Dramaturgia aleatoria




1.

En otro collage, la charla fue sobre azares, probabilidades y obras. (Más precisamente, sobre la mutua delimitación en que se definen los conceptos de azar y sentido, al menos en parte –el sentido tiene, por ejemplo, otra frontera con su anagrama, el destino.) En este ensayo la canción sigue siendo la misma, pero el collage será de fotos que tienen signos, letras, palabras o frases, y no será uno sino tantos como secuencias máximas de fotos diferentes puedan hacerse.
Como las cartas de un mazo de chinchón, las fotos son 50. La secuencia que siga el slideshow, si se lo deja reproduciendo, se repetirá indefinidamente cada 250 segundos (a 5 por imagen –“No se puede hacer más lento”, diría René Lavand); para barajar y dar de nuevo: un F5 que recargue la página y la secuencia será otra. Que lo disfruten o que les sea leve; nos vemos en el punto 2.

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2.

Cuando abrimos un mazo nuevo encontramos las cartas españolas ordenadas del 1 al 12 en cada uno de los cuatro palos (entre los que no rige una jerarquía como la numérica, aunque siempre pueda convenirse algún criterio para ordenarlos). Es la manera que tiene el mazo de jurarnos que es nuevo y de facilitarnos la tarea de comprobar que estén todas las cartas (también las vamos agrupando así cuando hacemos esa comprobación con un mazo desordenado). “¡Me cago en la corte celestial! En fila, para que no se me escape ninguno”, decía mi tío abuelo Felipe cuando se enojaba. Cuatro filas ascendentes de cartas sirven para lo mismo, para que no se me escape ninguna.
Serviría también cualquier otra coreografía que garantice un barrido similar de la colección. El requisito pretende preservar la eficiencia de la cobertura, que se pierde si en lugar de ese avance rastrillesco hay un andar yendo y volviendo para ir atando un número descontrolado de cabos sueltos (estado de alta entropía que nos deparan los sucesivos barajar y dar de nuevo).
Perdida la eficiencia fina, para lidiar con esa espesa aleatoriedad se recurre a agrupamientos más antojadizos pero suficientemente memorables (o mnemotécnicos). Por ejemplo, relatos, historias en las que el orden de las cartas sea el orden de aparición de los personajes, que será recordado recordando una cosa –la historia–, no cincuenta. O por ejemplo, una dramaturgia.

El estreno del mazo incluye el de sus combinaciones.*
Un matemático me reprocharía la palabra. Hablaría de permutación (sin repetición), porque el orden de las cartas únicas importa, y dejaría combinación para los agrupamientos en los que el orden no importe. Hecha la aclaración, prefiero mantener el término en infracción por su mayor familiaridad en el lenguaje corriente.
La número 1 es obra de voluntades humanas. Cuando otras manos se pongan a mezclar, cortar y dar de nuevo, las demás combinaciones de 50 cartas serán todas azarosas. No obstante, una de ellas puede ser idéntica a la que trajo de fábrica el mazo, como el cuasi aleatorio Quijote de Pierre Menard (o el que hay en la Biblioteca de Babel) es idéntico al deliberado Quijote de Cervantes. Si ocurriera eso, ¿cuál sería nuestra reacción más esperable (la más razonable)?
El milagro probabilístico nos haría desconfiar de su autenticidad. No aceptaríamos atribuirle al inintencionado azar una distribución tan significativa como la de ese diseño humano, demasiado humano. Aun sin saber cómo se hizo, estaríamos convencidos de que esas 4 secuencias (más la secuencia inicial o final –no intercalada– de los dos comodines) fueron obra de alguien, no un resultado aleatorio; hubo truco, no milagro.
Por supuesto, no reaccionaríamos igual con cualquier otra secuencia razonablemente desordenada. Sin embargo, al azar le cuesta lo mismo generar una u otra. Cualquier secuencia de 50 cartas, nos resulte significativa o indiferente, tiene la misma probabilidad de 1 en 50! de darse (donde 50! es el factorial de 50, es decir, el producto de 50×49×48... ×3×2×1).
Para ocupar el primer lugar hay 50 candidatas; una vez ocupado, para el segundo lugar quedan 49 candidatas; una vez ocupado, para el tercer lugar quedan 48; y así siguiendo hasta el último lugar de la secuencia, para el que queda 1 carta. El factorial es la multiplicación de esas candidaturas y nos da el total de secuencias de 50 cartas distintas que se pueden hacer.
Entre ellas está la de nulo desorden*
(y nula aleatoriedad –y mínima entropía, si fuese un sistema físico)
que trae el mazo a estrenar, y que inevitablemente se repetirá si barajamos 50! veces. Nada impide que la repetición pueda darse en la mezcla siguiente, si tenemos mucha (pero mucha) suerte, o en alguna otra cercana. Pero para asegurarnos de que la vamos a presenciar sí o sí, necesitaríamos disponer de mucho (pero mucho) más tiempo del que lleva el universo desde el Big Bang. Le paso la palabra a Patricio Pitaluga:
«Las chances de que volvamos a mezclar las cartas de la misma manera exacta alguna vez en nuestra vida (o en la vida de cualquier otra persona) son de 1 en 50!, que es una posibilidad tan remota que seguramente nunca haya sucedido ni vaya a suceder. Si una máquina hubiera estado mezclando cartas desde el Big Bang hasta ahora, una vez por minuto sin repetir el orden ni una sola vez, sólo habría alcanzado a lograr 1,05189753 × 1016 combinaciones distintas.»

