Entusiasmos XIII






1.

   Hoy tenemos la visita anual del hombre ciénaga infinita y su ataque de entusiasmo zambullida de rana, con su consecuencia pequeña turbulencia. Lamento decir esto en la zambullida aniversario del Año XIII, pero no hay libertad de entusiasmo. Y me refiero a entusiasmos que no le hacen mal a nadie, como las felicidades que Sandra le delimita a Carmelo, de 3 años, con Gerardo de testigo:
Carmelo: estoy feliz pq me puse las zapas al revés / Sandra: qué bueno estar feliz, siempre hay q estar feliz si esa felicidad no le hace mal a alguien, claro / Carmelo: es como alguien que lleva una mesa de un lado y nadie la lleva del otro / Yo sólo fui testigo
   La felicidad de Carmelo es una satisfacción por lo hecho; está orientada al pasado del logro y al presente de su estado (haberse puesto –y estar con– las zapas al revés).
   Una felicidad vecina es una satisfacción por lo premiado (gracias a lo hecho, que pudo o no ser gratificante). Si el presente de su estado es corto, es el festejo. Si es largo, suena la alarma: “No te duermas en los laureles”; tratá de volver a tener pronto otro pasado de otro logro premiado y estar en el presente de su festejo.
   La felicidad del mismo Carmelo jugando es una satisfacción por lo que está haciendo y un entusiasmo por lo que va a hacer; está orientada al presente de la acción y al futuro de su logro (estar jugando a la pelota ansiando el gol y deseando la victoria, por ejemplo). Se trata de “sumergirse en un universo de juegos y olvidarse de todo lo que lo rodea”:

Documental Dealing with time, Xavier Marquis, 2009

   También hay felicidades con orientación sólo al presente de la acción (Carmelo recibiendo mimos de Sandra o de Gerardo). Cualquiera sea el trance, en adultos puede provocar tanto el deseo no realista de eternizar el momento como la fantasía del “dopo morire”, total más que esto no voy a sentir (puntos culminantes no queriendo y queriendo culminar).
   En cambio, la felicidad de un entusiasmo (orientación Pte-Fut) provoca el deseo no realista de invulnerabilidad (o su reverso, el miedo a una muerte cortamambo).
→ Bloque de “La muerte”
   Para llevar una mesa se necesitan dos, como para bailar un tango. La respuesta de Carmelo me recordó al Leonardo Favio de «no se puede ser feliz en soledad». Los felices o infelices somos bichos sociales; fuera de toda interacción humana somos como peces fuera del agua.
   Además de individuos, funcionalmente somos a la sociedad lo que las neuronas con sus sinapsis son a la conciencia (de cada miembro de la sociedad, porque la cosa viene fractal): la base material de un fenómeno emergente.
   El fenómeno emergente que es una sociedad es un espacio virtual en el que luchan por prevalecer discursos que interpretan cómo es la cosa y que prescriben cómo debe ser. Una trama de discursos que prevalece es el sentido común; otra, el buen sentido.
   Mediante ellas cada sociedad desarrolla normalidades y normatividades sobre modos de vivir o de ser feliz, y eso incluye reprobar algunos modos que no le hacen mal a nadie pero que muchos ven como un mal ejemplo, que ya es algo potencialmente peligroso.*
Si “peligroso” es potencialmente dañino, ¿“potencialmente peligroso” viene a ser potencialmente potencialmente dañino?

