El billete carmesí (Solapamientos II)



Se me ocurre como un juego seguir este diálogo imposiblemente diferido, sin saber siquiera si el interlocutor sigue ahí, con otro solapamiento conceptual borgeano:
Un esclavo robó un billete carmesí, que en el sorteo lo hizo acreedor a que le quemaran la lengua. El código fijaba esa misma pena para el que robaba un billete. Algunos babilonios argumentaban que merecía el hierro candente, en su calidad de ladrón; otros, magnánimos, que el verdugo debía aplicárselo porque así lo había determinado el azar…
("La lotería en Babilonia", claro)

Milo Garret, comentario #3 de “Solapamientos”


1.

   El interlocutor sigue acá y la respuesta se volvió un ensayo sobre solapamientos y relevos en algunos cuentos de Borges.
   Pareciera que también en el caso de la aplicación del hierro candente «se trata de la indecidibilidad de no poder asignarle a la situación una de dos índoles mutuamente excluyentes», a saber: la índole de un castigo o la de una mala suerte. Pero una índole no solapa a la otra: mientras coexisten, luchan para echarse; y una vez que vence una de ellas, ya no coexisten.
   En los solapamientos del ensayo homónimo hay una atribución realizada; errónea, pero realizada: para Mafalda, el ¡BANG! salió de ese revólver; para el fotógrafo automático, la iluminación es del flash; para el espectador, eso es un paisaje real; etc. En cambio, en “La lotería en Babilonia” hay una disputa de atribución. Los dos fundamentos para quemar una lengua pueden llegar, pero debe llegar uno y se pelean por ver cuál.
   En los otros casos llegan los dos postulantes, pero uno queda tapado: por ejemplo, invisibilizado (como la iluminación del estadio y la tela realista) o inaudible (como el estallido bromista de Susanita). En cambio, cuando resuelvan su duelo, un fundamento habrá relevado al otro, que ya no estará ahí para poder solapar ni ser solapado. Después de las FAQ voy a insistir con esto.

FAQ

¿Quiénes pelean?

   En este rincón, «el código», por el cual el esclavo «merecía el hierro candente, en su calidad de ladrón». En este otro rincón, «el verdugo debía aplicárselo porque así lo había determinado el azar». En un rincón hay actos responsables, méritos y deméritos, premios y castigos, justicias e injusticias; hay voluntad y hay una previsibilidad. En el otro rincón hay sorteos y la ejecución de sus determinaciones, que no son justas ni injustas; hay impersonalidad y hay imprevisibilidad; hay una «variedad casi atroz» de identidades («vicisitudes»), que te hace conocer «lo que ignoran los griegos: la incertidumbre».*
En rigor, una cosa es que algo ocurra por azar y otra es que se decida que ocurra en cumplimiento de un sorteo. No fue de casualidad que el narrador pasó de una vicisitud (procónsul, por ejemplo) a otra (esclavo). Aunque de casualidad haya salido esa suerte y no otra, no es la misma casualidad que salva gente cuasi milagrosamente (el adverbio encierra la sospecha mística de una acción divina disfrazada), como la gente que vemos zafar de pedo en cámaras de tránsito o de vigilancia.

¿Quién se impone?

   El azar.

¿Cómo lo hace?

   A la fuerza: «la gente babilónica impuso finalmente su voluntad» con «disturbios» y «efusiones lamentables de sangre», no con razonamientos persuasivos. Hay una voluntad que se impone, no un argumento superior que se adopta. Los aspirantes a ser el fundamento de ese hierro candente disputan un cargo, no debaten una idea.