Dimensionemos ese «sólo». En 1 día, la máquina hace
24 × 60 = 1.440
combinaciones. En 1 año (obviemos los bisiestos, para simplificar), hace
365 × 1.440 = 525.600.
Tomando la estimación actual más alta, desde el Big Bang hasta hoy la imaginaria máquina lleva hechas
13.835.000.000 × 525.600 = 7.271.676.000.000.000
de combinaciones.
Una simple resta nos deja ver qué poco es lo avanzado: para llegar a las 50! combinaciones, faltan
30.414.093.201.713.378.043.612.608.166.064.768.844.377.641.568.953.240.324.000.000.000
(la cifra se mantiene en los 65 dígitos, con cambios recién en los últimos 17). A 525.600 por año, la máquina completará la tarea en (redondeando)
57.865.474.128.069.592.929.247.732.431.630.077.710.003.123.228.602.055.410.959
de años más (o sea, casi
4.182.542.401.739.760.963.443.999.452.954.830.336.827.114.075.071
de veces la edad del universo). Eso es mucho (pero mucho).

El factorial de 50 no va a cambiar porque hagamos algo, pero sí las relaciones (kafkianamente desproporcionadas) que se establecen con él y que lo hacen una enormidad inconmensurable. Acelerando la máquina sube el número de las secuencias hechas desde el Big Bang y bajan el número de las que falta hacer, el número de los años que llevará hacerlas y el número de las veces que entraría en el número anterior una porción de 13.835 millones de años. Aumentando la productividad acercamos el futuro en el que la máquina termina su tarea. Por ejemplo: si en vez de hacer una mezcla por minuto hiciera 50!, ese futuro pasaría de remotísimo a inmediato, apenas a 60 segundos de distancia.

3.

Obviamente, la misma probabilidad de 1 en 50! tiene cualquiera de las 50! secuencias de 50 fotos distintas. Es bueno saberlo antes de sentarnos a esperar una en particular, sea significativa o no (acá esa diferencia no importa). Por ejemplo, lo más probable es que nunca hayamos visto ni volvamos a ver las imágenes en este orden:


Pero aquella diferencia importa si en lugar de a esperar jugamos a coleccionar secuencias. Si nuestro álbum de 50! lugares las divide en coherentes y delirantes, la inmensa mayoría de las que vayamos juntando (si es que no todas las que logremos juntar) irán a la segunda sección, en donde acabo de agregar una. La probabilidad de que el random nos dé una secuencia con sentido –o apariencia de– es mucho (pero mucho) menor que la probabilidad de que nos dé una sin. Es como en la Biblioteca de Babel, donde «por una línea razonable o una recta noticia hay leguas de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y de incoherencias».
Redundo. Una sucesión aleatoria de 50 imágenes significativas tiene muchas (pero muchas) más chances de no decir nada (o decir poco y aislado) que de decir algo de punta a punta. (Lo de “decir” es una forma de decir, como decir que un reloj parado “dice” la hora cuando la que transitoriamente es coincide con la que muestra siempre.) «Afirman los impíos que el disparate es normal en la Biblioteca y que lo razonable (y aun la humilde y pura coherencia) es una casi milagrosa excepción», escribe también el bibliotecario babélico.
Se trate de una milagrosa excepción del azar o de un armado humano, un ejemplo de figurita difícil del álbum es esta dramaturgia:


COTILLÓN Primera yapa: el título.