    En nombre de la salud social sostienen que esa es una falsa felicidad y un error que induce a error a los demás y que por eso debe ser corregido, en prevención de epidemias. Y hay que contar y viralizar la corrección para que todos sepan qué evitar, con qué piedra no tropezar. O para que, si ocurre, sea un hecho aislado y no pueda hacerse costumbre (un objetivo moral, como se ve).
   Son fábulas que ponen un mal ejemplo y sacan una moraleja que remata con un consejo, implícito o explicitado: No seas así. Si esas moralejas son sinceras, la cruzada viralizadora se autopercibe como una de esas fotos con un billete falso y otro legal que se exhiben para avivarnos.
   Pero si lo veo con los lentes de la lucha simbólica por definir qué es un modo (legítimo, válido) y qué no, la viralización del cuento de la corrección de un error es aleccionadora, además de promocional (disuade y persuade: rechazá con asco esto y abrazá con pasión esto otro). El mismo fin y efecto tiene un desfile de vencidos (al suyo, el rey persa Cambises le sumó otros dos fines: poner a prueba al derrotado rey egipcio Psaménito y castigar la matanza lisérgica de una delegación negociadora).
   Lo más aleccionador es que sea una autocorrección y, si es posible, prologada por un arrepentimiento precedido por una rendición ante los modos normales. Si no hay tal rendición y arrepentimiento, el bando rival los inventa, los narra igual, los hace tema de un relato que dice que es así lo que espera y quiere que sea así, que da por hecho lo que le gustaría lograr o que suceda.

2.

   Es el caso del modo Borges. A los 81 dice que a los 30 no se daba cuenta de que «leer es una forma de vivir también», algo que Vargas Llosa se resiste a creer y como repregunta le arma una confesión para que la firme:
   Esa nostalgia de cosas no hechas es el tema del poema “Instantes”. No hay desmentida que pueda evitar que vuelvan a atribuírselo a Borges, que ahí confiesa lo que a Vargas Llosa le niega y muchos piensan.
   El autor autobiográfico de “Instantes” no es el individuo Jorge Luis Borges; es el personaje Borges que una corriente social compone a partir de cómo lee vida (no obra) del real, que de real tampoco tiene mucho (cualquier biografía es otro relato –no importa si es la más veraz). Hablé de este caso en “El autor de un poema ajeno”.

3.

   Hoy me interesa el caso de Tomás Felipe Carlovich, el Trinche, a veces descripto como «el Maradona que no fue» o
EL MARADONA INVISIBLE
   Dejemos que un biógrafo suyo nos lo presente en menos de 1 minuto:

Presentación de Trinche (Planeta, 2019), de A. Caravario

   Sólo quien alcanzó el rango de crack es admirado por rivales con similar profundidad que por compañeros. Le pasó al Diego y también al Trinche, como cuenta el ex defensor Víctor Bottaniz:
“Carlovich: el mito viviente”, Ayelén Pujol, El Gráfico, 2013.

   El resto de su vida le preguntarán si no se arrepintió de esa preferencia. Pero antes de ir ahí, hagámonos una mejor idea del talento que tenía el Trinche. Empecemos por una pequeña muestra de “la unanimidad que existe en cuanto a su capacidad”, con los testimonios de ex compañeros, exitosos entrenadores que fueron futbolistas (dos de ellos, de la Selección Nacional) y un actor carlovichista:

Informe Robinson, La leyenda del Trinche (Canal+, 2011)

   Del juego del Trinche casi no hay videos. Sólo hay relatos, pero con esa unanimidad exaltada que convence tanto o más que unas imágenes en movimiento. Muchos testimonios hablan de una habilidad inimaginable, que si la viéramos en vivo o por video diríamos que es indescriptible. No cualquier habilidad suscita un grado tan alto de intraductibilidad entre palabras e imágenes.

Informe Robinson, La leyenda del Trinche (Canal+, 2011)

   Una novedad es visible (o asimilable) si es aproximable a algo conocido. A qué y por cuánto (dirección e intensidad) es lo que distingue a un futbolista de otro, por ejemplo. El Trinche es único e incomparable no por su paternidad del caño doble o alguna otra originalidad recién estrenada, sino por su mezcla de modos o estilos tan funcional y eficaz, y encima elegante. Comparten la frase el Mono Obberti y el Cai Aimar: “No hay con quién compararlo porque tenía cosas parecidas de uno, de otro, de otro, de otro, y todo eso que reunía lo hacía ese jugador raro“.

2 conejos, 11 botánicos y 1 gato, René. Foto de Germán.

   No sólo es qué reunía, sino cómo. La receta de un gin no se averigua conociendo sus once botánicos y desconociendo en qué proporciones y cómo se usaron, entre otras cosas. Análogamente, a la mezcla Trinche no se la descifra sabiendo los jugadores que la componen, como Redondo o Riquelme; falta saber cuánto tenía de cada uno y en qué y por cuánto se diferenciaba (“Todavía más elegante”, por ejemplo).