   Entonces: ni es un dilema indecidible ni queda sin decidir. Lo que excluye que se trate de un solapamiento es que se decide excluyendo una de las dos causas. Si se decidiera incluyendo ambas, una podría solapar a la otra y pasar por LA causa de ese efecto, como ocurre con el disparo del vaquero. Pero si se decide excluyendo todas menos una, ya no podrá haber otra que la solape o a la cual solape.
   Ahora bien, ¿se podría decidir incluyendo las dos causas de un mismo efecto? Decidiendo a lo Ts'ui Pên en El jardín de senderos que se bifurcan, sí. ¿Alcanza con eso para tener un solapamiento? No. Lo prueba un ejemplo de la novela. Ahora el efecto es la victoria de un ejército, que tiene dos causas realizadas (y no meramente posibles) en «dos redacciones de un mismo capítulo épico»:
«En la primera, un ejército marcha hacia una batalla a través de una montaña desierta; el horror de las piedras y de la sombra le hace menospreciar la vida y logra con facilidad la victoria; en la segunda, el mismo ejército atraviesa un palacio en el que hay una fiesta; la resplandeciente batalla les parece una continuación de la fiesta y logran la victoria.»
   Toma 1. Una causa no podría solapar a la otra porque no comparten el mismo tiempo; cada una pertenece a una historieta distinta, por más que se crucen en la viñeta de la victoria. (Podríamos imaginar perpendicular ese cruce –que no deja de ser una metáfora–, con una historieta viniendo de arriba y la otra de la izquierda.)
   Toma 2. Las causas no compiten por explicar el resultado en el que coinciden: Ts'ui Pên hace que ambas lo expliquen. Responde a una disyunción (¿A o B?) con una conjunción (A y B), pero ilusoria: A y B, sí, pero en universos diferentes. Si estuvieran en el mismo (y suponiendo salvada la contradicción que eso produce), A podría solapar a B o viceversa (lo que taparía su coexistencia contradictoria, si no fue salvada y aun así sigue viva).
   Retomo el caso del epígrafe, donde las dos causas para quemar una lengua conviven en un mismo universo (sea o no el único) y una va a relevar a la otra (en vez de cruzarse y seguir cada cual por su camino).

2.

   Para el esclavo, el conflicto por cuál de los dos debe aplicarse, si el sorteo o el código, es decisivo cuando tiene consecuencias distintas e indiferente cuando tiene la misma, como acá con el hierro candente. Empiezo por la opción 1, la que no se da en el cuento.
   Las consecuencias pueden ser distintas porque cambia la del código, porque cambia la del sorteo o porque cambian ambas. Ponele que la del código se mantiene; la del sorteo puede ser sólo distinta (te declaran invisible durante 1 año) o también contradictoria (está prohibido que te quemen la lengua). En el primer caso, las consecuencias son acumulables (podrían quemarte la lengua y declararte invisible, a la vez o sucesivamente); en el segundo caso, no: o cumplen con quemarte la lengua o cumplen con evitarlo. Las dos cosas a la vez no tiene sentido (por paradójico: algo debe y no puede suceder; es obligatorio y está prohibido; es necesario e imposible) y una después de la otra no tiene lógica (andá a evitar un hecho consumado o a consumar un hecho evitado).
   Opción 2, la del cuento. Cuando las consecuencias de código y sorteo son idénticas, atenazan o redundan: hay que quemarle la lengua al esclavo, sí o sí. El dilema desaparece de la acción y aparece en sus fundamentos; ya no se trata de qué hay que hacerle, sino de por qué hay que hacerle lo que hay que hacerle, si por ladrón o por desafortunado. Es un dilema de fundamentación, de atribución de una causa u origen, no de acción.
   ¿No podrían sumarse los dos fundamentos? El problema es que cada uno excluye al otro. Si al esclavo le queman la lengua por el resultado del billete carmesí que robó, se le está reconociendo su propiedad (y legitimando el robo como modo de cambio de manos). Si se la queman como castigo del robo, el billete y su suerte no le pertenecen. Si vale el sorteo no vale el código y si vale el código no vale el sorteo.
   Veamos otros dilemas de fundamentación para conocer mejor el subgénero.
   Un estado de una secuencia reversible —o circular— de estados puede tener dos procedencias: el baño (o el taxi) está libre porque alguien lo desocupó (estado por acción) o porque nadie lo ocupó (estado por omisión). Lo mismo vale para el otro estado posible en ese eje: el baño (o taxi) está ocupado porque fue ocupado por alguien (estado por acción) o porque no se desocupó (estado por omisión). No pueden ser las dos cosas a la vez y puede ser cualquiera de las dos, como pasa con los fundamentos de la quema.
   La diferencia es que a un estado así (tan realizado como la atribución de Mafalda al disparo del vaquero) le es indiferente si proviene de una acción o de una omisión, mientras que la quema necesita fundarse en un criterio antes de realizarse (no se discute por qué se quemó esa lengua, sino por qué debe ser quemada). Repito el spoiler: el dilema se resolverá a favor del azar, «efusiones lamentables de sangre» mediante.