Primer acto
En casa de Aylén. Suena el 2º movimiento (Allegretto) de la Sonata para piano n.º 14 Tercera yapa: el chiste malo con consecuencias. de Beethoven. Entra Nacho.

Nacho. ¿Todo piola?
Aylén. Un solo grito, Nachito: te amo hasta el infinito y más allá. Vos y yo...
Nacho. Nosotros hacemos. El corazón manda.
Aylén. Juntos venimos bien. (Suspira.) Juntos venimos bien.
Nacho. Esforzarnos. Esa es la meta. Estar bien te va a costar mucho menos.


Segundo acto
En casa de Aylén, tiempo después. Suena el 1º movimiento (Adagio sostenuto).

Nacho. Por estos 14 meses embriagado de vos, Aylén, me das una oportunidad?? Coca de Olavarría busca novio. Es sexy.
Aylén. Que no me entere xq te mato.
Nacho. Imaginátelo en vivo. Good year. (Se va.)
Aylén. ¿Y yo qué, maistro? (Susurrando y con la mirada perdida.) Coca, patealo.


Tercer acto
En casa de Coca. Suena el 3º movimiento (Presto agitato).

Nacho. Es hora de recuperar el placer. Querés ser mi novia?
Coca. Llegaste tarde. Te colgaste.
Nacho. Alguien espera algo de vos.
Coca. Es no. Sobran razones, Golden. Sobran razones. Atención, máquina (Se reprime a último momento.) delincuente: no funciona la alegría.
Nacho. Luz de vida, sol, voy a crear un mundo ideal para que seas feliz. Te amo. Si amarte fuera pecado, no tendría perdón de Dios. Etc.
Coca. Hee, basta de mentiras. Te duran lo que tarda en rebobinar un cassette: 6, 7, 8... Mirá, esto es el mundo. ¿Ves? Lo mejor de tu vida pasa en el baño, meterete.
Nacho. Eh, andá, puta del orto.
Coca. Evolucioná. No es magia. Es...
Nacho. ...oratoria e imagen personal, imágen y estética, sueños y números. Compro fantasías viejas, vendo juventud. Welcome to San Telmo.
Coca. Ahá. Atención, estafador, cuidado con la cabeza. En caso de incendio, hacete ver.
Nacho. Todxs mienten. Estafa universal... No quiero pensar. (Yéndose.) Disfrútelo.
Coca. Paren de currar.



Si la de Cotillón es la única secuencia completa “coherente” que se puede hacer, las fotos son las piezas de un rompecabezas y el juego es reconstruirlo. Si se pueden hacer otras secuencias con sentido pero no todas, lo que hay son algunos anagramas (como en las canciones “Construção”, de Chico Buarque, y “La bella y graciosa moza marchose a lavar la ropa”, de Les Luthiers). Y si los 50! slideshows distintos tuvieran sentido (lo que sabemos que no es el caso), ninguno se privaría de ser un anagrama.
Algo parecido a esto último ocurre con las permutaciones babélicas, que pasan de carecer casi de sentido a no poder no tenerlo:
«En efecto, la Biblioteca incluye todas las estructuras verbales, todas las variaciones que permiten los veinticinco símbolos ortográficos, pero no un solo disparate absoluto. [...] No puedo combinar unos caracteres
dhcmrlchtdj
que la divina Biblioteca no haya previsto y que en alguna de sus lenguas secretas no encierren un terrible sentido.»

4.