3.1

   No es raro que no haya grabaciones de su mejor época si pensamos que el Trinche jugó en equipos de la C y la B en la década del 70. Pero sí es raro si pensamos que su partido legendario fue contra la Selección Nacional, por muy 1974 que fuera:

Informe Robinson, La leyenda del Trinche (Canal+, 2011)

   Además de “mostrarle a mucha gente lo bien que jugaba al fútbol”, al hacerlo en ese partido el Trinche mostró que estaba sobrecalificado no sólo para la C o la B, sino también para un seleccionado mundialista (y para el Milan, cinco años después, en Mendoza). No era un tuerto reinando entre ciegos.
   De paso, también mostró que jugaba con las mismas ganas en cualquiera de esos escenarios, que buscaba ganar y gustar contra cualquier rival y que se estimulaba con multitudes intimidantes (lo que no me pesa me eleva):

I. Robinson (2011), fh (2007) y Fuimos héroes (2012)

   Si la historia del Trinche hubiese sido el guion de una ficción, seguramente ese partido memorable habría hecho que el astro dejara de ser invisible, se lo llevara un grande de la A y tuviera un ascenso meteórico a la cima del fútbol mundial (donde de todas formas lo puso Pekerman cuando armó su equipo ideal de todos los tiempos, germen de ese Informe Robinson). Era lo esperable. No fue lo que pasó:

I. Robinson (2011), Carlovich en Asunto Tango (2020)

3.2

   Con el Trinche volvemos a la edad de los porqué; no por nada debajo del disfraz de jugador hay un «hombre [...] de costumbres sencillas, de alma casi infantil».
   Quienes sí creen que con esa capacidad debería haber sido un triunfador se preguntan por qué no lo fue. ¿Fue porque él no quiso o porque quiso pero no supo, no pudo o no se le dio? Y si es un mix, ¿de qué y cuánto de cada?
   Entre querer y no querer hay términos medios, matices, una escala de grises (elige tu propia aventura metafórica II). Si hubiera un absoluto, querer sería poder. Pero la voluntad, por férrea que sea, es falible: en abstracto, “a veces no se da, no es porque uno no quiso”.
   En concreto, y sobre todo si las veces son muchas, sistemáticas y sintomáticas, puede ser ejemplo de un matiz más cercano al color no querer que al color querer: decís que no tenés eso como objetivo pero que lo aceptarías si se diera, y por detrás ponés unas condiciones vara alta que parecen hechas para dificultar la aceptación.
   Si ahí queda algo de querer, es insuficiente para que ocurra eso que no es una meta, que no se persigue, que tal vez ni se busca, y que se supone que se espera pero se sospecha que a veces se esquiva.
   El dúo de un talento extraordinario y una carrera modesta se siente tan raro como un desfase entre imagen y sonido. La explicación que pide esa rareza no la tiene fácil. Para interpretar la carrera del Trinche se pierde la unanimidad que había para elogiar su talento. Vuelve a importar quién cuenta el cuento:

   El Trinche “no hizo ningún esfuerzo por adaptarse, y por eso, además de leyenda, es símbolo” de la resistencia a un cambio. Es el último de su especie: el último rebelde, el último romántico, el último lírico... Es un híbrido, pero desigual: se comporta más como amateur que como profesional; es un “bohemio”.
   A diferencia de Tomás Felipe Carlovich (1946), Diego Armando Maradona (1960) le sumó el profesionalismo al potrero y el hambre de gloria al disfrute. El Trinche no tuvo ese deseo de consagración, esa ambición, pero tampoco fue algo a lo que se opusiera o criticara, como sí hizo con un pilar del nuevo profesionalismo: la “locura con lo físico”. El otro pilar, la plata que se mueve en el fútbol grande, no logró tentarlo.
   Comparemos. El Diego fue el primer futbolista del mundo en tener un preparador físico personal. Casi todos dicen que al Trinche no le gustaba entrenar; él decía que nadie es más rápido que la pelota, y que mejor que entrenar es practicar, y que mal podría haberse retirado a los 40 si no hubiera tenido un buen estado físico.
   El problema, si había uno, no era que no le gustaba entrenar al muy vago, fiestero, mujeriego, borrachín y/o adicto a la pesca; el problema con los entrenamientos es que “dejan de ser juego”, como dice en esta respuesta que publicó el diario Clarín el 25/4/1974, ocho días después del partido contra la Selección:
Yo tengo un tipo de juego y me preparo a conciencia para rendir. Pero no te voy a negar que me gusta hacerme la ‘rabona’. Creo que eso les pasa a todos los jugadores que sienten el fútbol como yo. Los entrenamientos dejan de ser juego.
   La práctica, en cambio, es juego: es jugar muchos partidos por semana o por día, como venía haciendo de chico (y no por aprender algo, sino por el disfrute de jugar). Menotti lo dijo bien, aunque con resignación: “le gustaba más jugar al fútbol que ser profesional”.
   El Trinche era lúdico (si no había juego no había placer) y dentro de lo lúdico era agonal (jugaba a ganar, sin importar el rival; no le gustaba perder a nada). El Diego fue lúdico dentro de lo agonal.
   Maradona y Carlovich también están en las antípodas en la otra novedad notoria del profesionalismo: el Diego hizo mucha plata, el Trinche muy poca. Esta novedad motiva a la otra: la “revolución de los preparadores físicos” se da porque hay un incentivo económico para tener un equipo más competitivo, además de la gloria deportiva: los triunfos empiezan a cotizar más alto.
   El Trinche se sustrajo a la novedad económica y se resistió a la novedad atlética (y táctica, porque tampoco le gustaba la marca: «Nosotros salimos a jugar [contra la Selección Nacional, ocho días atrás] sin la responsabilidad de anular a tal o cual rival»). La carrera y la vida del Diego fueron vertiginosas, como el agua de una cascada; las del Trinche fueron como un río de llanura.
   El profesionalismo en el fútbol argentino empieza en 1931; en 1948 Alfredo Di Stéfano encabeza una huelga de jugadores, actores que reclaman un mejor reparto de los ingresos crecientes que genera el espectáculo. Doce años más tarde el negocio creció tanto que las cifras de sueldos, primas y pases ya son exorbitantes para el resto de los trabajadores (más exorbitantes cuanto menos ganen, obvio).
   La película El crack (1960), de José Martínez Suárez, registra esa incipiente exorbitancia y los negocios y negociados que la alimentan y le hacen perder la inocencia al Osvaldo, que “es como los de antes”, porque los de ahora “están llenos de guita y se cuidan las piernas” (ya hay nostalgia de un fútbol dorado). Ese año nace el Diego y el Trinche cumple 14 y está empezando o por empezar en las inferiores de Rosario Central. “Traigan a cualquiera de Rosario”, sugiere Ramiro sobre su reemplazante:

El crack (José A. Martínez Suárez, 1960)

3.3

   El Trinche era un outsider que estaba adentro. El profesionalismo que no tenía (puntualidad, entrenamiento y disciplina) no le impidió sobresalir jugando entre profesionales. No lo rechazaron por bajo rendimiento, sino por faltas e indisciplinas varias, que en clubes del ascenso pesaban menos que su talento en la cancha. Con el Trinche el sistema falló: no siempre los mejores jugadores llegan a la A.
   Lo no profesional también estuvo en su último partido con Central Córdoba, una final de 1986 en Buenos Aires: no jugó el 1º tiempo en castigo a que no viajó con el equipo. Pero también estuvo la calidad: entró en el 2º tiempo y la rompió. Y también estuvo su relación con el dinero. Final a toda orquesta, broche de oro. Habla el DT de ese momento:

   Central Córdoba fue al Trinche lo que Cádiz fue a Mágico González: el club donde compromisos y presiones no lo sacaban del disfrute y la diversión de jugar, como si fuera un pibe.