3.

   Esa resolución hace que, en vez de un solapamiento de una razón por otra, haya una sustitución de una (la del código) por otra (la del sorteo), como «ante Aarón Loewenthal» el móvil de Emma Zunz de «vengar a su padre» es relevado por (porque urge menos que) el de «castigar el ultraje padecido por ello».
   Agrega: «No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo que perder en teatralerías». Lo que releva a la venganza del padre es un desagravio de lo que aún arde, reforzado por una fría razón estratégica (que le baja el precio a demorarse en actuar de herramienta de la justicia divina, a ver si se nos escapa la presa).
   Sale un móvil que tira desde adelante (una causa futura: la finalidad de vengarse) y entra uno que empuja desde atrás (una causa pasada: el ultraje aún sin castigar). Y no porque el empujón sea en sí mismo preferible al tirón, sino porque fue más fuerte. Como sea, los móviles no se solapan, no se superponen; uno desplaza al otro, que apenas se conserva como acusación trunca en la última (si no única) teatralería:
«Emma inició la acusación que había preparado (“He vengado a mi padre y no me podrán castigar...”), pero no la acabó, porque el señor Loewenthal ya había muerto. No supo nunca si alcanzó a comprender.»
   El móvil que toma la posta y aporta la fuerza homicida es el que permite mimetizar con la verdad la historia, que «era increíble» pero «se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido».
   El tono que denota el pudor y el odio surgidos del ultraje padecido para concretar el plan conviene a una Emma violada por Loewenthal (ella usa otra palabra, tal vez por pudor: «Abusó de mí», le dice por teléfono a la policía). Este solapamiento de emociones no es el primero; esa conveniencia es precedida por otra, que también solapa un tono secreto con otro esperable: cuando Emma, horas antes de lo que el narrador llama «el sacrificio», le habló por teléfono a Loewenthal para arreglar el encuentro donde delataría compañeras, «le temblaba la voz; el temblor convenía a una delatora». (En los dos solapamientos hay una voz en el teléfono.)
   Dos veces Emma pasa por lo que no es (una delatora y una obrera violada por su patrón) sin actuar sus emociones, o sea, siendo lo que es (la autora e intérprete de un plan justiciero y la víctima sacrificial de su primera etapa). Es como si la voz de la falsa delatora, por caso, tapara la voz verdadera, la de la conspiradora solitaria, como el ¡BANG! del vaquero tapa el ¡BANG! de Susanita (ambos verdaderos). En cambio, vengar al padre y castigar «esa minuciosa deshonra» (ambos éticos) compiten por ser el móvil de los disparos, como el código (ético) y el sorteo (no ético) compiten por ser el fundamento de un hierro candente. Y en realidad no compiten más que lo que dura la sustitución de uno por otro.