Uno puede sospechar con razón que el armado de la dramaturgia (junto con las humoradas cometidas durante) fue definiendo qué fotos decidoras quedaban dentro y cuáles fuera del mazo. Uno puede reprochar con justicia que más meritorio hubiera sido armar Cotillón –o cualquier otra secuencia de apariencia significativa– partiendo de 50 imágenes tomadas al azar o seleccionadas por otro (como es el caso para ustedes).
Pero que haya habido intervención humana en la formación del conjunto no implica que debamos darla por hecho en la secuenciación de sus elementos. Porque más allá del truco para definir la colección y del demérito de recurrir a él, no hay modo de saber si la sucesión de fotos de esta dramaturgia, suponiendo que ocurrió, fue decidida por alguien o desplegada así por casualidad. No hay modo de saber cómo venía la película con este único fotograma. No hay modo de distinguir las acciones por sus resultados, si son idénticos; luego, si hay un modo de distinguirlas, habrá que buscarlo por otro lado. Pero antes de ir por ahí, comparemos a los sospechosos.
La voluntad de secuenciar así las imágenes es un fabuloso atajo respecto de lo que le llevaría al azar producir ese orden exacto. (Habrá muchos que difieran apenas en una o dos posiciones –peor cuanto más cerca del final–, así como en la Biblioteca por cada ejemplar único «hay siempre varios centenares de miles de facsímiles imperfectos: de obras que no difieren sino por una letra o por una coma».) Seguramente «esta epístola inútil y palabrera ya existe en uno de los treinta volúmenes de los cinco anaqueles de uno de los incontables hexágonos», pero escribirla de nuevo («incurrir en tautologías») casi siempre será más rápido que encontrarla en su anaquel ignoto.

4.1

Para ubicarnos en esa excepción, imaginemos una competencia entre el random (o un croupier) que mezcla y un tipo que puede ir seleccionando las cartas del mazo. Un azar versus una inteligencia. El objetivo es ordenarlas por número (de menor a mayor) en cada uno de los cuatro palos, que pueden ordenarse a gusto (de 4! = 24 maneras distintas), con la serie de dos comodines colocada antes o después (24 veces antes y 24 veces después).
Nadie dudaría por quién apostar; sólo un delirante apostaría por el croupier que mezcla y contra el jugador que se cartea. Así el tipo demore mil mezclas del otro en ordenar el mazo por palo y número (en una de las 48 maneras posibles), no importa. Así se vaya a hacer una siesta en mitad de la tarea, con el otro mezclando constantamente, no importa. El cálculo de probabilidades nos dice que siempre conviene apostar por su inteligencia, aun si es lenta o pausada, y nunca por la descomunal casualidad de haber obtenido ese mazo barajando (o esa dramaturgia reproduciendo en random).
Insisto en un punto. No es que el azar tenga un problema con ese orden significativo en particular; el mismo problema, ni menor ni mayor, tendría con cualquier otro que se le especificara (entre las cosas que no le importan al azar, que son todas, están nuestros criterios de armado y edición).
Lo que tiene ese orden cuatro veces ascendente es que es el más fácil de memorizar. Es un agrupamiento que haríamos para facilitarnos la retención de en qué lugar va cada carta. Es la manera que encontramos de reducir de 50 (individuos) a 4 (grupos) los datos a retener (o 5, si sumamos el dato de dónde va la fila de comodines, si adelante o atrás de las otras cuatro –nunca entre). O también: cualquiera de esos 48 mazos estaría entre los más fáciles de retener para los participantes de un concurso de memoria, uno que les pida reconstruir una tirada de 50 cartas.
Pero por descomunal que sea, esa casualidad no es imposible. Si dispone del tiempo suficiente, el azar alguna vez dará la sorpresa. Imaginemos que acaba de darla y consideremos al delirante que apostó por el croupier y ganó. Con un beneficio que tiene de grande lo que tuvo de improbable, de pocos podrá decirse con mayor derecho que la suerte estuvo de su lado.
Tan fácil de retener es esa tirada de cartas que el memorizador de alta competencia se siente súbitamente sobrepreparado –lo que lo deja descolocado, casi desairado. Esa falta de resistencia a su entrenada capacidad de asociación y subsecuente retención es tan grande e inesperada, tan fuera del promedio y de lo común y acostumbrado, que se siente cortando un flan con un hacha (como festejé escucharle decir a un amigo de otra época).
Redundo y cierro. El que se preparó para una hazaña (o al menos para una performance digna) se topó con el problema más simple con el que se podría haber topado. Demasiada suerte puede ser un poco molesta. El gesto de sorpresa e incredulidad con que se recibe ese «improbable don del azar» es una escala técnica –inmediata y prolongada– en la ruta hacia nuestra relajación; logra mantenernos en guardia después de enterarnos de que ya no hace falta.