Informe Robinson, La leyenda del Trinche (Canal+, 2011)

   Central Córdoba fue el club donde el Trinche encontró su mejor balance entre disfrutar y rendir, entre hacer lo que le gustaba y cumplir lo que debía, aunque no le gustara. (En esa estamos todos, cada cual con su balance propio, montado en su satisfacción o con su insatisfacción a cuestas o ni tanto ni tan poco.) Según cuánto cumplas es cuánto aspires a ser un buen profesional.
   El Trinche no aspiraba a mucho por ese lado. No llegó, pero no porque lo intentó y fracasó, sino porque aspiró a otros objetivos, que alcanzó sostenidamente: disfrutar de jugar al fútbol y de estar con sus amigos del barrio y de la infancia.
   Algo sobre el primer objetivo. Es posible que eso de haber jugado en Central Córdoba como si hubiera jugado en el Real Madrid sea otra manera de decir que jugaba siempre igual, “a muerte” y divirtiéndose, desde el campito entre amigos hasta el partido contra la Selección en Rosario o contra el Milan en Mendoza.
   Algo sobre el segundo objetivo. El Trinche era muy «amigo de sus amigos» y «prefirió seguir reuniéndose con ellos [...] o entreverándose en un “picado” en cualquier baldío, antes que someterse íntegramente a las exigencias de la disciplina del entrenamiento».
   Hubo una preferencia y hubo una voluntad que la honró: la del “genio que tomó una decisión: la de no dejar de disfrutar del juego pero apartarle la mirada al compromiso”. Sabía el valor que se le daba a eso que declinó ambicionar: «tenía clara conciencia de que se iba alejando cada vez más de la deslumbrante pasarela reservada para el desfile de los triunfadores solamente».

   El Trinche podrá tener esos objetivos, pero no puede evitar que se los cuestionen una y otra vez, en nombre de un sentido común triunfalista que empezó en su época de jugador.
   Repasemos. El negocio del fútbol y la popularidad, el prestigio y la ganancia de los ganadores crecieron entrelazados y rápido. Ganar se volvió más importante y la respuesta fue la revolución de los preparadores físicos y la disciplina de guerra.
   De esa época es el “fútbol total”, que sobreexigía físicamente a los jugadores de la Naranja Mecánica, el equipo holandés del Mundial 74 (el mismo que goleó 4 a 0 a la misma Selección Argentina que 2 meses y 9 días antes había perdido 3 a 1 con la Rosarina, conducida por el Trinche).
   Elegir esos objetivos no es como elegir un gusto de helado, que no molesta a nadie. Es una elección hecha a contramano del sentido común y los bocinazos no se hacen esperar.

3.4

   Si Borges debe arrepentirse de haber desperdiciado su vida leyendo y escribiendo, el Trinche debe arrepentirse de haber desperdiciado su talento en equipos de la C y la B. El desperdicio es el pecado compartido por estas dos felicidades cuestionadas; en lo demás difieren, aunque en algún caso de una manera complementaria: Borges tuvo lo que al Trinche le faltó (ambición profesional) y el Trinche tuvo lo que a Borges le faltó (una familia formada y más calle).
   A Borges le atribuyeron la autoría de un autorretrato ajeno, donde se arrepentía de su vida en las vísperas de dejarla. Al Trinche le preguntaban siempre dos o tres cosas: 1a) si no se arrepentía de no haber hecho una carrera tan alta como su talento y 1b) de no haber ganado más plata; y 2) qué haría si pudiera volver a jugar al fútbol en los 70, como a quien se le da una segunda oportunidad.
   Sin titubeos, creo que son dos cosas, la primera doble y la segunda simple. La primera interroga sobre un arrepentimiento y la segunda verifica la respuesta, según una coherencia previsible: si está arrepentido, dirá que lo haría diferente; si no, que lo repetiría tal cual. Empecemos por una de sus respuestas a 1a), citada en la nota de El Gráfico:
«Carlovich siempre tuvo que explicar por qué no llegó a trascender: por qué se lo conoce como “el Maradona que no fue”. “¿Qué es llegar? La verdad es que yo no tuve otra ambición más que la de jugar al fútbol. Y, sobre todo, de no alejarme mucho de mi barrio, de la casa de mis viejos, de estar con el Vasco Artola, uno de mis mejores amigos, que me llevó de chico a jugar en Sporting de Bigand (...)”, fue una de sus respuestas.»