   La sustitución del móvil, comparada con lo que dura la ejecución del plan, fue rápida (de hecho, toda la acción fue un «breve caos»). Y para lo que dura la vida de una sociedad, lo mismo podría decirse de la sustitución del fundamento. Pero hay una diferencia que me interesa: la sangre se derrama después del primer relevo y durante el segundo (allá es un fin, acá es un medio). Hay dos maneras de relevar: con tiempo o con sangre. Si nos tomamos el tiempo, nos ahorramos la sangre. Y viceversa, agregaría un agitador babilonio.
   Por mucho que se ahorre tiempo, el canje de un criterio ético por uno azaroso es perceptible. No así el de gato por liebre, como con cualquier truco (René Lavand los lograba imperceptibles sin ahorrar tiempo). La agitación social madura y eclosiona; una ilusión se impone de entrada o no se impone: no sabe ser gradual. Recordemos una que hay en la Feria del Renacimiento de Springfield.
   El jefe Gorgory le muestra a Lisa un conejo y pretende hacerle ver (entender, interpretar) un legendario esquilax, que es un caballo vaciado (sin cabeza de caballo ni cuerpo de caballo) y vuelto a llenar (con cabeza de conejo y cuerpo de conejo). ¿Para cuándo lo pretende? En el acto. ¿Cómo pretende lograrlo? A puro chamuyo: con un truco verbal que puede fallar. ¿Lo logra? No con Lisa, por mucho que la corrija cuando el conejito esquilax se escapa saltando se aleja galopando. Pero el truco está; detrás del chiste, pero está. Y tiene la audacia de ir contra toda evidencia.
   Ahora el desafío no es hacer más lento el truco sin que se descubra, sino más obvio. Estamos en el barrio de la carta robada de Poe, escondida a la vista de todos; o de Kafka, escondido en el nombre de una letrina sagrada (lo leí en Sarlo); o del lobo que se hace pasar por cordero con el único disfraz de un bigote de lana; o del que pasa inadvertido cuando atraviesa una ronda de basketbolistas disfrazado de gorila y sobreactuando.*

   Si habláramos de ocultamientos en general, de “Emma Zunz” podríamos citar varios. Por ejemplo:
   1) Fein o Fain, el compañero de pensión de su padre que firmaba la noticia, «no podía saber que se dirigía a la hija del muerto», que para él se llamaba Manuel Maier.
   2) Emma leyó el papel, lo dejó caer, lo recogió, fue a su cuarto y «furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores». El jueves escondió la carta antes de elaborar, el viernes, un plan que podría fracasar con su hallazgo. El sábado, cuando se dio cuenta, la sacó del cajón y la rompió.
   3) Hay otro ocultamiento que contribuye al plan antes de su concepción, e incluso de su necesidad: Emma guarda desde hace 5 ó 6 años el secreto donde se esconderá el primer móvil del plan (secreto que para sus amigas es el hecho de que Loewenthal fue el ladrón y para Loewenthal es el hecho de que ella lo sabe).
   4) Los demás ocultamientos responden también al cuidado de no dejar los dedos marcados: el marinero, que no hablaba español, ya habría zarpado al momento del crimen; el dinero que le dejó fue destruido; y de ahí «Emma pudo salir sin que lo advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento más delantero, para que no le vieran la cara».
   5) «Su fatiga (...) la obligaba a concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin». Era la segunda vez que quedaban ocultos.
   6) La primera fue «en aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces», cuando Emma pensó en «el muerto que motivaba el sacrificio» y «peligró su desesperado propósito». ¿Cómo vengar a la víctima que le hizo a su madre «la cosa horrible» que un vicevictimario le está haciendo ahora a ella? ¿Cómo hacer que la mueva algo que la paraliza («El asco y la tristeza la encadenaban»)? «Lo pensó con débil asombro y se refugió, en seguida, en el vértigo». Con ese refugio empieza el relevo de un móvil por otro.
   Lástima que no hablemos de ocultamientos en general.


4.