4.2

Imaginemos ahora que, en lugar de un azar repitiendo un mazo o una galería, hay una naturaleza repitiendo una cara (y no en 57.865.474.128.069.592.929.247.732.431.630.077.710.003.123.228.602.055.410.959 de años, sino en 600). Una cara cuya fama favorece la detección de la coincidencia, como lo hace en el mazo el orden numérico y en la galería el orden dramático. De hecho, una cara icónica.
En el cuento “Cecilia Luccisano, trabajo póstumo de Leonardo”, de Ezequiel Vila,
«La Mona Lisa argentina tiene veintiocho años y vive a sesenta y siete kilómetros de San Fernando del Valle de Catamarca.»
Si la relación especular entre las dos mujeres no puede ser directa, el argumento de que la naturaleza anduvo repitiéndose «podía tratarse de una falacia» (como se dice que dicen en un programa de TV). En principio, la mediación es insoslayable: la catamarqueña Cecilia Luccisano tiene un parecido extraordinario con el retrato de la florentina Lisa di Giocondo, no con la florentina Lisa di Giocondo. Pero esta diferencia es tanto menos relevante cuanto mayor haya sido la fidelidad del retrato. O también: a los fines prácticos, la mediación se puede dar por salvada si un viajero en el tiempo tiene éxito en reconocer a Lisa di Giocondo disponiendo sólo de esa imagen (como reconocieron al prófugo Luis XVI por su perfil en una moneda). En ese caso sí vale decir que Cecilia se parece a Lisa (y, por mera transitividad, a cualquier cosa que se le parezca, como su retrato firmado por Leonardo). Pero por debajo de ese umbral de reconocimiento, conviene la cautela de recordar el carácter mediado de la conexión:
«Lo realmente seguro era que ella es idéntica al cuadro, pero no conocimos a Lisa di Giocondo. Quizás atribuimos más maestría de la que hubo y el retrato de Leonardo no es tan fiel a su retratada. Aun así es perturbador que la tela esté ahí, desde hace casi seis siglos, esperando su verdadero modelo.»
El fenómeno crudo («lo realmente seguro») es que Cecilia es idéntica a la mujer del cuadro, se haya parecido mucho o poco a la Lisa que posó. Si se pareció poco, el fenómeno cocinado puede ser servido a la Copia esperando casi 6 siglos a su original (o a la Modelo llegando muy tarde). Si se pareció mucho (lo suficiente como para obviar la mediación de la tela), el fenómeno cocinado puede ser servido a la «Naturaleza cometió el pisotón cósmico de repetir una mujer» (o a la «Prueba inequívoca de su pobreza de elementos», por el hecho de que «sus vanas combinatorias produzcan resultados idénticos» en apenas 600 años).
Entonces: o la naturaleza imita a la naturaleza o imita al arte (o el arte a la naturaleza, con 6 siglos de antelación). Cualquiera de estas dos o tres interpretaciones niega la casualidad de esa coincidencia, que en vez de un hecho natural es una copia lograda por lo natural, “Como de la mano de Leonardo” (lo metafórico no quita lo sintomático).
Esa negación es proporcional al tamaño de la coincidencia, que a su vez es mayor cuanto más significativa nos resulte, o sea, cuanto más se nos confunda con el efecto de una intencionalidad en acción (ya sea por su factura –una obra– o por su sentido de la oportunidad –una jugada–).

Una cosa es saber que algo es casual o natural; otra, creerlo. Y bien puede ocurrir que en nuestra reacción convivan el saber que eso no fue intencional con el creer que sí (convivencia análoga a la que puede darse en la ilusión artística entre la seguridad sabida y el peligro creído, por ejemplo).
Las chances de esa confusión aumentan cuando participa alguna imagen icónica, como La Gioconda, el corazón espinoso del epígrafe de Cotillón o el famoso corazón de Voh Bosque de manglares en Nueva Caledonia. Primera toma, 1990., fotografiado por Yann Arthus-Bertrand para La Tierra vista desde el cielo.

5.