   Otra respuesta similar del Trinche la cuenta Marcelo "Araña" Calogero, dirigente de Central Córdoba:

El último rebelde (Nahuel López Rozas, 2014)

   Junto a la preocupación por la gloria no alcanzada está la preocupación por la plata no ganada, que es la pregunta 1b). No era el lujo que se daba un potentado. Pero disfrutar jugando (y sin alejarse mucho de la casa donde nació) importaba más que ganar buena plata, aun si tenía que hacer changas para complementar el magro salario de un club de la C en los 70, y aun si necesitaba recoger donaciones en bicicleta por Rosario en los 80 (un adelantado del crowdfunding):

Clip hecho con recortes de acá, acá, acá y acá.

   El periodista sueña con fortunas exorbitantes; el Trinche, con partidos en la mejor compañía. Como dijo Menotti, “le gustaba más jugar al fútbol que ser profesional” y cobrar como el encumbrado profesional que hubiera sido. Lo que añora es consistente con lo que en actividad más quería: en su momento no buscó ganar millones (“aunque podría haber ganado lo que él quería”) y ahora no fantasea con los millones que valdría en 2020 (febrero); en su momento buscó divertirse jugando a ganar y ahora fantasea con lo mismo junto al Diego.
   Fantasear es como tener un deseo sin ansiar ni esperar cumplirlo. Fantaseamos porque nos gusta imaginarnos ahí o así; deseamos porque nos gustaría llegar ahí o así. Los deseos se tienen para ser cumplidos; las fantasías o ensoñaciones, para imaginar hasta la confusión que se cumplen deseos imposibles, así en la vigilia como en los sueños, amén.
   Con el tiempo, un deseo puede devenir fantasía; basta que se vuelva inalcanzable. A los 61 años, a 7 de haber dejado de jugar, el Trinche todavía cree posible volver a disfrazarse, aunque sea 10 minutos, y es lo que más desea:

Frases hechas (2007).

   Desde los 65 ya no es un deseo, es una fantasía: es el milagro que elegiría, el único pedido al genio de la lámpara. En paralelo a la fantasía de jugar con el Diego, el Trinche tiene el deseo de conocerlo, y lo cumple el 14 de febrero del 2020:

Frases hechas (2007).

   Volvamos del deseo cumplido a la fantasía incumplible. El Trinche cambiaría los 10, 15 o 20 años que a los 68 pueden quedarle de vida por 40, 45 o 50 minutos del goce y la felicidad de estar jugando en una cancha. Para él es negocio pagar con la vida el milagro que le devuelva esa dicha una sola vez más (♫ Una más y no jodemos más ♫).

   Entre el deseo oruga y la fantasía mariposa, el Trinche lleva para entonces 14 años extrañando jugar. Está operado de la cadera y renguea. Su situación lo hace receptivo a otra fantasía irrealista, por la que nunca le preguntaron.
   Supongamos que, como responderá a la pregunta 2), el Trinche repite su vida. Si a sus de nuevo 21 años le ofrecieran el trato del cuento “Il giorno non restituito”, de Giovanni Papini, creo que el Trinche aceptaría. Es decir, prestaría 1 año de juventud y lo iría recuperando en 365 cuotas, a cobrar cuando él quiera. ¿Por qué rehusaría cortar cada tanto 20 años de abstinencia forzada? ¿Por qué no se daría el gusto de volver a jugar con 21 años 365 veces?
   Si por 45 minutos más firmaba que después partía (arriba o abajo), ¿qué no firmaría por los partidos enteros que podría jugar en ese montón de días? Y si sobreviviera a la última restitución de ese año de juventud, la pena por la pérdida y la fantasía de revertirla al menos empezarían mucho más tarde de lo que empezaron sin esa magia.