   Toma 1. Lo que puede ser indiferente para un individuo puede ser una "revolución" para su sociedad.
   En una revolución sin comillas, la sociedad resultante deja de tener esclavos; en la paródica revolución del relato, donde «el pueblo [...] logró que la Compañía aceptara la suma del poder público», a la esclavitud de siempre se agrega la que te puede tocar por sorteo.
   Toma 2. Como sea que se zanje la pulseada de los porqué, al esclavo le quemarán la lengua. Pero según cómo se zanje, en Babilonia o bien seguirá primando el código penal sobre la lotería o bien se igualarán o bien esa primacía se dará vuelta. (La ley de la tricotomía no descansa.)

   En el cuento pasa esto último. Tanto se da vuelta que deviene supremacía y sugiere omnipresencia y exclusividad: el azar parece terminar reemplazando a la voluntad y a la Física en la producción de hechos, de tan «general» que se vuelve. Un sorteo hoy, otro en dos meses, y cuando te querés acordar «Babilonia no es otra cosa que un infinito juego de azares».
   De tan «secreta» que se vuelve, la Compañía acaba teniendo un «funcionamiento silencioso, comparable al de Dios», que «provoca toda suerte de conjeturas», también comparables a las que se han hecho sobre Dios:
    que ya no existe;
    que existirá eternamente;
    que existe sólo para «cosas minúsculas», pese a ser omnipotente;
    que «no ha existido nunca ni existirá»;
    y que «es indiferente afirmar o negar» su realidad.
   Como sea, a años de aquella «indignada agitación», en Babilonia sólo ocurre lo que la Compañía decide en secreto que ocurra. La diferencia con regímenes totalitarios que parece parodiar es que la Compañía no toma decisiones defendiendo un interés personal (el del títere) o sectorial (el del titiritero), sino haciendo sorteos. Nada más desinteresado.
   Ni más apolítico: si también nuestra posición social debe (¿o sólo puede?) deberse a un sorteo, la dinámica de la sociedad ya no está dada (¿sólo?) por los cambios en las relaciones de fuerza entre sectores en pugna, como pasaba (¿aún pasa?) en la Babilonia de ricos y pobres, de amos y esclavos.
   Ni más amoral: lo que sale sale, nos parezca bueno o malo. Y si código y suerte coinciden, tampoco hay que apurarse a celebrarlo; la última vez que pasó le costó la lengua a un esclavo y el orden jurídico a una sociedad (que era justa o injusta, pero no a-justa; todavía creía en premios y castigos).

   El orden jurídico expresado en el código no fue el único costo para Babilonia. Otro fue la moral; mejor dicho, las costumbres:
«Bajo el influjo bienhechor de la Compañía, nuestras costumbres están saturadas de azar. El comprador de una docena de ánforas de vino damasceno no se maravillará si una de ellas encierra un talismán o una víbora; ...»
   Toma 1. Por definición en ambos casos, las costumbres son previsibles (como eran «los sorteos sagrados, que se efectuaban en los laberintos del dios cada sesenta noches») y el azar es imprevisible (como que te toque un talismán o una víbora dentro de una ánfora). Saturadas de azar, ya no son costumbres; perdieron el rasgo que las definía. Satura y reinarás.
   Toma 2. Que haya una costumbre significa que hay un patrón de recurrencia. Y si algo no puede haber en los resultados de los sorteos es un patrón, aun si hay resultados repetidos. Donde el azar satura de imprevisibilidad no puede haber costumbres (ni buenas ni malas ni neutras), siempre necesitadas de previsibilidad. Es un costumbricida nato.

5.