Parafraseando –y descontextualizando– a Foucault, el azar es la ausencia de obra. Con otro sentido de obra, él atribuye esa ausencia definitoria a la locura: “La locura, la ausencia de obra”, titula el apéndice I de su Historia de la locura en la época clásica II. El predicado le cuadra a los dos sujetos, pero son ausencias diferentes las que los definen. La locura es el daño o la pérdida de la capacidad de hacer una obra (o sea, de ordenar una colección coherentemente, de poner todos los patitos en fila –con perdón del doble sentido). El azar es la imposibilidad de pretender eso mismo.
Y si no puede pretenderlo no es en razón de la altísima improbabilidad de que el resultado buscado se dé ahora o en un plazo aceptable, sino porque aun si se diera no sería lo mismo. Producir el mismo resultado no necesariamente es hacer la misma cosa. El dramaturgo que escribe Cotillón hace signos lúcidos; el azar que lo emula, que entre sus 50! secuencias tiene la de Cotillón, la genera tan a ciegas como cualquier otra y con una similar demora probable (lo mismo vale para la absoluta libertad combinatoria de la Biblioteca, la que la hace perfectamente impreferente).

Significar es algo distinto al armado que usamos para significar. Significar es actuar, intervenir en el mundo en el momento oportuno, participar de una interacción. Se significa armando secuencias (de palabras o de fotos, por ejemplo), pero la verdad inversa no es forzosa: no siempre que se arman secuencias se significa. El armado idéntico que pueda hacer el azar –y que a la larga lo hará– no significa porque no participa de ninguna interacción: no se dirige a nadie ni responde a nada. (Lo mismo pasa con el Quijote que hay en la Biblioteca, a diferencia del que compuso Cervantes –el de Pierre Menard tiene un pie en cada lado.)

5.1

En Babel también se tiende un puente entre azar y locura. Aquellos «impíos» que afirmaban que «el disparate es normal en la Biblioteca», también «hablan (lo sé) de “la Biblioteca febril, cuyos azarosos volúmenes [...] todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira”».
Alguien que delira afirmando y negando todo se asegura que ninguna posibilidad le quede afuera, como quien juega al PRODE con 13 triples o quien manda a matar a todos los niños de Judea para matar a uno. Esas dos indiferencias al orden que son el desvarío y el azar comparten la incapacidad de reconocer una obra, como un reloj parado la de reconocer la hora que se quedó señalando y que le pasa por delante una o dos veces al día.
Una divinidad que delira suena a una contradicción en los términos: el hacedor de obras por antonomasia padece la ausencia de obra de su locura. La autoría (la de un dios, que es igual pero más grande que la de un hombre) se ve imposibilitada de obra, que es lo que la define. A la inversa, ya en el turno del azar, una dramaturgia aleatoria es otra contradicción en los términos, pero esta vez porque la obra no puede tener ese origen fortuito, sino el de un autor responsable; o también: no puede tener ese autor (dando vuelta –y descontextualizando– a Einstein, “Los dados no juegan a Dios”).*
Según Bill Bryson en Una breve historia de casi todo, la copia más fiel de lo que dijo Einstein es esta:
«Parece difícil echarle un vistazo furtivo a las cartas de Dios. Pero que juegue a los dados y utilice métodos “telepáticos”, es algo que yo no puedo creer ni por un momento.»
El azar no puede ser autor es el reverso –o el anverso, da igual– de El azar es la ausencia de obra.

5.2

Selección natural y obra arquitectónica natural son dos oxímorons que además comparten una palabra. Visto el conflicto desde un lado, los humanos requeridos por “selección” y “obra arquitectónica” son negados por “natural” (como antes por «azar» los requeridos por «don»). Visto desde el otro lado, la acción de lo natural –un suceso, no un acto– es presentada como la de una inteligencia, que en un caso selecciona y en el otro obra. (Si lo hace igual o mejor de lo que esperaríamos que lo hiciera uno de nosotros, repetiremos el lugar común más antropomórfico del rubro: La Naturaleza es sabia.)
El problema de esta traducción a mitos humanos es que lo traducido pertenece precisamente al dominio de lo impersonal, ahí donde no hay ninguna inteligencia ni voluntad actuando (ningún diseño inteligente, ninguna teleología): por un lado, el devenir de las especies; por el otro, la «formación rocosa que forma un puente natural sobre el río Las Cuevas» (“obra arquitectónica” le cedió el lugar a “puente”, que ya estaba en el nombre, y “natural” quedó).
O tal vez no sea un problema, sino la evidencia de que esa ausencia de subjetividad operante (humana o divina) le resulta medio intraducible al traductor humano. De ahí que no haya podido dejar de ver y presentar esos procesos como actuaciones responsables (de un sujeto disfrazado de Naturaleza o de una Naturaleza vestida de arquitecta o de seleccionadora).

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