3.5

   La pregunta 2) reformula las anteriores en una fantasía contrafáctica que suele usarse para diagnosticar satisfacción de vida (a.k.a. felicidad): ¿volverías a vivirla tal cual? Traducido con el sesgo winner/loser, la pregunta se convierte en interrogatorio: ¿harías lo mismo o cambiarías los motivos de arrepentimiento de 1a) y 1b)?; ¿reincidirías o te arrepentirías y corregirías tu no profesionalismo y tu falta de ambición?
   La respuesta del Trinche es clara, y sin embargo no dejan de preguntárselo, como perseguidores que no dejan a su presa. Tan clara que no es que no la entiendan: es que no la aceptan. La ven errónea o problemática o incluso patológica, y vuelven a la oferta de arrepentimiento redentor, que el Trinche vuelve a declinar:

Trinche (2019), Mito, barrio y gambeta (2016), I. Robinson (2011)

   En la merienda de locos, la Liebre de Marzo le dice a Alicia que no es lo mismo «me gusta lo que tengo» que «tengo lo que me gusta». Cambiando tener por hacer, el Trinche tuvo esas dos cosas que no son lo mismo.
   La primera: “Hizo lo que realmente tenía ganas de hacer; jugó por placer, jugó por deseo, jugó con sus amigos”, dice el biógrafo. “Hice las cosas que me gustaron hacer”, confirma el biografiado.
   La segunda: volviendo cual pelota en un caño doble, “yo disfruté mucho todo lo que hice”, agrega el Trinche cuando explica por qué “lo volvería a hacer” (lo opuesto a estar arrepentido).
   No son lo mismo porque no se implican mutuamente, pero una de las dos cosas implica a la otra. Que te guste lo que hacés no implica que hagas lo que te gusta, aunque tampoco lo excluya. Pero haciendo lo que te gusta no puede pasar que no te guste lo que hacés. Las infancias felices tienen este tipo de hedonismo cuando juegan; el Trinche mantuvo el suyo hasta los 54 años, cuando dejó de jugar con los veteranos de la Selección Rosarina.
   Alejandro Caravario, autor de Trinche, da 1 paso más allá del deseo del volvería a hacerlo: “Por más que hubiera querido, yo creo que no habría podido entrar en ese mundo tan ajeno a él”. Menos mal que no quiso: se ahorró una frustración y tal vez el arrepentimiento de haberlo intentado. Haciendo lo que le gustaba hacer y –por lo tanto– gustando de lo que hacía, se ahorró un arrepentimiento como el que se puede entrever o imaginar en este consejo que encontré en un tuit random:

3.6

   Las dos fantasías del Trinche, jugar 1 tiempo e dopo morire y repetir lo que hizo porque lo disfrutó mucho, dicen lo mismo: fui muy feliz jugando, tanto que daría mi vida por volver a serlo, y tanto que la volvería a vivir igual. (¿Cuántos podrían decir lo mismo?) Es una felicidad evidente, y parece inofensiva; ¿por qué el Trinche debería arrepentirse y cambiarla por una felicidad menor o por ninguna?
   Haya o no una buena razón, hay una presión para que lo haga. La ejercen quienes sienten incómoda, insuficiente y/o inenvidiable esa felicidad. O que ni siquiera la consideran genuina (No lo sé, Rick...) o sensata (nadie en su sano juicio la elegiría). Y peor cuando en vez de penosa la consideran contagiosa y la combaten. ¿Quiénes son?
   Son una mayoría cuya meta, ideal, sueño, ilusión y/o ambición es tener fama, reconocimiento, éxito, ser un triunfador (metáfora bélica antigua) y/o un winner (metáfora deportiva moderna, mejor adaptada a la sociedad neoliberal de posguerra fría).
   Hasta en un argumento tan kafkiano como el de La terminal (Steven Spielberg, 2004) Hollywood se las arregló para contar por enésima vez la apoteosis de la popularidad: el individuo A recibe de premio un entusiasta aplauso del resto del alfabeto.
   Esos luminosos objetos de deseo son todos motivos del mayor orgullo, cuyo reverso es la peor vergüenza: la de ser o resultar un loser, un perdedor, un fracasado, un nadie, etc. Como se ve, el juego es lucirse y/o imponerse sobre el resto, ganar su aceptación, su respeto, su admiración y/o su gratitud afectuosa por las alegrías dadas, por ejemplo.
   Toda la felicidad posible –o toda la que importa– depende de un resultado y se parte y reparte en ese podio. No podés ser loser y feliz, te previenen desde esa mayoría. Y no distinguen entre un loser y un outsider porque no conciben que alguien pueda no jugar a ese juego.
   Antes que eso, dirán que la “elección” contracultural del Trinche es una racionalización, como la de la zorra cuando no alcanza las uvas y se aleja diciendo “Están verdes”. O le inventarán vicios (tomaba, era mujeriego, lo perdía la pesca) para explicar su fracaso sin desmentir su talento. Cualquier cosa, menos aceptar que la suya es una decisión posible y respetable, en vez de un error que no debe cundir.
   Si aceptamos su elección, la meta del Trinche era lúdica y agonal, pero no profesional. La ambición que tenía dentro de la cancha (“No me gusta perder a nada”) no la tenía afuera con su carrera. Jugó poco y nada a ese juego; más que una carrera, tuvo un historial de clubes, no necesariamente uno mejor que el otro.
   El otro juego, el fútbol, podía tener efectos de popularidad, siquiera local (“Esta noche juega el Trinche”, se corría la voz), pero no era un medio para lograrlos. Era un fin en sí mismo: “Yo llegué a donde yo quería llegar; mi meta era jugar al fútbol”; “yo no tuve otra ambición más que la de jugar al fútbol”, había dicho el Trinche.
   “Él se divertía; o sea, él no quería ese compromiso o esa presión”, había dicho Killer; “la decisión personal estaba inclinada a disfrutar esa manera de jugar”, había dicho Pekerman. Más que jugar al fútbol, la meta y ambición del Trinche era divertirse jugando bien al fútbol, pero jugando en serio, a ganar:

   Más allá de que le alegrara ganar y lo amargara perder, jugar hacía feliz al Trinche. Su felicidad no dependía de un resultado, sino de una acción. Por eso las perdió juntas; y por eso fantaseó con ese pacto fáustico de los últimos 45 minutos de vida jugando, o sea, ejerciendo el placer; y por eso fantaseó también –en la respuesta a una pregunta insistente– con esa repetición de toda su vida; y por eso mientras pudo jugó mucho:

Frases hechas (2007), Asunto Tango (2020)

   Cuando ya no pudo jugar, al menos pudo limitarse a lamentar que no hubiera durado más y a soñar que volvía a ponerse los cortos. O sea, al menos no tuvo que arrepentirse de haber desaprovechado el tiempo, que ensanchó todo lo que pudo. Ese es el desperdicio que importa acá, y el Trinche no lo cometió ni se lo hubiera perdonado, simplemente porque era lo que más valoraba, lo que más quería y quiso, a diferencia de hacerse rico, famoso y exitoso/triunfador.
   Pero ex compañeros, hinchas memoriosos y ex futbolistas exitosos/triunfadores, famosos y ricos (o de buen pasar) siguieron hablando de su juego enorme años después de haber terminado su modesta carrera. Como quien da testimonio de haber sido testigo y delectador de algo extraordinario. Y entonces el Trinche, que corría de boca en boca, trascendió hecho leyenda; llegó más lejos que la mayoría de sus contemporáneos profesionales de la A, de los que ya no se habla; triunfó en diferido más allá de Rosario:

fh (2007), I.Robinson (2011), Se dice del Trinche (2017)

   Para Darío Grandinetti, el Trinche no debería tener ninguna espina clavada porque “en cualquier caso, ha dejado mucho”. Para Marcelo Lewandowski, la trascendencia internacional de su talento y la vigencia y crecimiento de su fama son “un éxito en la vida”.
   Parecen estar dándole al Trinche razones para no arrepentirse de no haber progresado y para no creerse un fracasado. Él no las pidió ni las necesita; en realidad son para convencer a los críticos o escépticos de su decisión de ser feliz sin ambicionar nada de eso, tan sólo jugando en una cancha y estando cerca de los amigos y el barrio.

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