   En Babilonia el reemplazo es progresivo: «la lotería es una intensificación del azar, una periódica infusión del caos en el cosmos»; «la lotería es una interpolación del azar en el orden del mundo». Análogamente, y también en secreto, «una dispersa dinastía de solitarios» desarrolla con Tlön «la intrusión del mundo fantástico en el mundo real», que para la Posdata de 1947 parece irreversible e inexorable: «El contacto y el hábito de Tlön han desintegrado este mundo»; «El mundo será Tlön».
   En Babilonia, un no orden va copando y suplantando un orden; con Tlön, un orden inhumano (traduzco: divino) va siendo reemplazado por un orden humano. Su elaboración tiene el mismo fin que la Torre de Babel y el mismo efecto que la ingesta del fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal: ser como Dios. (Ezra Buckley, el millonario de Memphis que en vez de la invención de un país propone la de un planeta, «descree de Dios, pero quiere demostrar al Dios no existente que los hombres mortales son capaces de concebir un mundo».)
   El éxito de Tlön se debe a que satisface una doble demanda: la de tener un orden en lugar de ninguno y la de tener un orden entendible en lugar de uno inentendible («un rigor de ajedrecistas, no de ángeles»). Por eso su idealismo congénito compite a la vez con la inescrutable y frustrante verdad divina y con otros ismos humanos:
«Hace diez años bastaba cualquier simetría con apariencia de orden –el materialismo dialéctico, el antisemitismo, el nazismo– para embelesar a los hombres. ¿Cómo no someterse a Tlön, a la minuciosa y vasta evidencia de un planeta ordenado? Inútil responder que la realidad también está ordenada. Quizá lo esté, pero de acuerdo a leyes divinas –traduzco: a leyes inhumanas– que no acabamos nunca de percibir. Tlön será un laberinto, pero es un laberinto urdido por hombres, un laberinto destinado a que lo descifren los hombres.»
   Lo irresistible de Tlön es que es un «planeta ordenado». Y su ventaja sobre la realidad, que «también está ordenada», es ser descifrable, gracias a que fue «urdido por hombres» y entonces no sigue «leyes divinas (...) que no acabamos nunca de percibir».
   En ese nunca acabar se coló el infinito: es la distancia entre nuestro percibir y esas «leyes inhumanas», así que mirá si no van a ser indescifrables. Y si las leyes humanas son descifrables es porque nos separa de ellas una distancia finita (por ser de factura humana, precisamente).
   En definitiva, lo que hace irresistible a Tlön es el sentido y el hecho de que sea un sentido accesible. Si no hubiera ninguno, sería un caos repelente; si hubiera un sentido pero indescifrable, sería un cosmos pero frustrante.
   Lo del planeta Tlön se parecería aun más a una invasión extraterrestre si no fuera porque por planeta Borges quiere decir mundo, lo mismo que por universo. Ni la Argentina se acaba en la General Paz ni el universo en el planeta, pero los de Borges son mundos precopernicanos («orbes» o autorrepresentaciones de orbes como la Rueda y el Aleph, por ejemplo, que por muy universales que se crean son bastante localistas).
   Aceptado ese coto de caza, la invasión iniciada por pocos será total: «una dispersa dinastía de solitarios ha cambiado la faz del mundo»; «El mundo será Tlön». Hay una inteligencia y una voluntad humanas obrando (como las de Ts'ui Pên), no ninguna (como cuando sólo hay sorteos) ni unas divinas (como las que hicieron la Biblioteca).
   En Babilonia hay un procedimiento (azaroso) que terminará produciendo todos los hechos como en Babel hubo un procedimiento (divino) que empezó produciendo todos los libros (la Lotería es una fábrica; la Biblioteca es un producto). Llevados al límite, deformados por lo absoluto, los opuestos azar y voluntad (o contingencia y libertad) se igualan, como para «la insondable divinidad» de “Los teólogos” los rivales Aureliano y Juan de Panonia («el anverso y el reverso de esta moneda son, para Dios, iguales», escribe también Borges en “Historia del guerrero y la cautiva”).

6.

