísima habilidad o de la simulación de ese registro, también alta. Por su parte, no hay modo de saber, sin más información, si la foto del epígrafe es el registro de una altísima suerte o la simulación de ese registro (con el montaje de la escena, a saber: seleccionando esas tres cartas y disponiéndolas sobre la mesa en abanico y en ese orden, como las habría tenido X en la mano antes de dejarlas ahí, y ubicadas –de izquierda a derecha– de mayor a menor poder). Puedo dar mi palabra de que fotografíé un genuino favor del azar durante un partido de truco, pero no es igual.
Lo bueno es que tampoco importa mucho: lo que me interesa es que la suerte que hay en esa mesa, lo mismo si fue espontánea o está armada, es tan fuerte que puede darse el lujo de ser invencible aun antes de ser perfecta (o máxima, como habría sido la tríada con el as de espada en lugar del siete de oro).

Con una suerte así, todo mérito es superfluo; tanto, que el suertudo podría jugar a ciegas e igual ganaría. También son superfluos los méritos de quien mueve caballo y rey negros contra rey blanco, que podrían ser movidos a ciegas o con la máxima lucidez y habilidad, que igual no ganarían. La victoria que el reglamento y los teoremas del truco les garantizan a esas tres cartas, se la niegan a caballo y rey negros el reglamento y los teoremas del ajedrez.
Redundo y sigo. A favor o en contra, en los dos casos de méritos superfluos la suerte está echada pero el resultado no es incierto (a diferencia de cuando César se resolvió a cruzar el Rubicón y dijo algo así como Ya estoy jugado o Que sea lo que Dios quiera). Ya está definido que ese trío no puede perder y que ese dúo no puede ganar, sin importar la pericia o impericia de los jugadores; son imposibilidades derivadas de la gramática del juego.

Si cambiamos las imposibilidades por una necesariedad y el ganar o perder por un competir, igual de definido está que “hay un argentino en la final de Roland Garros”, si dos de ellos van a enfrentarse en una de las semifinales.
El presente en que se puso el verbo cuando se dio la noticia en una radio es el de la necesidad de ese hecho, no el del hecho (que es futuro). No puede no pasar que haya al menos un tenista argentino en la final: debe pasar. Por supuesto, antes de que pase puede llegar el fin del mundo o la suspensión del torneo. Pero si no, si nada interrumpe el avance del tiempo ni el cumplimiento del fixture, será así; está resuelto desde ahora (o sea, desde algunos resultados de los cuartos de final).
Cuando la suerte está echada de esta manera, con imposibilidades y necesariedades, abandona el dominio de lo contingente, donde tiene sentido; vale decir: deja de ser suerte.

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