   La orden de quemar esa lengua no conoció la incertidumbre de si era verdadera o falsa. La conocen ahora sus sucesoras, «las órdenes que imparte continuamente (quizá incesantemente)» la Compañía, que «no difieren de las que prodigan los impostores».
   Pero si no difieren, más que incertidumbre hay indiferencia: da igual si una orden es genuina o es un fake. Si existe, la verdad no importa. Babilonia ya había perdido el mérito ético; ahora pierde también el veritativo.
   En todo caso, ¿qué quiere decir que «no difieren»? ¿Que son idénticas, copias fieles que multiplican a gusto el número de órdenes? ¿Que son órdenes distintas que no difieren en el estilo, por lo que no es posible distinguir fake de genuina? ¿Un mix de todo? Si son las mismas órdenes, las falsificaciones multiplican el circulante. Si son otras, complementan el poder de la Compañía. En ningún caso lo socavan.
   La cita continúa con la vuelta de rosca de interrogarse retóricamente por la autenticidad de los impostores: «Además, ¿quién podrá jactarse de ser un mero impostor?». Ni siquiera la voluntad que tuviste al falsificar te garantiza no haber cumplido «una secreta decisión de la Compañía». Podés ser como Ryan, que creyó haber resuelto «silenciar su descubrimiento» de que Nolan había guionado la muerte del traidor y héroe Kilpatrick, cuando en realidad «tal vez eso, también, estaba previsto».
   La misma sospecha recae, en la continuación de la cita de “La lotería en Babilonia”, sobre «el ebrio que improvisa un mandato absurdo» y «el soñador que se despierta de golpe y ahoga con las manos a la mujer que duerme a su lado». Lo grotesco y lo horroroso son inimputables: los “decidió” el azar, ya que no Nolan. Pasamos de un guionista a ninguno, a un mecanismo ciego, como el que genera la Biblioteca de Babel (que no es azaroso, pero «el divino desorden» es remedado «con unos discos de metal en un cubilete prohibido»; también la acción de ese dios se parece a la del azar, que es la ausencia de obra).
   Si Dios quiere, el determinismo más discrecional es su voluntad; el menos, la Física del demonio de Laplace. Fuera de “La lotería en Babilonia”, el azar se opone al determinismo; dentro, se iguala.

7.

—¿Vamos cerrando? ¿Qué tal un resumen?
~Te lo resumo así nomás: con el caso del billete carmesí, el criterio para impartir órdenes pasó de ser ético (quemar castigando un robo) a ser azaroso (quemar cumpliendo una orden sorteada). El caso tuvo tantos sucesores que inauguró el absolutismo del azar.
—El rey ha muerto. ¡Viva el rey!
~Pero el nuevo rey es un anti-rey.
—Nadie es perfecto.
~Es como un rey que revolea una moneda por cada decisión que debe tomar. Sumale que toda decisión viene de un sorteo anterior y la voluntad suprema del rey anti-rey se ve reducida a esos revoleos y a la obediencia de sus dictados.
—Hizo falta tanto azar para apagar tanto ego.
~Sin olvidar el aporte de ese regressus ad infinitum:
«Imaginemos un primer sorteo, que dicta la muerte de un hombre. Para su cumplimiento se procede a un otro sorteo, que propone (digamos) nueve ejecutores posibles. De esos ejecutores, cuatro pueden iniciar un tercer sorteo que dirá el nombre del verdugo, dos pueden reemplazar la orden adversa por una orden feliz (el encuentro de un tesoro, digamos), otro exacerbará la muerte (es decir, la hará infame o la enriquecerá de torturas), otros pueden negarse a cumplirla... Tal es el esquema simbólico. En la realidad el número de sorteos es infinito. Ninguna decisión es final, todas se ramifican en otras.»
—«Esa infinitud condice de admirable manera con los sinuosos números del Azar».
~Los sorteos que se ramifican ad infinitum saturan de azar la existencia; los senderos que se bifurcan la saturan de realidad (basta que un hecho sea posible para que exista, como en Babel un libro).
—En una vereda, finitud, orden, voluntad; en la vereda de enfrente, infinitud, caos, azar. Este duelo de trinidades es la lucha del bien contra el mal de Borges. Babilonia, que «no es otra cosa que un infinito juego de azares», es una distopía del triunfo del mal (aka la Pervertidísima Trinidad).
~Eso sí que es sufrir de horror infiniti.
—Tan horroroso que es peor que el mismísimo mal, «cuyo limitado imperio es la ética». El concepto de infinito «es el corruptor y el desatinador de los otros». Porque para Borges el infinito es refractario a un orden. Y en su lógica, sin orden no hay sentido y sin sentido no hay voluntad. El vendedor de biblias de “El libro de arena” es más explícito que el narrador babilonio:
«El número de páginas de este libro es exactamente infinito. Ninguna es la primera; ninguna la última. No sé por qué están numeradas de ese modo arbitrario. Acaso para dar a entender que los términos de una serie infinita admiten cualquier número.»
~«Cualquier número», como el que puede surgir de un sorteo. Como el azar, el infinito de Borges es indiferente al orden.
—Pero Borges no. Cuando varios de sus personajes resuelven un enigma, un misterio, una inconsistencia, etc., lo que hacen es poner orden, que siempre consiste en restaurar un orden perdido o tapado. Sin ir más lejos, comprender Tlön es pasar de verlo como un caos (orden y sentido nulos) a verlo como un cosmos (orden y sentido máximos):
«Al principio se creyó que Tlön era un mero caos, una irresponsable licencia de la imaginación; ahora se sabe que es un cosmos y las íntimas leyes que lo rigen han sido formuladas, siquiera en modo provisional. Básteme recordar que las contradicciones aparentes del onceno tomo son la piedra fundamental de la prueba de que existen los otros: tan lúcido y tan justo es el orden que se ha observado en él.»
~Orden y sentido humanamente máximos, es decir: superiores a la nulidad que representa el azar e inferiores a la infinitud de una «insondable divinidad»; laberínticos, pero finitos.
—Lo dicho: «un rigor de ajedrecistas, no de ángeles».*
~Gracias. Quería sacarle los paréntesis.
—Esperá. ¿Cómo sabés que eso estaba entre paréntesis, si estamos hablando, no escribiendo? No hay dónde ir a verlo. Y si lo hubiéramos grabado, escucharíamos una figura tonal si hay paréntesis y cualquier otra si no hay. ¿Tenés certeza de haber escuchado la que sí? ¿Y de haber recordado la entonación escuchada, en vez de haber editado el recuerdo según la esperada o la deseada?
~¿Y vos tenés certeza de que nuestro diálogo y el monólogo que incluyó esa cita no están guionados y así como nos escuchamos otra gente nos lee?
—¿Ya están escritos y los reproducimos creyendo vivir? ¿O van a estar escritos cuando se transcriban de memoria o de una grabación? ¿Seguimos un libreto desconocido sin sospechar nada o harán un libreto basado en esta charla y aquel solo de palabras? ¿No somos lo que creemos ser, como las «lentas piezas» del poema “Ajedrez”, que «no saben que la mano señalada / del jugador gobierna su destino, / no saben que un rigor adamantino / sujeta su albedrío y su jornada»? ¿O más bien seremos lo que no somos (Volveré y seré rayones, dijo una voz)?
~Bueno, ya. Deje la preguntadera.
—Imposible no es, pero sin algún indicio no es más razonable conjeturar ese presente o ese futuro diferentes (escritos, en vez de oral y de inexistente). Y si aun así uno fuese cierto, sería otra de esas verdades inverosímiles.
~Hay solapamientos que lo que tienen de indetectables lo tienen de envolventes.
—¿O al revés?

~O sea, no de seres que manejan un sistema de numeración tan inhumano que es de base infinita; escribe Borges en una nota al pie de “El idioma analítico de John Wilkins”, hablando de sistemas de numeración:
«El más complejo (para uso de las divinidades y de los ángeles) registraría un número infinito de símbolos, uno para cada número entero...».
—Suena a «esa rapsodia de voces inconexas» del sistema de numeración de Ireneo Funes.
~Sí, Funes el numeroso es como los ángeles: cuenta con infinitos símbolos inanalizables para avanzar.
—¡Vade retro ad infinitum, «precursor de los superhombres»!


No hay comentarios